jueves, 19 de octubre de 2023

1.252. ¡Terviseks!

Pues aquí me tienen en medio del cargado programa que les detallé al final del post anterior. Por suerte, he encontrado un hueco para escribirles un post, gracias a que mi amigo y profesor de inglés Ed ha tenido que cancelar la clase de hoy por una cita médica. Así que estoy refugiado en mi casa con el bueno de Tarik, dado que hoy está lloviendo si Dios tiene qué, expresión que solía usar mi padre y que se la brindo al Ateo Piadoso para que la incluya en su diccionario de dimes y diretes que tantas entradas debe ya de tener. Mis actividades de esta semana son el preludio de mi salida para Londres el lunes que viene, viaje del que ya voy teniendo un programa más o menos esbozado, a pesar de que los pronósticos anuncian que estará casi todo el tiempo lloviendo si Dios tiene qué.

Para iniciar el relato de los días transcurridos desde mi post anterior, empezaré por reseñar la visita inesperada de mi amigo Alfred, seguidor ilustre del blog, que me llamó el viernes pasado cerca del mediodía, para decirme que andaba por abajo, en el entorno del Reina Sofía. No teniendo yo otros compromisos en ese momento, acordamos aprovechar la hora para ir a comer en las Bodegas Rosell, donde nos apretamos sendas raciones de bacalao al horno, después de unos entrantes no menos contundentes y todo ello acompañado con buena cerveza de presión. Tras tan grata colación y sobremesa, lo que correspondía era la reglamentaria siesta, asunto que solucionamos subiendo a mi casa, en donde Tarik Marcelino hizo buenas migas con el visitante, como pueden ver en la imagen de más abajo, al pie del selfie que nos hicimos en la terraza.


Tarik es fotogénico y lo sabe, como muy bien ha observado mi amiga África, a la que le tocará quedarse con él durante mi estancia en Londres bajo la lluvia. Por lo demás, la visita de Alfred fue el preludio de un finde bastante tranquilo. El domingo acudí a una sesión mañanera de yoga, que esta vez no continué con el habitual desayuno en La Casa de las Torrijas, sino que lo sustituí por un café y una tostada con tomate en el Four, un café muy agradable que está en la Plaza del Biombo, un recóndito lugar del centro a cubierto de la avalancha de turistas, en donde casi siempre hay sitio y se puede uno obsequiar con diversas delicatesen, sacar el ordenador portátil y quedarse por allí todo el tiempo que se quiera, atendido por una panda de chavales jóvenes, alternativos y tranquilos de diferentes nacionalidades. Un lugar delicioso que les recomiendo visitar.

El motivo del cambio de bar radicaba en que luego quería pasarme por la Biblioteca municipal Iván de Vargas, en la calle Sacramento, para ver la exposición de acuarelas de mi amiga Sonia de Gregorio. La reforma de la antigua Casa de Iván de Vargas está hecha con mucho mimo y buen gusto, organizando las diferentes plantas en torno al llamado Patio de los Magnolios, un espacio central angosto en el que dos magnolios posiblemente centenarios pugnan por subir a recibir la luz solar adoptando una forma poco habitual en esta especie arbórea. Las acuarelas de Sonia son catorce, todas de pequeño formato, sobre paisajes recordados de sus viajes a Italia, que dibuja con un enfoque subjetivo que en ocasiones le lleva a una forma de abstracción. La expo se distribuye en las propias ventanas que dan al patio y realmente creo que merece la pena visitarla. Aquí tienen el cartel de la muestra.

Con el ánimo confortado tras una mañana plena de experiencias exquisitas, regresé a casa para comer y dar una cabezada. Porque después me tocaba bajar a sumarme a la manifestación de protesta contra los bombardeos israelíes sobre Gaza. No es que me sintiera totalmente concernido por esta muestra unidireccional de repulsa de la guerra que se está montando, teniendo en cuenta que el tema en España se ha politizado, de forma que la izquierda apoya a los palestinos, mientras que la derecha y la ultraderecha apoyan a los israelíes. Yo hubiera preferido manifestarme por la paz, el alto el fuego inmediato y la creación de dos estados que puedan convivir, aunque desconfíen entre ellos. Pero me llamaron diversos amigos para que me sumara y, dado que la marcha empezaba a unos cien metros del portal de mi casa, no encontré excusas para escabullirme. Vean el cartel de la mani. 

Lo cierto es que había muchísima gente, más de la que yo esperaba. Pero era un personal de únicamente cuatro perfiles, como muy bien diagnosticó mi querida África, que en estas cuestiones es afilada como un bisturí: la manifestación se componía de A perro flautas, B viejos comunistas, C viejos a secas y D musulmanes a cascoporro. Es exactamente lo que había. Los musulmanes, vestidos a su manera habitual, es decir, los hombres con cómodos chándales y las señoras con pañuelo a la cabeza, formaban el subgrupo más numeroso. Yo me encontré a mis amigos pero luego me perdí de ellos, lo que aproveché como excusa para retirarme rápido, que tenía yo que dedicar tiempo a prepararme mi conferencia del martes. Pero me gustó encontrarme con mis amigos de dos generaciones, con los que me hice algún selfie para dejar testimonio de que, al menos durante un rato, estuve por allí apoyando. 

El lunes me pasé casi toda la mañana en la ETSAM, adonde acudí en coche para escuchar la lectura de tesis de mi amiga Eva Gil, que desarrolló una brillante presentación sobre la historia de los dispositivos electrónicos y su aplicación al diseño arquitectónico y urbanístico. Es curioso el concepto de shrinking, encogimiento, que estos artilugios han sufrido, desde los primeros computadores que requerían una gran habitación para ellos (como los que salen en el film 2001, una odisea del espacio) hasta los actuales I-phones. Como yo no soy ni siquiera doctor arquitecto, no le pude hacer algunos comentarios, pero se los he mandado luego por escrito, por si le sirven de algo, en caso de que su tesis se convierta en un libro. Por ejemplo, que, para ese proceso de shrinking fue clave la aparición de los minúsculos micro-chips y que estos artilugios pudieron fabricarse a partir del descubrimiento de los semiconductores.

Cuando yo empecé a estudiar la carrera en 1968, los semiconductores ya se habían descubierto y empezaban a mostrar el potencial de sus aplicaciones. Pero en la Escuela de Telecomunicaciones, el viejo catedrático de Tecnología se negaba a reconocer ese fenómeno emergente. Por el contrario, decía que eso era imposible y que los semiconductores eran arte de brujería (sic). Como las cátedras en este país son vitalicias, al tipo no lo podían echar, había que espera a que se jubilara. Mientras tanto, el claustro decidió que otro profesor explicara a los alumnos los semiconductores durante el primer trimestre del curso, mientras el viejo cátedro esclerótico les machacaba durante el resto del curso con sus enseñanzas antediluvianas. Estas cosas resultan difíciles de creer ahora.

El mundo ha cambiado un montón, en estas décadas frenéticas que hemos tenido la suerte de vivir en paz. Ahora, el último refugiado saharaui, gazatí o ucraniano, dispone de un móvil de última generación, aunque no tenga para comer, lo que le permite estar conectado con el mundo. Para mí esto es un adelanto, aunque también es cierto que con ese dispositivo te tienen localizado y te pueden enviar un pepinazo en forma de misil que te acierte de lleno en el cocoroto. Esto lleva a la gente de mente más paranoide a pensar que están permanentemente vigilados, algo que les inquieta. No es mi caso, ya ven que yo lo canto todo, tal vez porque no tengo nada que ocultar, e incluso me siento más protegido por el hecho de que mi historial clínico o académico esté por ahí en la nube, lo que puede facilitar que me ayuden si tengo necesidad de ello.

Más me jode el hecho que denuncia el filósofo coreano/alemán Byung Chul Han, en su libro Infocracia, cuya lectura les recomiendo encarecidamente: que al facilitarnos un terminal a cada ser humano, nos han convertido en consumidores compulsivos de información, recibida en tiempo real. Ya no podemos vivir sin el móvil, como demuestra el triste final del chico cordobés que se quedó sin batería y no supo cómo valerse para volver a casa. ¿Será creyente su familia? En tal caso, ¿cómo explicarán que Dios haya tomado esa decisión cruel sobre un chaval que era modélico? Los musulmanes dicen que Alá es siempre justo y que lo que pasa es que a veces no entendemos sus designios. En fin, sin comentarios.

El martes, después de mi clase de inglés, me maqueé adecuadamente en modo conferenciante y acudí a la Torre Norte del Real Madrid. Allí, en el piso 33 (la torre tiene 57) está situado el restaurante Elkar, en cuyo vestíbulo estaba preparada la gran pantalla a la que yo debía conectar mi ordenador para recibir al grupo de promotores inmobiliarios, arquitectos y gestores urbanos de Estonia, que mi amigo Werner está pastoreando por Madrid durante toda esta semana. Cuando llegué, había ya un par de estonios gigantescos y con la nariz colorada. Al parecer, la noche anterior se habían pillado un pedo monumental y por la mañana no había habido forma de despertarlos para que se sumaran a las visitas del día, de modo que venían directamente al restaurante, en donde lo primero que hicieron fue pedir una botella de vino tinto para los dos, de la que empezaron a dar cuenta, mientras yo instalaba mi ordenador, lo conectaba a la pantalla y probaba mi presentación.

Llegó por fin el grueso de la delegación estonia, con Werner cerrando el grupo. Di un paso al frente y me presenté como el speaker, a lo que respondieron sonriendo y diciéndome nice to meet you, pero sin darme la mano, debe de ser lo habitual en esas gélidas tierras. Los estonios son primos hermanos de los finlandeses pero, no sé si por los años de dominación rusa y antes alemana, son gente bastante fría. Es lo opuesto al temperamento latino. Todos son unos armarios de buen tamaño, con aires de luchadores de lucha libre, ojos invariablemente grises que parecen reflejar las estepas de su tierra, y beben como cosacos. Por cierto, el grupo sería de unos veinte, entre los cuales había unas cinco mujeres, todas de edades medianas. Les conté mi presentación, sobre los nuevos barrios que van a surgir en la operación Nuevo Norte y también les expliqué someramente el proyecto Bosque Metropolitano.

Aguantaron estoicamente mi hora de charla e hicieron algunas preguntas sobre cómo se iba a solucionar el suministro de agua en ambas operaciones, algo muy típico de estos grupos que vienen de lejos con la idea, no del todo equivocada, de que aquí estamos en pleno desierto. Lo que nos llevó directamente al restaurante, en donde nos sentaron a Werner y a mí en los extremos. Empezaron con el vino e inmediatamente rompieron a hablar en estonio muy animadamente, sin consideración alguna con los dos anfitriones que no sabemos una palabra de ese idioma. Creo que unos latinos nunca hubieran hecho eso. A ratos miraba a hurtadillas a Werner, que todo el rato estaba consultando su teléfono móvil sin hablar con nadie. Pero yo no me doy por vencido en estas situaciones, así que forcé a mis vecinos más próximos a contestarme algunas preguntas en inglés y acabé confraternizando con alguno, especialmente con un arquitecto que se llama Allan Tull, con el que intercambié tarjetas.

Supe así que Estonia tiene en total millón y medio de habitantes y que tiene cuatro ciudades principales. Tallin, la mayor, donde se concentra el 40% de la población, es la capital administrativa, yo la he visitado y he cogido desde ella el ferry a Helsinky, al otro lado de la embocadura del golfo de Finlandia, en cuyo extremo interior oriental se sitúa San Petersburgo, conformando un triángulo mágico de ciudades maravillosas. Luego están Tartu, el mayor centro universitario del país, Parnu, en la costa sur, que es el lugar de veraneo y playa y por último Narva, al norte de la frontera con Rusia, donde se concentran las tropas de la OTAN que protegen el país de su vecino más feroz y poderoso. El resto del país es una estepa bastante improductiva, por un clima que impide la agricultura o la ganadería extensivas. Es en cambio un país puntero en tecnologías de la información.

Cuando nos sirvieron los primeros vinos, les propuse un brindis y les pregunté cómo se decía ¿prosit?. Con cierto sonrojo, Allan me dijo que no, que eso era ruso. Yo creo que es más bien alemán (los rusos dicen nash darovia), pero no quise contradecirle y le pedí disculpas. Me contó entonces que en Estonia se brinda diciendo ¡Terviseks! Me explicaron también que el significado de esa exclamación es algo así como ¡al diablo!. O a la mierda. O a tomar por culo. Me interesé también por saber si yo podría viajar a Tallin y pasar de allí a San Petersburgo. Me dijeron que necesitaría un visado, desde luego , y que la situación varía de mes en mes. Normalmente, no es muy difícil cruzar a Rusia, lo que es a menudo muy complicado es volver de allí, así que el capricho te puede salir caro. Todos me señalaron a un ingeniero, del que me dijeron que trabaja al otro lado y entra y sale sin dificultad porque la especialización que él ofrece se considera muy valiosa y procuran no molestarle.

Al final hablé también un rato, mientras esperaban su autobús, con Virve, la rubia teñida de amplias carnes que parecía comandar el grupo. En un momento dado empezó a hablar en español. Ante mi sorpresa, me dijo que ella vive hace muchos años en Denia, donde regenta una agencia que organiza viajes a sus compatriotas por nuestro país. Le dije que seguramente sentiría nostalgia de volver a su tierra. Me contestó que para nada. Y añadió: yo soy más cálida. Efectivamente, aquí el clima es más benigno, le dije. No me refería al clima, cerró la conversación. Yo ya sabía a qué se estaba refiriendo, sólo quería asegurarme. Tomaron ellos el autobús para continuar el tour por la ciudad, y yo bajé al Metro para volver a casa, donde luego tenía sesión de Billar de Letras, que esta vez no fue especialmente interesante.

Ayer miércoles por la mañana, cogí el coche para ir a recoger los análisis que me había hecho. Estas cosas siempre las abordo con cierta inquietud, a la espera de que un día mi suerte se quiebre, pero no fue esta vez: los resultados son excelentes, estoy como un león y la suerte me ha dado una tregua o prórroga de un año más. Ya en casa, bajé a un chino de mi barrio a pedir que me cambiaran la batería del móvil, para evitar lo que me pasó en mi último viaje a París, que debía salir por la mañana con el cargador, porque a mediodía ya se me había agotado la carga. Mientras me lo reparaban me acerqué a tomarme un manzanilla en La Venencia y tras recoger el móvil me fui al Ricla, en donde me habían anunciado que la madre había cocinado calamares en su tinta con arroz, a lo que me apunté con entusiasmo. Terminé este día venturoso con mi clase  de guitarra en Palomeras, la última antes de mi viaje. Y dejé en la academia la guitarra eléctrica, por si Henry la quiere utilizar en estos días.

Esta mañana, al fallarme la clase de inglés, me he puesto a escribir para ustedes, tarea que he interrumpido dos veces. La primera, para bajar a ponerme la vacuna contra el Covid y la gripe, para lo que he tenido que recurrir al paraguas si no quería calarme al recorrer los cien metros que me separan del Centro de Salud. En el portal de al lado, tres mujeres con bata blanca se resguardaban del diluvio mientras fumaban con fruición, como hace una buena parte del personal médico, que luego te recomiendan encarecidamente dejar el tabaco. La segunda interrupción ha sido para tomarme un par de tostadas con tomate y jamón, que luego tengo yoga de nuevo y he de acudir con el estómago no muy lleno. Antes de eso, a las 17.00 me conectaré on line con un seminario de la red C40 sobre vivienda asequible y ciudades inclusivas. Mi amiga Costanza me sigue pasando los enlaces a estos encuentros a pesar de estar jubilado.

Como ven, estoy entretenido con múltiples tareas, además de todo lo que implica la preparación de mi periplo londinense, que ya les iré contando. Con esta ocupación a tiempo completo, intento olvidarme de lo mal que está el mundo y de los problemas internacionales que nos abruman: Gaza, Ucrania, la posibilidad de que vuelva Trump. Desde nuestra atalaya aparentemente segura a pesar del diluvio, observamos todo ello con mucha desconfianza. La misma que muestra el presidente chino Xi Jinping, a quien no le interesa nada que el mundo vaya mal, porque necesita vendernos sus productos. Abajo les dejo de propina una foto de este señor, bastante explícita. Yo sigo teniendo mi móvil Huawei, que con la batería nueva va como un tiro, y aquí en mi refugio en el centro de Madrid, le digo a la situación: ¡Terviseks! Sean buenos.  

2 comentarios:

  1. Lo del cátedro negacionista de los semiconductores es increíble. ¿no se lo ha inventado usted por ventura?

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    1. No. Si encuentra usted a un ingeniero de telecomunicaciones en torno a los 70 años, que haya estudiado en la escuela de Madrid, se lo podrá confirmar.

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