lunes, 4 de noviembre de 2019

882. Mdgscr 7: el túzaro, el zangolotino y unas alitas

Empiezo hoy con una preciosa foto que también podría ser obra de arte (en este caso impresionista) y tener título: Otoño en el APOT. El APOT es el nombre técnico del edificio en el que están las oficinas municipales de urbanismo donde trabajo, aunque en este blog se le suele llamar La Isla de Alcatraz. Pero aquí tenemos otro ejemplo de que todas las cosas que yo cuento están relacionadas. Porque, después de mi foto del otro día sobre los Pacos Culiaos, los disturbios en Chile se han recrudecido (El País de anteayer publicaba la foto de una pintada en la que se leía Paco asesino, y sólo ustedes mis queridos lectores supieron que no se trataba del insulto a ningún Francisco). Y esos disturbios han provocado la renuncia de Chile a albergar la conferencia del clima COP25. Y ya saben, supongo, dónde se va a celebrar: en Madrid, en concreto en el IFEMA, justo al lado de los hermosos tilos que se ven en la foto de arriba. Para cuando lleguen los delegados, ya habrán perdido toda la hoja. Esta imagen del otoño ha durado apenas dos días, pero allí estaba yo para inmortalizarla.

El decimoquinto día del viaje a Madagascar fue una jornada fallida. Teníamos el programa de ver unos cuantos lugares y pueblos interesantes de camino a la ciudad de Tulear, el punto más meridional de nuestro periplo, y otros tantos ya en la carretera nacional 7, por donde regresaríamos hacia el norte por el interior de la isla. No pudimos hacer ni una cosa ni la otra. Por la mañana, se volvió a averiar un coche, esta vez el que circulaba en tercer lugar y en el que yo iba. Y los dos primeros no se dieron cuenta. Tratamos de avisarles, pero no había cobertura. De pronto hubo un relámpago de conexión y nuestro mensaje salió. Pero entonces no tenían cobertura ellos. Hubo que que esperar a que llegaran a un sitio con cobertura para que les entrase nuestro mensaje y volvieran, porque nuestro conductor no tenía la menor idea de cómo arreglar el coche.

Con el conocimiento y buenos oficios de Le Pepé, logramos por fin repararlo, pero ya tuvimos que renunciar a las paradas previstas antes de Tulear. Es esta una ciudad bastante fea, a la que llegamos ya a mediodía, justo para comer, comprar algún souvenir y cambiar de vehículo, porque a partir de este punto nuestra ruta continuaba por carretera. Nos estaba esperando un minibús similar al de nuestros tres primeros días, con un conductor imperturbable y un ayudante zangolotino, que ni siquiera contestaron a nuestros saludos, lo que ya nos dio bastante mala espina. Nos despedimos efusivamente de Le Pepé y sus dos colegas, que realmente habían mostrado ser grandes conductores y compañeros cordiales. Comimos en un restaurante del centro, enredamos un rato por la zona de tiendas y nos montamos ya en el minibús. Empezó entonces una deriva desesperante. Porque el imperturbable iba a unos 30 kms/hora. La carretera estaba bien, con el firme recién reparado, pero el tipo no pasaba de esa velocidad. En las cuestas arriba se quedaba, no podía, y era incapaz de hacer un adelantamiento.

Nuestro destino era Ranohira y, si ustedes buscan en Google cuánto se tarda en hacer los 237 kms entre Tulear y Ranohira, encontrarán una respuesta precisa: 3 horas y 37 minutos. Salimos como a las 14.30, o sea que tendríamos que haber llegado en torno a las seis de la tarde. ¿Saben cuándo llegamos? Pues a las nueve. Se lo juro. Antes intentamos de mil maneras hacerle saber al conductor que queríamos ir más rápido, que nos estábamos poniendo muy nerviosos. Nada. Le rogamos a Alain que se lo dijera, que le hablara en malagasi, que le suplicara, que le pidiera por favor acelerar un poco. Nada. Es que ni le contestaba. Ni movía un músculo. Él a conducir y a callar. Diré que este es también un espécimen puramente africano. Un estereotipo. El sujeto que no se comunica con el hombre blanco de ninguna forma. Que piensa que el hombre blanco está loco y no quiere más líos mentales. Para gente como esta se queda corto el calificativo local de matiti. En gallego hay un adjetivo más preciso: túzaro. El túzaro es ese tipo al que conoces y ves venir por la calle a lo lejos. Y observas como, cuando te ve, se cambia de acera para no tener que saludarte. Es mezcla de tímido, paleto y raro. Y encima cabezota.

De este túzaro he de reconocer que iba impecablemente vestido con una camiseta blanca marcando musculatura, perfectamente afeitado, con el pelo recién cortado y gafas negras. Un perfecto imitador de la estética occidental. Pero, tras esa fachada, había un pedazo de carne con ojos, alguien incapacitado para relacionarse con los demás. Un auténtico zoquete. Un túzaro genuino. En cuanto al zangolotino, nada más arrancar se durmió profundamente y empezó a dar unas cabezadas como yo nunca había visto dar a nadie. Es que se caía de lado, sujetado apenas por el cinturón de seguridad, es que su cabeza estaba cada vez a punto de rozar el freno de mano. Es que era increíble que no se partiera el cuello. Uno de nuestro grupo comentó en voz alta: –No, si a este lo han debido de traer para que le dé conversación al chofer. Y nos entró la risa floja. Teníamos que relajarnos. Murra, murra. No estábamos en Madagascar para sufrir o para mosquearnos.

Así que nos perdimos también íntegramente los lugares que habíamos previsto visitar por la tarde (una sola parada y hubiéramos llegado a las 12 de la noche y todas las guías desaconsejaban por peligroso circular en vehículos por la noche). Temimos quedarnos también sin cenar, porque después de las 6 está todo cerrado. Alain contactó por teléfono con el hotel al que íbamos, para que nos esperasen. Y por teléfono hicimos el pedido para todos dentro de las opciones del menú. Nos estaban esperando, efectivamente, cuando llegamos, y finalmente cenamos bien. Pero allí nos plantamos. Le dijimos a Alain que esto era la gota que colmaba el vaso. Los tres todoterrenos que nos habían asignado, habían sido como una tortura, se averiaban todo el rato. Bueno, los tres no; dos de ellos. El otro no había tenido ni un ruido. ¿Saben cuál era? Pues precisamente aquel cuyo aire acondicionado funcionaba perfectamente. Y el que tuvo el mismo conductor todo el tiempo. Estaba claro que la agencia nos había dado un todoterreno nuevo y dos viejos, hechos polvo a fuerza de recorrer una y otra vez esas pistas intransitables. Tal vez por tres nuevos el precio total hubiera sido más alto. Pero tenían que habernos avisado.

En cuanto al nuevo minibús, concluimos que se trataba también de un vehículo viejo. Como teníamos dos noches en el hotel H-1 de Ranohira, porque al día siguiente íbamos a visitar un parque nacional, le comunicamos a Alain que para pasado mañana nos tenían que tener listo un bus distinto, a ser posible el mismo que nos había recogido en el aeropuerto de Antananarivo. Y con otro conductor. Si nos traían otra vez aquella tartana, con ese chofer que no pasaba de treinta por hora por una carretera recién arreglada, nos negaríamos a subirnos. Y nos fuimos a dormir. Estábamos ya en el interior del país, la noche era fresca y el cielo se veía lleno de estrellas, cuando nos dirigimos a los bungalows. Es una maravilla este cielo del hemisferio sur, en el que la luna no es mentirosa y los expertos pueden identificar la Cruz del Sur. Estábamos rendidos y cabreados después de ese día perdido. Menos mal que el hotel H-1 era excelente.

El decimosexto día de viaje desayunamos bien y nos dispusimos a visitar el Parque Isalo, uno de los más valorados de Madagascar, en donde teníamos programada una marcha senderista de unas cinco horas. El túzaro y su socio zangolotino nos acercaron en la tartana hasta la entrada del parque, al otro lado del pueblo, en donde a Alain se le sumó un guía local. El parque de Isalo, en una zona ya abiertamente de secarral, es muy interesante y bastante variado. Ya en la tarde anterior habíamos notado que las condiciones de vida en el interior son más míseras que en la costa y, desde luego, que la gente de esta comarca es mucho menos guapa que los sakalava y los vezo con los que habíamos convivido más de una semana. Por aquí la etnia más común son los bara, que viven de la ganadería y tienen también la costumbre de enterrar a sus muertos en tumbas provisionales en lugares inaccesibles, para darles definitiva sepultura cinco años después, con su fiesta correspondiente. Lo mejor es que les ponga unas imágenes de la ruta senderista que hicimos y que nos ocupó todo el día.


De camino a la zona más escarpada


Las formaciones rocosas del parque Isalo. Un compañero señala la zona a la que hay que subir

Formas esculpidas en la piedra arenisca


Una tumba provisional  de los bara tapada con piedras en una pared inaccesible


Bajando por una garganta empinadísima, accedimos a la llamada Laguna Blanca, en donde nos dimos un merecido chapuzón en un agua helada. Subimos y retomamos nuestro camino bajo un sol bastante potente, pero poco a poco el valle se iba encajonando, convirtiéndose en cañón entre dos muros laterales escarpados. Surgió un arroyo en el centro y la vegetación hizo su aparición. El arroyo vertía sus aguas al río Mamasá y en el punto de unión de ambos ríos el paisaje era ya un puro bosque. Había allí un camping muy amplio y bastante ocupado por remolques y tiendas de campaña, dentro del recinto del parque. Estábamos en el llamado cañón del Mamasá, la zona más feraz del parque Isalo. En el bar del camping habíamos reservado para comer y todo lo que nos sacaron nos supo a gloria. Por allí menudeaban los lémures de la especie miska cat, que se acercaban descarados a tratar de hacerse con las sobras de la comida de la gente. Tras tumbarnos en el suelo a la sombra del frondoso arbolado para una mínima cabezadita, nos pusimos otra vez en marcha para remontar el cañón del Mamasá. Río arriba hay otra gran charca, la llamada Laguna Negra, en donde nos dimos el segundo chapuzón del día. Abajo pueden ver una familia de lémures con sus crías y unas vistas de la subida hacia la Laguna Negra.

 





Después de secarnos, descendimos hasta la puerta del camping. En el parking exterior nos esperaban el túzaro y el zangolotino, dormidos dentro del minibus defectuoso. Alain propuso llegar a un lugar llamado la Ventana de Ranohira, donde se puede ver la puesta de sol a través de un agujero en la piedra, un punto muy demandado por el turismo. Pero íbamos justos de tiempo. Atravesamos el pueblo y, entonces, de forma asombrosa, el túzaro se puso a correr y a adelantar a todo el mundo. Era algo inaudito. Todos nos mirábamos incrédulos. El minibús no era viejo ni estaba averiado. Estaba perfecto y aceleraba como ninguno. Alain nos dijo que el tipo había estado todo el día arreglando el vehículo, pero no nos lo creímos. Sólo trataba de echarle un capote. Para mí la explicación es otra. Sabemos que la agencia contrata los vehículos por un lado y los conductores por otro. Y los conductores se los proporciona un intermediario que a su vez los tiene subcontratados. Y este zoquete, como buen túzaro, es un tipo que hace sólo lo que le dice su jefe, no escucha a nadie más.

Nosotros nos habíamos quejado a la agencia a través de Alain y por la mañana nos habían prometido que nos cambiarían de vehículo para el día siguiente. A partir de eso, imagino que la agencia le dijo al intermediario que su contrato quedaba cancelado porque los pasajeros se habían quejado de que el chofer que les habían puesto era un lento y un manta. Y el tipo le llamó colérico al túzaro, le dijo que era un inútil y le echó una bronca monumental por haber perdido el contrato. Es decir, el tipo iba lento el primer día porque creía que era así como tenía que ir. Tal vez en algún viaje anterior los pasajeros le habían pedido eso, para ver el paisaje, o para no tener sobresaltos, yo qué sé. Pero era tan zoquete que no pensó que a nosotros nos estaba poniendo freneticos convertir tres horas de viaje en seis, la mayor parte de noche. Y ahora iba deprisa porque se lo había dicho a gritos su jefe, el único interlocutor al que escuchaba. Es lo que pasa con gente que no escucha, que no empatiza con el cliente ni se esfuerza en saber lo que quiere. Con la diferencia de culturas y de lenguas es lógico que haya pequeñas disfunciones, pero hay que ser muy ceporro para llevar a un grupo a paso de tortuga, de noche, y no enterarte de que se están poniendo de los nervios.

Llegamos a tiempo a la Ventana de Ranohira, llena de japoneses con sus cámaras listas, pero al final  aparecieron unas nubes en el horizonte que nos impidieron ver la puesta de sol. Y el zoquete nos llevó de vuelta a la misma velocidad supersónica a pesar de que ya era de noche y la visibilidad era escasa. Le dijimos que nos dejara en el pueblo, porque teníamos un viejo anhelo desde el primer día de viaje: cenar una noche en uno de los hotelys, los lugares súper cutres donde comen los locales, y antes habíamos visto uno con una terraza exterior enorme. Estaba efectivamente muy concurrido, a pesar de que no había luz. Nos acomodamos por allí como pudimos y pedimos las cervezas, lo único que te servían. Y estaban heladas. Para la comida, había que acercarse a cada una de las tres parrillas en las que estaban friendo verduras rebozadas, pollo y brochetas de zebú. Las señoras que cuidaban los fuegos, no entendían nada de francés. Por señas se les señalaba lo que quería cada uno. El problema es que no se veía ni torta.

Eso propició otra de las escenas chuscas más recordadas del viaje, porque el compañero que se acercó a la parrilla donde hacían el pollo, señaló varias piezas, entre ellas dos que creyó que eran alitas. Pero resultaron ser cabezas de gallina, algo imposible de hincarle el diente, aunque lo intentamos. Durante el resto del viaje le estuvimos martirizando por su error, con el proverbial humor manchego del grupo. La alitas aparecían en la conversación aunque no vinieran a cuento y en todos los restaurantes posteriores preguntamos si tenían alitas. Imagino que mis colegas siguen con la coña en Ciudad Real. Ese día habíamos comido bien en el camping y no teníamos mucha hambre, así que nos arreglamos con varios platos de cacahuetes locales fritos que estaban buenísimos, unas mini-brochetas de zebú, unas verduras rebozadas y los trozos de pollo aprovechables. Suficiente para acompañar las cervezas. Y nos volvimos a través del pueblo guiándonos con nuestras linternas, hasta llegar al estupendo hotel H-1, que estaba justo al otro lado, en busca de un más que merecido descanso.

2 comentarios:

  1. Pues parece que la gente del interior no te gustó tanto como los de la costa. Yo también tengo cierta predilección por la gente marinera. El mar es cultura y apertura de mentes.

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    1. Desde luego que el mar influye, pero no es sólo eso. Quizá el motivo de que la gente del interior sea menos guapa y esté más cabreada sea la miseria. Pasar hambre y privaciones es algo que destruye al ser humano y da muy mala uva.

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