domingo, 10 de noviembre de 2019

884. Mdgscr 9: el final del viaje

Dediqué ayer la jornada de reflexión a escribir este texto y procedo a publicarlo antes de ir a votar. Y que nos pillen confesaos. El decimonoveno día de nuestro periplo tuvo poca historia. La ducha y el desayuno desmerecieron bastante de lo que esperábamos de un hotel tan bonito, construido en medio de una selva espesa. Salimos temprano a visitar el Parque Nacional de Ranomafana, al parecer el más valorado por las agencias de turismo. Resultado: estaba lleno de extranjeros pedorros. El principal interés de este parque son los animales pero, ante la avalancha de turistas que invaden su hábitat, lo que hacen los bichos es esconderse o subirse a lo más alto de los árboles. Hay verdaderas hordas de turistas arracimados alrededor de sus guías, que miran hacia arriba tratando de descubrir algún lémur. De vez en cuando, te señalan a un lugar donde con mucho esfuerzo consigues ver a lo lejos un lémur, apenas una sombra adivinada. Algo que ya no tenía ningún interés para nosotros, que los habíamos tenido comiendo en nuestra mano y subiéndosenos a la cabeza.

Encima nos tocó un guía con el que Alain nos pidió por favor que tuviéramos mucha paciencia, porque estaba aprendiendo español. Y les puedo jurar que no se entendía absolutamente nada de lo que nos decía. El chaval hacía un esfuerzo meritorio y soy consciente de que los idiomas se aprenden así, a fuerza de practicar, pero el esfuerzo que nos suponía a nosotros intentar entender algo de lo que nos decía, era algo que resultaba totalmente disuasorio. Entre unas cosas y otras, le pedimos a Alain discretamente que nos abreviara la visita al fastuoso parque nacional, que apenas tenía ya interés para el grupo. Así que volvimos al minibús, bajamos el puertecito y recuperamos la carretera RN7 en dirección norte. Hicimos una parada intermedia en Ambositra, un pueblo mediano donde comimos algo y recorrimos una hilera de tiendas de artesanías y souvenirs varios, en busca de regalos para nuestras familias y amigos.

Y por la tarde seguimos camino hasta llegar a Antsirabé, la ciudad en la que habíamos dormido el cuarto día de viaje y donde teníamos reservado el mismo hotel, el estupendo Flower Palace. Salimos en busca de la pizzería de nuestra primera visita, pero estaba cerrada. Y nos encontramos de noche, sin cenar y con todos los lugares cerrados o a medio cerrar. Hasta que encontramos un bar restaurante en el que los currantes ya se estaban yendo, vestidos de calle, pero desde el fondo un par de chicas (tal vez familia de los propietarios) nos animaron a entrar y salieron a buscar a los cocineros para decirles que volvieran y se cambiaran otra vez. Una cena de diez personas les arreglaba seguramente el día, si no la semana. Nos recalentaron unas sopas y nos apañaron algunos platos más que tenían por allí. Y salimos del paso, como siempre, con buena cerveza.

El vigésimo día, después del magnífico desayuno que nos ofreció el Flower Palace, nos dedicamos a ver algo de esta ciudad, en la que a la ida habíamos pasado prácticamente de largo. Visitamos primero dos talleres artesanos. En el primero, se dedicaban a la talla de figuras, joyas y abalorios en cuerno de zebú. La forma en que trabajaban, con toda clase de aparatos hechos con materiales de reciclaje, era admirable. En la tienda, yo vi enseguida un colgante de piezas de cuerno pulidas, que inmediatamente imaginé en la garganta de cierta persona y lo compré sin regatear, porque la jefa del taller me dijo que allí tenían precio fijo. Mis compañeros me miraron regular, ellos adoran el regateo, obligatorio en todo Madagascar, del que generalmente se sacan precios de menos de la mitad del que te ofrecen al principio. Pero a mí es algo que no me divierte. Y lo cierto es que en esa tienda ellos intentaron regatear y se acabaron yendo de vacío.

Vimos también cómo trabajaban unos virgueros que hacían bicicletas y triciclos en miniatura, utilizando piezas de viejas latas y otros materiales reciclados. Después nos dimos un paseo por la zona de la estación de ferrocarril, de la que sólo sale un tren los días pares y viene de vuelta los impares. Es el llamado Expreso Malgache, que hace un trayecto de 170 kilómetros hasta el puerto de Manakara, en la costa este, para lo que tarda nada menos que once horas. Es el único tramo que queda en servicio de una red que construyeron los franceses, con obreros chinos, obra que se paralizó tras la Segunda Guerra Mundial y la independencia. La estación es bonita, pero está medio abandonada, hasta el punto que descubrimos una familia de conejos que vivía en una de las terrazas y se les veía pulular desde abajo. Les pongo una imagen de la estación y otras de algunas casas de colonos franceses, ahora ocupadas por empresas, hoteles y entidades administrativas.





Fianaratsoa, Antsirabé y Antananarivo son las tres grandes ciudades del país, que conforman el eje central más desarrollado de la isla, enhebrado por la carretera RN7. Después de nuestro paseo por Antsirabé, tomamos otra vez el bus y seguimos hacia el norte en dirección a la capital. No les sorprenderá saber que paramos a comer en Behenjy, para degustar de nuevo el excelente foie gras del lugar. Nuestro vuelo Antananarivo-París salía a las 12 de la noche y teníamos muchas horas que llenar viendo la capital. Lo primero que hicimos fue subir a la colina en donde está el barrio alto, el asentamiento original construido por los franceses. Mis compañeros de viaje, que conocen Kenia, Tanzania, Etiopía, Senegal y otros países africanos, estuvieron de acuerdo en que Antananarivo es la más bonita de todas las capitales africanas que habían visitado. Realmente tiene un encanto especial. Lo mejor es que les ponga unas imágenes. La primera es la del recargado Palacio Presidencial, con un águila de dudoso simbolismo.








La última de estas fotos es de la catedral católica, del mismo estilo de las que ya les he mostrado de otras ciudades. El barrio alto de Antananarivo es muy bonito y da idea de cómo se implicaron los franceses en la construcción y el cuidado de la ciudad. Viendo estas imágenes y las de más abajo, me reafirmo en mi teoría de que la mayor putada que se les hizo a estos pueblos no fue la colonización. La colonización fue la segunda mayor putada. La peor y la más cruel de todas fue la descolonización, un movimiento perverso de occidente por el que se dejó a estos pueblos abandonados a su suerte, listos para matarse entre ellos en guerras interminables, o en manos de tiranos semianalfabetos. El deterioro de estas maravillosas ciudades coloniales lo demuestra.

Abajo les he reservado dos fotos más. La primera es de un edificio impecablemente racionalista, algo lógico, puesto que los franceses estuvieron edificando en la ciudad hasta 1939. La segunda es una panorámica en la que se ve el lago Anosy, un estanque artificial de gran tamaño en el centro de la ciudad. Fue construido, cómo no, por los franceses y le rodea un paseo peatonal muy animado. Y en primer plano, el estadio donde juega la selección nacional de fútbol, que el año pasado consiguió por primera vez clasificarse para la Copa de África de este año, en la que logró llegar a Cuartos de Final. Los jugadores fueron recibidos como héroes y el presidente-disc-jockey (el de las camisetas naranja) los puso como ejemplo para la juventud del país. 



Y ya que hablamos de juventud, en nuestro deambular por los barrios históricos, llegamos a un templete desde el que se presumía otra vista bonita de la ciudad. Allí se había montado el botellón de los viernes una pandilla de chavales de ambos sexos, que apenas superaban los catorce años. Tenían sus botellas de bebidas alcohólicas y un aparato de música que atronaba con ritmos afroamericanos. Estuvimos un rato con ellos. Y, de pronto, dos chicas tomaron la iniciativa y se marcaron un baile salvaje del que les hice la serie de fotos que ven abajo. Una maravilla. Las mujeres en estos países tropicales maduran sexualmente muy pronto, se ponen guapísimas y suelen llevar la delantera a sus compañeros varones siempre más tímidos. Por cierto, que entre los adolescentes y la gente más joven, a la ciudad se la llama simplemente Tana.






Tana tiene más o menos millón y medio de habitantes y es la típica ciudad del tercer mundo, con una contaminación altísima y un tráfico caótico, sin semáforos y con apenas algunos guardias urbanos superados por la situación. Bajamos de los barrios altos y nos costó bastante tiempo llegar al centro, en donde Alain nos quería enseñar el mercado central, una especie de Rastro gigantesco que se mete por todas las callejuelas como una hidra, una sinfonía de colores, gentes, ruidos, músicas a todo volumen, vendedores voceando sus mercancías, bocinazos, motos y tuk-tuks abriéndose paso trabajosamente por entre la multitud. Logramos aparcar en un extremo y nos dispusimos a dar un paseo hasta la punta contraria. Pero Alain nos rogó encarecidamente que no lleváramos nada de valor, ni dinero, ni móviles, ni nada. Que dejáramos todo en el bus. Así que no pude hacer fotos.

Yo estoy seguro de que podría haber llevado el móvil, he estado en lugares similares en Marruecos y en Siria y en Sri Lanka y en tantos otros países del tercer mundo, y ya saben que me manejo bien en estos entornos urbanos, en medio de las multitudes. No creo que este mercado sea más peligroso que la plaza de la Yemaa el Fna de Marrakech. Pero era el último día y el bueno de Alain no quería que se le estropeara una historia que le había salido tan bien. De todas formas, si buscan ustedes en Google-Imágenes “Mercado de Analakely” encontrarán cientos de fotos. Antes de subir de nuevo al bus, recorrimos la Avenida de la Independencia, una especie de Campos Elíseos muestra del urbanismo y la grandeur franceses. Allí, entre otros edificios oficiales, está el Ayuntamiento. Alain nos contó que el original fue incendiado por los estudiantes en 1970, en una revuelta en sintonía con Mayo del 68 y otros incidentes que se produjeron por todo el mundo en esas fechas. Y había costado muchos años reconstruirlo.

Se hacía de noche y decidimos poner rumbo al aeropuerto. El atasco era monumental y todavía nos quedaba vivir una última aventura. Después de unas dos horas intentando salir de la ciudad, por fin tomamos la carretera del aeropuerto, una vía bien asfaltada, flanqueada por edificios modernos de oficinas, comercios, hoteles y restaurantes muy iluminados. Habíamos reservado un hotel de día, es decir un establecimiento en el que durante unas horas contaríamos con unas habitaciones para ducharnos, rehacer los equipajes, y comer algo. Y esperábamos que se tratara de uno de estos hoteles que se veían a los lados de la vía. Pero, de pronto, en plena carretera, Yves giró bruscamente a la izquierda y se internó por una calle en cuesta abajo, sin asfaltar y sin ninguna iluminación. Nos miramos inquietos, pero no teníamos ningún motivo para desconfiar de Alain ni de Yves. Un buen rato después la pista que llevábamos desembocó en una especie de campa, sin edificios a la vista. Entonces comprendimos que se habían perdido. Alain bajó del bus con una linterna y le vimos alejarse. Yves le imitó enseguida. Nos quedamos allí solos en mitad de la oscura noche y a nuestras mentes acudieron todos los fantasmas que se pueden imaginar ustedes, queridos y pacientes lectores de mi blog.

Un largo rato después vimos acercarse un grupo de personas con luces. Pensamos que era la proverbial y temida cuadrilla de bandidos que venían a matarnos y robarnos todo el equipaje. Pero no: eran Alain e Yves que venían con algunas personas del hotel, que efectivamente estaba por allí, perdido en medio de la nada. El lugar tenía un buen restaurante, muy bonito y romántico, pero otra cosa distinta eran las chambres. Las chambres eran una co-chambre. Pero cumplieron su función. Rehicimos los equipajes, metimos todos los líquidos y cosas prohibidas en la maleta grande que íbamos a facturar y sacamos la ropa de abrigo y lo necesario para nuestra estancia en París. Nos olvidamos de la idea de la ducha: era súper cutre y sin agua caliente. Antes de guardar el frasco correspondiente, me di una buena rociada de antimosquitos, porque en la co-chambre los había como conejos. Y nos obsequiamos con una cena excelente. A la hora convenida salimos por la cuesta arriba hasta alcanzar la carretera, llegamos al aeropuerto, facturamos, pasamos la aduana y subimos sin problemas al avión, en donde nos tomamos un potente somnífero. Y adiós Madagascar.

El vigésimo primer día de nuestro viaje nos despertamos sobre Europa. Aterrizamos a media mañana, dejamos las maletas grandes en la consigna del aeropuerto Charles De Gaulle (18€ por maleta cada 24 horas) y tomamos el RER. En París me tocaba a mí hacer de guía. Llegamos en el Metro al hotel Est-Magenta, muy cerca de Republique, dejamos las cosas y salimos a patear París. Comimos algo en una brasserie frente a la puerta de Saint Michel, tomamos el Metro a Trocadero para ver la Tour Eiffel, y luego regresamos también en Metro, para hacer mi recorrido favorito de la ciudad, que les encantó: el Marais, el barrio judío, la plaza de Sainte Catherine du Marché, la plaza de los Vosgos, la Bastilla, la zona de Sully-Morland, donde está el Pabellón del Arsenal en el que he dado al menos dos conferencias, la isla de Saint Louis, Nôtre Dame, el barrio Latino, Saint Germain, el Odeon. Estaban ya bastante agotados pero les pedí un último esfuerzo para llegar a pie al restaurante La Coupole, en Montparnasse, donde había hecho una reserva en mi último viaje a París con motivo del congreso del GRI Club. Aquí el grupo al completo estudiando la carta de La Coupole.


Teníamos a la puerta el Metro directo al hotel, en donde dormimos como angelitos. Y, para concluir, les cuento que el vigésimo segundo día de viaje amanecimos en París y tuvimos tiempo de acercarnos hasta Republique, donde desayunamos café y croissants en el bar de un argelino admirador de Zidane. Luego dimos un largo paseo por el barrio que se vertebra alrededor del Canal Saint Martin. Volvimos al hotel, recogimos los equipajes y nos dirigimos andando a la Gare du Nord, donde tomamos el RER al aeropuerto. Allí recuperamos las maletas grandes de la consigna (llegamos cuando se cumplían las 24 horas justas) y nos subimos al vuelo a Madrid, que transcurrió sin novedad. En la Terminal 2 de Barajas, me despedí de mis compañeros, tomé un taxi y llegué a casa. Lo primero que hice fue echar TODO al cesto de la ropa sucia: mochilas, zapatillas, cazadoras, sombreros, toda la ropa. Me desnudé y me pesé: había perdido 3 kilos en el conjunto del viaje. Y me tumbé a descansar, que al día siguiente tenía que madrugar para ir al trabajo.

Ya les he contado todo. Ahora, que ustedes lo voten bien.

4 comentarios:

  1. Pues siento decirlo, pero hemos votado fatal. ¡Qué horror!

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    1. Yo creo que el pueblo ha sido justo y clarividente. Lo desarrollaré en un próximo post. No me parece que esta vez hayamos votado mal. Cuando se votó mal es en Madrid en las elecciones locales. Esa sí fue una cagada completa.

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  2. Una serie redonda. Nos ha tenido enganchados casi un mes con sus aventuras ¿Para cuándo el próximo viaje?

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    1. ¡Hombre! déjeme usted que descanse un poco, que esto es peor que lo del baúl de doña Concha Piqué.

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