domingo, 29 de octubre de 2023

1.254. Living in the City

Pues continúo siendo un londinense de pro, aquí instalado en la casa de mi hijo Lucas en el barrio de Hackney Wick, en un entorno de casas de ladrillo de tres o cuatro plantas, con numerosos jardines intercalados, por los que pululan los zorros como Pedro por su casa, unos animales preciosos, no muy sociables, pero tampoco peligrosos como los coyotes de San Francisco. El día 2 de mi viaje, me levanté, desayuné con los demás, que se iban pronto a trabajar, y eché a caminar siguiendo la traza del autobús 26, todo a lo largo de la Hackney Road hasta desembocar en la Shoreditch High Avenue, que gira ligeramente hacia el sur en dirección al London Bridge. Ya saben que uno de mis entretenimientos favoritos es caminar a la deriva por una ciudad grande, explorando el territorio y observando a la gente, los escaparates, los autobuses, los buzones de correos o los semáforos. Esto es algo muy variado y entretenido si la ciudad es grande y Londres es una de las ciudades más grandes de este mundo occidental en el que hemos tenido la buena suerte de nacer.

Hace años lo sintetizaba el gran Stevie Wonder en este tema de su época más brillante: Living for the city. Es acojonante que hayan pasado ya 50 años desde este tema fastuoso, que a mí me encantaba en su tiempo. Wonder tenía entonces 23 añitos y estaba en la vanguardia más exquisita de la música rock. Yo le vi actuar años después en Madrid, en donde estrenó su tema I just called to say I love you, que ya pronosticaba una deriva hacia mundos más comerciales. Después vino lo de si bebes no conduscas y el tipo no tardó mucho en retirarse. Ahora con 73 años, imagino que sigue viviendo de los derechos de autor de sus muchas canciones compuestas en aquellos años dorados. El vídeo es largo y, puesto que no tiene imágenes, les aconsejo que se la dejen de fondo: reproduce muy bien el bullicio de barrios como los que les voy a describir después.

Bien, siguiendo mi camino, rebasé la zona de Spitalfields, y me fijé en una galería de techos abovedados con numerosos bares y terrazas, bastante concurrida a esas horas. Se llama el Leadenhall y entre los bares localicé uno francés en donde me senté a tomarme un café-crème con un croissant digno de las panaderías de París. Unas imágenes del Leadenhall Market.



Continué hacia el sur y, ya cerca del río, me encontré el gigantesco obelisco que conmemora el gran incendio de Londres del que les hablé el otro día. Es altísimo y, como todos en esta ciudad, está encajonado entre los edificios, no tiene un espacio circundante o una perspectiva que lo dignifique, como los que existen en Paris. Parece que se puede visitar por dentro, donde tiene una escalera que remata en un mirador pero, cuando yo pasé estaba cerrado y un cartel en la puerta remitía a la página de Internet para ver los horarios. La estación de Metro de la zona, se llama significativamente Monumento. Seguí adelante y crucé el London Bridge, en donde me hice un selphie, que pueden ver debajo de la foto del Monumento.


Ya al otro lado del río, bajé unas escaleritas y estuve un buen rato callejeando por esta zona londinense plagada de pubs, galerías de arte y centros culturales. Desemboqué luego junto a la estación de tren London Bridge, a cuyo costado se erige el rascacielos del Shard. Me habían hablado de subir hasta la balconada superior desde la que se ve una panorámica impresionante de la ciudad. Pero, llegado a la puerta, me disuadieron dos circunstancias. Tendría que hacer una cola de hora y media, según me especificaron los vigilantes de la puerta. Y la cosa costaba 32 libras, o sea unos 40 euros. Decidí pasar de momento del tema. Me gusta mucho subir a sitios altos para ver desde arriba el trazado de las ciudades y comprobar que los planos parcelarios son verdad. Pero turistadas, las justas, porque no me gusta ni que me estafen ni las aglomeraciones de turismo tóxico o pedorro.

Continué pues mi camino y arribé al Borough Market, un enorme mercado de alimentación, permanente y no callejero, también cubierto y que empezaba a tener una animación muy grande porque los londinenses empiezan a comer a las 12.30pm. Me tiré un rato viendo los puestos en los que se vendía de todo, intercalados con lugares de comida para llevar y bares para tomarte una pinta. Me empezaba a entrar hambre con tanta vista de comidas, así que paré en un puesto donde me pedí una especie de tosta con tomate, mozarella y rúcula que me despachó un hindú y que estaba muy buena. Localicé entonces un bar en el que se servía Estrella Galicia con el clásico grifo de cerámica de Sargadelos. Allí, una chica rubia muy joven y amable me atendió enseguida y me puso una pinta.




El bar estaba casi vacío, porque los currantes de las oficinas del entorno comen apenas un sándwich y han de seguir trabajando luego, por lo que lo suelen acompañar con agua o zumos. Eso me permitió pegar la hebra con la chica que estaba bastante desocupada. Le conté que esa cerveza se fabrica en mi home-town, que yo visité la fábrica de niño con el colegio y que, sin duda, es para mí la mejor cerveza del mundo. Ella me dijo que la Estrella Galicia le parecía demasiado amarga, que prefiere la Peroni. Se llamaba Chloe y era australiana. Había venido a Londres a estudiar en una escuela de negocios y trabajaba para poder vivir en esta ciudad tan cara. Le pregunté si añoraba volver a su tierra. Me contestó que absolutamente. Que Londres es una maravilla para una temporada, pero que tiene un clima de mierda, que lo que más echaba de menos de su tierra era el calor y las enormes playas solitarias.

A estas alturas ya se habrán dado cuenta de que mi conocimiento del inglés, gracias a Ed, es ya bastante bueno y me permite entenderme por la calle con casi todo el mundo. En estos primeros días me vine arriba en este aspecto, pero luego algunos pequeños incidentes y malentendidos me pusieron otra vez en mi lugar. Seguí caminando por este agradable barrio al sur del Támesis y llegué al Shakespeare Globe, un teatro que se ha reconstruido exactamente para reproducir las condiciones de los teatros en los que Shakespeare representaba sus obras. Por cierto, si no la han leído, les recomiendo la novela Hamnet (Maggie O’Farrell, 2020), un libro maravilloso en el que se describe ese ambiente. Además del auditorio al aire libre, tiene un museo y una biblioteca que se pueden recorrer por un precio moderado, pero me encontré que el lugar estaba también petao de turistas pedorros, a pesar de ser un martes por la mañana. Esto del turismo masivo es como una pandemia.

De todas maneras me pude informar de que por las tardes hay representaciones, que hay entradas de pie para estar en el foso a precios entre 5 y 10 libras y de que no suele haber problemas para sacarlas un rato antes en días entre semana. Y me enteré también de que una de las obras que se estaban representando hasta final de octubre era Macbeth. Desde allí caminé hasta el cercano muelle del Támesis y decidí coger el barco turístico que se llama el Uber Boat. Es algo que quería hacer también. Lo cogí en dirección Este, hacia la desembocadura del río, ida y vuelta, un trayecto que se lleva en total algo más de una hora. La penúltima parada es en Greenwich, por donde pasa el meridiano, un nombre que no se pronuncia como ustedes se creen, sino algo así como grinich. Algunas fotos del trayecto fluvial.




Nada más subirme en el barco, un inglés a mi lado, que también viajaba solo, me dijo algo que no entendí de primeras, señalando a mi espalda. Primero creí que era alguna especie de timo, pero el tipo insistía y entonces entendí que me decía algo de un pájaro, señalaba el cielo y repetía right now, ahora mismo. Me dio un vuelco el corazón cuando intuí lo que me estaba intentando explicar, me quité rápidamente mi abrigo de skater y comprobé lo que me temía: en el exterior de la capucha había una cagada gigantesca, tipo cigüeño, todavía fresca y deslizándose. Al ver la cara de desolación que puse, mi amigo me dijo: no se disguste, hombre, eso dicen que trae buena suerte. Mientras sacaba un kleenex para intentar remediar el desaguisado, le contesté que yo no quería tener más suerte, que me bastaba con mantener la que voy manteniendo hasta ahora, respuesta que le suscitó una gran carcajada. Yo no puedo decir lo mismo –cerró la conversación.

De vuelta al embarcadero, rebasé el Shakespeare Globe y me dirigí a la Tate Modern, comprobando por primera vez otra característica típicamente londinense: aquí los museos son gratis. Un gusto. El edificio del museo es una maravilla, está formado por dos edificaciones, una de ellas construida sobre una antigua factoría industrial, unidas ambas por pasadizos en altura. Pueden encontrar fotos en Internet, mejores que las que yo pude hacer con el día ya anocheciendo y todo el tiempo con una lluvia persistente. No soy yo muy de museos, pero este lo quería visitar preferentemente. Las colecciones permanentes tienen un montón de arte actual de los cinco continentes y resulta abrumador, aunque yo este tipo de arte contemporáneo no lo acabo de entender completamente.

Yo me quedé en Picasso y los cubistas. De lo de después, apenas Rotcho y Pollock (este sólo después de ver la película sobre él, con una interpretación sobresaliente de Ed Harris). Pero el lugar es muy agradable, no está demasiado lleno de turistas y me pasé allí mis buenas dos horas. Después regresé sobre mis pasos a través de la zona de tabernas y pubs, muy concurridos a pesar de la lluvia, subí la escalera al puente y caminé hasta la parada del 26 en Camomille Street, para volver a casa. Cuando les conté a mis anfitriones todo lo que había hecho en mi primer día completo en Londres, me dijeron: Si ya lo has visto todo, ¿qué vas a hacer los demás días? Acompañé luego a Lucas hasta un Lidl en donde tenía que hacer compras, atravesando por primera vez el barrio de Hackney Wicks que me pareció precioso. Nos cenamos unas salchichas bratwurst recién compradas, con puré de patatas y nos fuimos a dormir. Y eso fue todo en mi segundo día de aventuras.

El miércoles, desayuné en casa, volví a coger el 26 hasta Camomille street y repetí de café en el bar francés de Leadenhall Market, esta vez con un pain-au-chocolat. Caminé entonces sin cruzar el río, hasta llegar al castillo conocido como la Torre de Londres. Era ya un poco tarde y las colas de nuevo monstruosas, así que me limité a recorrerlo por fuera. Es lo que más quería ver, porque he visto ya muchos palacios reales y el que más me ha gustado sigue siendo el de Madrid. Crucé luego a ver el famoso puente, que tal vez sí visite por dentro alguno de estos días. Y volví sobre mis pasos. Pero antes vean algunas imágenes del lugar.





Me acerqué entonces a un lugar que se conoce como el Garden at 120. Es un edificio de 15 plantas, en pleno centro de la zona de rascacielos de la City, a cuyo techo se puede subir gratis. Hice una cola de apenas 10 minutos y subí a ver el panorama. Les pongo algunas de las vistas que tomé, incluyendo una en la que asoma un edificio hermano de la torre Agbar de Barcelona y un detalle de alguien trabajando en una de las oficinas en un ambiente bastante Blade Runner.  




Continué mi ruta hacia el Oeste en paralelo al río y llegué a la catedral: la Saint Paul Cathedral. También la recorrí por fuera, ya saben que no me gusta tener que pagar por ver iglesias, pero además no tenía tiempo porque debía de coger un Metro para mi cita del mediodía. Pero antes tomé un par de fotos de la catedral y otra de un pequeño memorial en honor a los caídos en la Segunda Guerra Mundial que pertenecían al cuerpo de pilotos de combate, cuyos nombres están grabados en el pedestal y son muchísimos. En la escultura, uno de ellos parece señalar a sus compañeros: por ahí, por ahí viene el enemigo.



Enfrente mismo de la catedral cogí el Metro, la línea Circle, y me desplacé hacia el Oeste, casi fuera de Londres, al barrio de Ealing Broadway. Allí había reservado para comer en el restaurante Rayuela. Recuerden una historia que les conté. En julio fui con mis amigos Críspulo y Henry Guitar al Festival de Blues de Béjar. Para acudir a las actuaciones habíamos comprado sendos abonos, que al llegar se materializaban en una pulsera de plástico que nos permitía entrar y salir cuantas veces quisiéramos de la plaza de toros donde tenían lugar los conciertos. Y durante los días del festival, nos tocó ver a algunos músicos particularmente cansinos o que no nos interesaban especialmente (yo iba casi exclusivamente a ver a Vanessa Collier y a Tommy Castro). Cuando eso sucedía, nos salíamos a beber y comer raciones al bar que estaba al lado, llamado El Nido de Susi, que tenía cosas muy ricas, buena atención y una terraza estupenda.

Tanto entrar y salir, hicimos amistad con la Susi del nombre. En algún momento yo le pregunté cómo era que llevaba ese negocio tan grande ella sola, con dos o tres camareros a sus órdenes. Me contó que había montado el negocio con su hermano; que luego el hermano se había ido a Londres a ayudar a un amigo al que no le iba muy bien con el bar que había montado, que luego el amigo se desanimó y se volvió, pero su hermano ya se quedó. Yo le conté que probablemente viniera a Londres en octubre (por aquel entonces mi hijo no había encontrado trabajo aquí y seguía viviendo en Lille, pero yo confiaba ciegamente en que lo conseguiría). Entonces me dijo que no dejara de visitar a su hermano, que el restaurante se llama Rayuela y su hermano Pedro Cubino; son primos del ciclista ya retirado Lale Cubino, tal vez el bejarano más ilustre. Le prometí hacerlo. El último día, ya como a las cuatro de la mañana, me dijo que tenía las piernas muy cargadas después de una jornada agotadora. Y entonces le enseñé a hacer diversos estiramientos, para sorpresa de mis amigos, y me dijo que, efectivamente, la aliviaban bastante.

Así que yo busqué el Rayuela, que está en una zona de la periferia, muy próxima ya al aeropuerto de Heathrow, y que tiene un centro peatonal bastante agradable, donde está el restaurante. Me recibió un chaval bastante joven y la conversación fue como sigue. Good morning, I have a reservation for one person, OK you can sit down where you want. ¿Hablas español. Sí, claro. Y te llamas Pedro Cubino… No, Pedro es mi socio, que está allí al fondo en la cocina. Vale, yo me voy a sentar aquí y voy a comer, pero haz el favor de decirle a tu socio que lo quiero saludar y le traigo recuerdos de su hermana Susana. El tipo ahuecó la mano para gritar hacia el fondo: ¡¡Pedro, que aquí la policía pregunta por ti!! El hombre miró con curiosidad, pero al ver mi aspecto y mi sonrisa se tranquilizó.

El restaurante tiene una fachada estrecha y es alargado, con dos filas de mesas a los lados y la cocina abierta al fondo y separada por un mostrador donde los cocineros van poniendo los platos. Es un espacio coqueto y decorado con mucho gusto hasta el último detalle, un poco en la línea de los restaurantes nuevos, como La Llorería de mi amigo José. Tenían un menú del día de 22 libras en el que escogí unos pimientos de Padrón y un plato de calderillo, que es una especialidad bejarana. Yo lo acompañé con un doble de cerveza Alhambra de presión y una copa de rioja de la casa, lo que me subió notablemente la cuenta. Ofrecen exclusivamente cocina española, aunque sus clientes son cien por cien ingleses, pero que adoran nuestra gastronomía que conocen de veranear en nuestras playas.

Pedro es un cincuentón, pero yo no lo identifiqué porque Susi no me dijo si era su hermano mayor o el más pequeño. Cuando cerró el local a las tres, hicimos una larga sobremesa y me contó su vida. Efectivamente, había venido a Londres a ayudar a un amigo, pero inmediatamente se había enamorado de la ciudad, donde llevaba ya once años. Primero tenía un coffee shop, que se mantiene al lado y que se llama Reineta. Como les iba muy bien y estaban haciendo ya un capitalito, decidieron invertirlo todo en el restaurante, que lleva abierto año y medio. Y, si un día se ven otra vez fuertes, repetirían la jugada abriendo una coctelería. Me dijo también que vive solo, que Londres es muy caro, pero que él ya no tiene edad para compartir piso y que su casa está entre el restaurante y el aeropuerto. Y que no se plantea otra alternativa que la de seguir en Londres, donde está muy a gusto.

Hablamos largo y tendido y antes de despedirme, le pedí que nos hiciéramos unas fotos para que se las mandara a su hermana él, puesto que yo no me quedé con su número de móvil. Como imagino que la chica hará amigos durante todo el año y tal vez no me recuerde, le pedí que le especificara que se trataba del tipo que le enseñó a hacer estiramientos. Nos hicimos las fotos, me dio un taco de tarjetas del restaurante para que las reparta por ahí, nos dimos un abrazo y me volví al Metro. Abajo les pongo las fotos y una de la tarjeta, por si vienen a Londres y quieren comer comida española de calidad. Les diré también que tomé el Metro hasta el centro de la ciudad, que en Liverpool Street subí a coger el 26 y que llegué a casa ya anocheciendo. Mi tercer día de viaje lo terminé invitando a cenar a Lucas y a su chica en un restaurante tailandés de comida muy picante, en el cual, contra mi costumbre, tuve que pedir que me pusieran en un túper la mitad de mi curry, porque estaba muy lleno del calderillo del mediodía. Sean felices.



2 comentarios:

  1. Si, como dice, no le entusiasma el arte contemporáneo, creo que debe usted ver la Tate Britain, especialmente las maravillosas acuarelas de Turner. Y, como arquitecto que es, debería ir a dar una vuelta por el Barbican Quarter, el barrio reconstruido después de la guerra que es un gran ejemplo de lo que se llama el brutalismo.

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    1. Muchas gracias por sus recomendaciones. Como comprobará pronto, seguí la segunda de ellas visitando el Barbican, que es extraordinario. La Tate Britain queda para un viaje posterior, lo mismo que el British Museum o la National Gallery. He estado muy ocupado en estos días y Londres es una ciudad muy amplia, que requiere tiempo para dominarla.

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