miércoles, 10 de febrero de 2021

1.022. Tiempos infames

Tiempos infames y extraños estos que nos ha tocado vivir desde la irrupción del virus. Uno trata de mostrarse animoso, pero no siempre es fácil. Cuando inicié este blog hace más de ocho años, me impuse la obligación de ser positivo y optimista, porque ya las redes están llenas de cenizos y agoreros y yo no quería transitar por esa senda, entre otras cosas, porque a los tristes no los sigue nadie. La autocompasión es una pulsión destructiva que no te ayuda a superar los malos momentos y finalmente te termina por hundir aún un poco más. Casi todo el tiempo he mantenido ese tono alegre y desenfadado, lo que no me ha impedido analizar en profundidad temas de los más variados, pero sin perder casi nunca el buen humor. Pero hay veces en que te atrapa el bajón y, cuando te quieres dar cuenta estás en un agujero, del que hay que intentar salir cuanto antes. Yo he tenido mi pequeño bache, como les contaré, mi tiempo de fundido en negro, y he de reconocer que mi trabajo con los cuatro posts sobre Samantha Fish me ha ayudado mucho a sostenerme y contar con un punto de apoyo desde el que reiniciarme.

No es algo tan sencillo como parece, en estos momentos de encierro y aislamiento social, en medio de esta situación como en penumbra en la que, como definió con precisión mi amiga indonesia Tantri, el tiempo pasa despacio y deprisa a la vez. Por cierto, mi amiga me ha mandado una foto suya de un día en que ya no aguantaba más en Yakarta, esa ciudad que se hunde poco a poco en el mar, por lo que decidió subir con un par de amigos a una montaña cercana, para descomprimir archivos y respirar un poco de aire limpio. La foto es de antes de empezar la ascensión porque, me precisa, después estaba sudorosa y desarreglada. Véanla, y entenderán por qué me gusta tanto esta mujer que vive en las antípodas, en un país de una cultura tan diferente a la nuestra. Pero el estilo y la elegancia natural son universales y, si no me creen, vayan a ver alguna de las películas de Wong Kar-wai que se están reestrenando en estos días. Aquí la foto de marras.  

Pues en medio de este tiempo que transcurre deprisa y despacio a la vez, los sentimientos están tan al límite que una pequeña contrariedad puede inducir un giro en tu trayectoria que te jode y te hunde en el desánimo, sin que siquiera te des cuenta. A mí me sucedió justo el 12 de enero en un incidente del que conté en el blog sólo la parte buena, por ese prurito de no usar esta tribuna para dar pena ni regodearme en la autocompasión, ya saben: al blog se viene llorado. Ese día, poco después de la gran nevada de Filomena, salí a comprar al Alcampo unas cosas de comer que necesitaba, y regresaba con dos bolsas en las manos por el caminito que habían abierto los vecinos entre la nieve helada, por el centro de la calle Almadén, que es una cuesta abajo paralela a Huertas. Lo conté de forma veraz en su primera parte. Yo bajaba tan tranquilo por la calle, pisando con cuidado, pero en un momento dado pisé una placa de hielo con la pierna derecha, la pierna se me fue hacia adelante culebreando y me encontré en el aire en posición horizontal un segundo, como esos dibujos animados que miran con terror a la cámara antes de darse el batacazo.

Caí con toda la espalda, pero por un reflejo de proteger mis compras levanté los brazos hacia arriba y también la cabeza, por el mismo movimiento de protección. Caí, pues, sobre la espalda y el culo, pero no me di en cabeza, brazos ni piernas. Hasta aquí lo conté de forma veraz. Saben que soy corredor y que me he caído muchas veces. Lo primero que te viene a la cabeza en estas situaciones es un sentimiento de vergüenza, pero no había nadie en la calle que pudiera haberme visto. Enseguida, la mente se apresura a hacer un inventario de daños sufridos. Y a mí no me dolía nada de la zona golpeada. Pero sí tenía un dolor intenso en la rodilla derecha, en la que no me había dado ningún golpe. Eso tiene una explicación. A mí hace muchos años que me diagnosticaron una condromalacia de grado 3 en esa rodilla e incluso me dijeron que no podría seguir corriendo. Pero ya saben que soy cabezota y tengo recursos de corredor veterano. Por eso empecé entrenando muy suavemente, fortaleciendo las articulaciones rotulares y tomando Amedial-plus, que dicen los médicos que, para una dolencia como la mía, no vale para nada.

Los cristianos dicen que las cosas o se hacen con fe o no funcionan. Y yo hice todo ese proceso con muchísima fe y estaba, como saben, corriendo con total regularidad desde hace casi un año. La condromalacia grado 3 consiste en que la cápsula rotular se ha quedado tan fina como los codos de un jersey gastado, con agujeros incluidos. Y esa fue la pierna con la que hice el gesto raro al resbalarme, pero no me la golpeé al caer. Ustedes pueden entender que si se dan una hostia contra el suelo, con un jersey de codos gastados, los agujeros se amplíen aunque no se hayan dado precisamente con ese codo en el suelo. Eso es lo que me sucedió a mí. ¿Y qué fue lo que hice? Pues aquí entra también mi veteranía de corredor de fondo.

Primero me senté, comprobé el recuento de daños, probé a mover la pierna y vi que tenía todas las funcionalidades de la articulación en orden. Me levanté, recogí las naranjas que habían rodado cuesta abajo y caminé cojeando hasta mi casa. Nada más entrar, dejé la compra en el suelo y me apresuré a coger una bolsa de plástico, que llené con los hielos de las dos cubiteras que tengo en el congelador. Le di a la bolsa de hielo unos golpes enérgicos contra la encimera, cual si de un pulpo recién pescado se tratara, con la técnica que usan los expertos en cócteles para conseguir el efecto pilé (también puede servir para esto un paquete de guisantes congelados, pero yo no tenía). Me apliqué la bolsa de hielo picado en la rodilla, la sellé bien y la aseguré con cinta americana. Entonces recogí y ordené la compra, me hice la comida y me la comí tranquilamente.

Después me dispuse a echarme mi siesta de rigor, pero ya me quité la bolsa, que empezaba a churretear agua por la pata abajo. Tras la siesta, pasé a la fase B. Me di bien de traumel en la zona dolorida con la ayuda de mi secador de pelo, al máximo de temperatura y a todo lo que aguantara sin quemarme. Por la noche, repetí la jugada y al día siguiente. Estuve así varios días. No podía casi andar y veía las estrellas si tenía que bajar unas escaleras. Como no mejoraba, pasé a tomar ibuprofeno pautado, cada ocho horas, ya saben que es anti-inflamatorio. Y ya con la acción combinada del reposo, el traumel y el ibuprofeno, la cosa fue mejorando. Como debe hacerse cuando se toma ibuprofeno de forma continuada, cada mañana empezaba por tomarme un omeprazol para proteger el tracto digestivo. Días después, a medida que iba mejorando, pasé a tomar el ibuprofeno cada doce horas, al levantarme y al acostarme y luego suprimí el de la noche. Pero seguía sin entrenar.

Y aquí, igual que le preguntan a Samantha Fish, el periodista imaginario me dice: ¿y no se te ocurrió ir a un médico? Respuesta: no. ¿Y cómo así? Pues porque hay dos clases de traumatólogos, los antideporte, que me hubieran dicho sin dudarlo: deje usted de correr, y los deportistas, que me hubieran aconsejado hacer exactamente lo que hice; porque este es un protocolo que no me lo he inventado yo, es lo que cualquier deportista sabe que tiene que hacer ante una lesión menor. Si no hubiera funcionado, entonces sí que habría recurrido a un médico. Pero en este post nos estábamos refiriendo a otra clase de lesiones, las lesiones anímicas, y no se irán a creer que solamente por una afección menor de rodilla me iba a venir abajo, con todos los incidentes similares (y más graves) que he sufrido a lo largo de mi carrera de corredor.

Había más cosas. Además del incordio de tener que parar de correr, estaba el hecho de que la tercera ola del Covid remontaba hasta extremos que no se habían alcanzado desde marzo. Yo estaba yendo al edificio APOT de mi curre un par de veces por semana y tuve que dejar de ir, porque me dolía la rodilla. Además, el señor alcalde envió un comunicado interno a todos los funcionarios instando a que durante dos semanas se priorizara el teletrabajo para todos, como ya les conté. Entre medias, el covid afectó a un montón de gente cercana, desde parientes hasta la señora que viene a limpiar a casa. Se murieron por culpa del virus dos personas a las que apreciaba mucho. Así que todo me empujaba a encerrarme en casa y dejar mis actividades anteriores. Por si eso fuera poco, venía de casi un mes de tener la casa llena de hijos y tenía un poco la sensación del nido vacío. Y encima, el tiempo en Madrid lleva oscuro y cargado desde la nevada, el cielo está todo el día plomizo y casi no hemos vuelto a ver el sol. A mi no me importa que llueva o que haga frío, pero lo que sí me afecta es la falta de luz. Ya saben que en países como Noruega o Finlandia hay una alta tasa de suicidios debido a la falta de luz, a lo cortos que son los días la mayor parte del año.

Pero uno se encierra y no es consciente de los riesgos que comporta ese encierro. Los días se iban sucediendo. El 26 di mi clase en inglés para la Universidad de Lille, que fue todo un éxito y prometieron llamarme más veces. El viernes 29 a mediodía asistí a la lectura de la tesis de mi hijo Lucas, que salió a hombros por la puerta grande y ya es doctor. Y a las 5 de la tarde vi un concierto de Samantha Fish que se ofrecía de forma gratuita para celebrar su cumpleaños el día siguiente. Fue un concierto de una hora, ella sola en su casa con la guitarra acústica. Como ven, todo actividades para las que ni siquiera tenía que quitarme el pantalón del pijama (la parte de arriba sí, por el qué dirán). Esa misma noche, me llamó una de mis amigas colombianas, para avisarme de que al día siguiente firmaba libros Héctor Abad en la librería Tipos Infames.

Así de primeras le dije que no iría, que estaba encerrado en mi casa, que llevaba un tiempo sin salir y que, por primera vez en la pandemia, estaba de verdad asustado. Se quedó de piedra, me regañó enérgicamente y se echó la culpa por no haberme llamado en tanto tiempo. ¿Desde cuándo llevas sin salir? decía−, tienes que bajar a la calle, que te dé el aire; las cosas no están peor, no puedes venirte abajo después de casi un año de resistir. Le pregunté si ella iba a ir al evento y me dijo que no, que tenía otros planes y que además es amiga del autor y tiene todos sus libros dedicados de su puño y letra. Me hizo prometerle que iría y me insistió en que le dijera que éramos amigos.

A veces necesitas que alguien desde fuera te vea y te oiga para darte cuenta de que has cambiado. En esos días había salido alguna vez, al Alcampo o a la farmacia, pero con dolor todavía en la rodilla y refugiándome enseguida en casa. El sábado 30 estuve todavía dudando seriamente qué hacer. Pero me armé de valor y salí. Eché a andar por mi camino habitual cuando iba a las sesiones de Billar de Letras en formato presencial. Las calles estaban llenas de gente. Las terrazas abarrotadas. La calle Fuencarral, que no había visto desde la nevada (recuerden la foto con todos los árboles derrumbados), estaba a tope de actividad y con todos los restos recogidos. Si no te lo sabías y no mirabas para arriba a los árboles, parecía que no hubiera pasado nada (en las copas se veías algunas ramas tronchadas). Fue como una revelación, como descubrir de nuevo la ciudad, con su trajín cotidiano.

La librería no estaba muy llena de gente, tuve que hacer una pequeña cola. Héctor Abad estaba firmando pacientemente a todos los que se lo pedían, con una caligrafía cuidadosa, casi infantil. Le llevé dos libros que tenía desde hace más de una década y le conté que Angosta me había gustado por el componente urbanístico, porque era arquitecto. −¡Ah! −comentó−, igual que mi hijo. También le cité el nombre de nuestra amiga común y me dijo que le diera recuerdos suyos. Y charlamos un rato sobre las ciudades colombianas y sobre Madrid, una ciudad que le parece espléndida y para la que le conté que trabajaba. Abajo pueden ver las dos dedicatorias.


Pasé un rato muy grato y regresé caminando de nuevo. Y ya había roto el fuego. A partir de aquí reanudé el discurrir de mis actividades normales. El domingo 31 corrí por primera vez después del golpe, dentro de casa por supuesto (el Retiro va a seguir cerrado hasta marzo). Me apliqué hielo en la rodilla antes y después de correr 40 minutos, en vez de los 50 que estaba haciendo. Por la tarde me subí al FNAC, también andando, y me compré dos libros de Chris Offut, un escritor actual de Kentucky que cuenta historias de los desheredados del progreso en su tierra, esos garrulos que se supone que han votado a Trump. Los libros se llaman Kentucky Seco y Noche cerrada. El primero es de cuentos y toma el nombre del Kentucky Dry, el aguardiente que destilan en la zona con alambiques caseros, como en Galicia. El otro es una novela. Ya les diré si me gustan cuando los lea.

El martes 2 caminé hasta el restaurante Casa Tomás y entré en un bar por primera vez en este año. Mis amigos me recibieron con abrazos cariñosos, eso sí, con mascarilla. Comí estupendamente y volví también andando. El miércoles ya corrí 45 minutos y sin hielo. El jueves quedé con una amiga para dar una vuelta por el centro. En la plaza de Santa Ana había muchísima gente joven en las terrazas y se escuchaba hablar francés e inglés. Y vimos a más de uno arrastrando maletas con trolleys como en los viejos tiempos. Parece que Madrid es la única ciudad de Europa en la que se puede hacer eso ahora mismo y se ha convertido en la meca de los jóvenes de toda Europa, generando un tráfico de aviones que llegan repletos de chavales de todos los países, que vienen a pasar aquí dos o tres días para tomarse tranquilamente una cerveza en una terraza y descomprimir archivos. Alguien me comenta que la señora Ayuso está empleando en esta región la receta que Boris Jonhnson pretendía aplicar inicialmente a Gran Bretaña, hasta que se contagió él mismo, las pasó canutas y le entró la cagalera, lo que le llevó ya a adoptar las medidas que se tomaban en todo el mundo.

Lo cierto es que Madrid tiene una actividad callejera notable y que bares y comercios sobreviven gracias a ello. Veremos a ver cómo acaba. ¡Mira que si al final tiene razón la señora Ayuso, a la que llamamos en este blog La Cenacha! Si es así, yo estoy dispuesto a tirarme al suelo a sus pies y lanzarle azucenas y claveles, mientras le grito tres veces guapa. En fin, con mi amiga atravesamos Sol y seguimos por la Gran Vía hasta acabar en la plaza de España, donde subimos a la terraza del Hotel Riu, a ver el panorama desde arriba. Es espectacular, como comprobaron ustedes en el vídeo que utilizó José Luis Perales para concurrir a los Grammys. Luego a la vuelta recalamos en Casa Labra para una caña y una tajada de bacalao rebozado. 

El sábado ya saben que fui al cine. Y el domingo ya hice normalmente mis 50 minutos de carrera a buen ritmo, entrenamiento que he repetido esta mañana. Con una particularidad. Cuando estaba desesperado con mi rodilla, me llegó la propaganda de una rodillera china aerodinámica, fabricada con tecnología aeroespacial y diseñada por inteligencia artificial (nada menos). La encargué, me llegó el otro día, directamente desde Shenzhen, y la he estrenado esta mañana: es verdaderamente milagrosa, a este paso no me la quito ni para ducharme. Vean aquí una imagen del portento. Observarán que, además, llevaba la camiseta de my dream girl, lo que también ayuda a volar.

Vamos con la moraleja. Estamos viviendo unos tiempos infames. Tan infames como los tipos que dan nombre a la librería. Pero no se puede uno encerrar. Sin darme cuenta yo había caído en una rutina de miedo y aislamiento y esas rutinas se pueden convertir en crónicas. Y ese es un virus también muy malo, porque es un virus mental del que cuesta salir. Yo no era consciente del tema, tuvo que venir una amiga a darse cuenta de mi miseria para sacarme del hoyo. Ella sabe que yo entro a todos los trapos que me proponga y le sonó extraño que le dijera que no iba a ir a la librería porque tenía miedo. Yo estaba entonces protegiéndome de la soledad con mi relato en cuatro entregas sobre Samantha Fish y no era consciente de que tenía que recuperar mi vida normal. 

En cuanto a Samantha, ya les digo que ha venido a este blog para quedarse, porque es una fuente de inspiración para mí y genera noticias todo el rato. Desde el otro día hay una nueva: para los Premios del Blues de este año, que se concederán en junio, cuenta con una nominación como mejor artista femenina del blues. Como este año no tiene disco, está nominada para este galardón que valora el conjunto de su carrera. Como el que casi obtiene José Luis Perales en los Grammys. Sólo que Perales tiene 76 tacos y Sam 32. Sam es una estrella de futuro, como dice el título de esta imagen de sus manos.

Pero hay aun otra moraleja. Cuiden a sus amigos y amigas. Los amigos son clave en tiempos infames como estos, pero las amigas aún más. Yo tengo la suerte de tener muchas. En lo que he contado en este post han intervenido tres: la colombiana, la que subió conmigo al Hotel Riu y la que me acompañó al cine, de las que no digo ni las iniciales para preservar su intimidad. También me he referido a una cuarta, mi amiga indonesia Tantri. Y les voy a dejar con una quinta, un regalo para mis seguidores más fieles. De esta sí que voy a decir el nombre, por si eso ayuda a su promoción. Se llama Elena González del Pino y es escritora, bailarina, gimnasta y amante del yoga. Además de todo esto es una experta en narración oral, un arte que hace tiempo que no practicaba. Ahora ha decidido reanudar su producción de cuentos narrados, bajo el nombre En voz alta y pelo largo. Y ha empezado con un relato precioso de Carson McCullers, un personaje clave de la literatura norteamericana, de la que les hablaré otro día, para no alargar más este post. Siéntense para escucharlo y rodéense de silencio, no está a un volumen muy alto. De veras que merece la pena. Que lo disfruten con salud.


2 comentarios:

  1. Muy bien leído el cuento de McCullers, la narración oral es todo un arte, gracias por traer a esta nueva amiga tuya al blog a que desarrolle su habilidad.

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  2. De nada. El cuento es sensacional y, sí, está bien narrado, Elena sabe cómo hacerlo.

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