viernes, 23 de noviembre de 2018

788. Mi amigo Jordi I

Hasta el último momento he tenido serias dudas de si escribir lo que voy a escribir o no. Si no lo hubiera anunciado en el post anterior, creo que me hubiera echado para atrás de nuevo. En realidad se trata de algo que me contaron hace mucho y ni siquiera sé si es cierto o no. La memoria es muy mentirosa y lo que voy a contar contradice o matiza algo que se ha dado por cierto durante mucho tiempo y detrás de lo cual hay gente real que se puede sentir ofendida. Así que lo voy a englobar en la etiqueta Relatos. Declaro formalmente que todo lo que voy a contar es falso, producto únicamente de mi imaginación calenturienta, una fabulación cocinada por mi incierta memoria y adobada por el paso del tiempo. Dejémoslo así. En ocasiones he dicho que, si yo fuera capaz de imaginar una trama como esta, sería un novelista de éxito. Pero no quiero hacer daño a nadie. Mi viaje a Chile ha removido los posos de esta historia que, vuelvo a repetir, es completamente falsa.

Mi amigo Jordi, que no se llama Jordi, es o era un tipo cojonudo. Con pocas personas en mi vida he llegado a conectar a tal nivel. He dicho es o era porque no estoy seguro de que viva. Lo he buscado muchas veces pero parece como si él también hubiera desaparecido. La última vez que lo vi fue con ocasión del primer concierto de Bruce Springsteen en España, Barcelona, 21 de abril de 1981. Yo me cogí el llamado tren del rock en Atocha y me desplacé a Barna, en donde me alojé en casa de Jordi. Luego pasaron años y le perdí la pista. En aquellos tiempos no había móviles ni correo electrónico. Yo tenía su correo postal y su teléfono fijo. Unos seis o siete años después intenté conectar con él y ya no estaba en ninguno de los dos. La carta que le escribí me fue devuelta y el teléfono correspondía a otro abonado. Después tuve dos hijos y la vida me fue llevando por derroteros lejanos de aquella Barcelona cosmopolita de los primeros 80. La penúltima vez que intenté contactarle fue con motivo de mi premio de novela corta Encina de Plata. Quería mandarle un ejemplar, pero no lo pude encontrar.

Ahora existen Google, Facebook, Linkedin y otras redes. Le he buscado en todas sin éxito. Sé cuál es su nombre real y sus dos apellidos. En Google no existe. Por eso creo que tal vez se haya muerto. Un tipo tan creativo como él es muy raro que no haya abierto una página en Facebook. Jordi fue siempre muy catalán (de pueblo) y muy catalanista. Hablaba español con un acento cerradísimo. Y no me extrañaría lo más mínimo que, si vive, sea independentista. Aunque, en tal caso, lo más normal es que tuviera un perfil en Facebook lleno de esteladas por todas las esquinas. La historia que voy a contar parte de una confidencia que me hizo probablemente al final de una noche de borrachera, cuando ya no se lo pudo callar más. Repasando cronologías, creo que tuvo que ser en Barcelona, en esa última vez en que coincidimos, tal vez la noche antes del sensacional concierto de Springsteen. Jordi, que no se llama o se llamaba Jordi, es uno de los mejores amigos que he tenido nunca. Vamos con el relato.

Mi amigo Jordi nació y se crió en algún pequeño pueblo de Cataluña que no logro recordar. Allí hizo el bachillerato y se llegó a sentir tan asfixiado que experimentó una necesidad imperiosa de huir. No quería ir a una universidad, pero no era esa la única posibilidad de escapar de su pueblo. Jordi tenía una curiosidad enorme por temas como la literatura, el arte, el rock o conocer nuevos mundos. Y tenía una cualidad innata: era un gran dibujante, que hacía cómics y se atrevía con otras variantes más serias del arte pictórico. Con apenas 17 años recaló en Barcelona, donde se buscó un trabajo alimenticio para poderse costear la matrícula en una escuela de Bellas Artes. Hablamos de la Barcelona metropolitana, abierta y cosmopolita de finales de los 60. En aquellos años, la gente joven se movía entre diversas tendencias. Estaban los artistas, los activistas políticos, los rockeros y toda clase de gente alternativa. Y menudeaba la droga, especialmente el haschís, de manera bastante generalizada.

Ese fue el mundo acelerado, arriesgado, apasionante y maravilloso en el que Jordi se integró, totalmente fascinado y convencido de que había dado un paso de gigante desde su realidad pueblerina original. Un salto muy parecido al que yo di al venir de La Coruña a Madrid en 1968. Por eso conectamos tan bien cuando nos conocimos muchos años después. Este pequeño universo activo, revolucionario y divertido, estaba al tanto de lo que sucedía en todo el mundo, con especial atención a los lugares donde se desarrollaban escenarios especialmente rompedores. Y en 1969, uno de esos lugares era Chile. Allí se preparaban elecciones para el año siguiente. El gobierno democristiano de Eduardo Frei, padre, estaba muy debilitado y desprestigiado por diferentes escándalos de corrupción, con la guinda de la matanza de los campesinos okupas de Puerto Montt (ya comentada en un post anterior) y se veía la posibilidad de vencerlo si la izquierda conseguía unirse (algo casi consustancialmente imposible en las izquierdas del mundo). Por una vez, en Chile podía lograrse lo imposible.

Los partidos de la izquierda consiguieron un acuerdo amplio, que englobaba a socialistas y comunistas con otra serie de grupos menores y el apoyo explícito del MIR, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, en el que estaba la gente joven más concienciada del país. Todos ellos constituyeron una candidatura única a las elecciones generales, que se dio en llamar Unidad Popular. Para presidirla, el Partido Socialista propuso al médico y senador Salvador Allende. Y el Partido Comunista, el otro socio mayoritario, ¿saben ustedes a quién propuso? ¿A que no? Pues nada menos que al poeta Pablo Neruda. Con sorpresa he descubierto en mi viaje que la figura de Neruda es más controvertida en Chile que a nivel internacional. Antes de las primarias, Neruda se retiró y dejó el camino expedito a Allende. Según sus partidarios, fue un gesto altruista. Según sus detractores, todo se debió a que le soplaron que tenía serias posibilidades de conseguir ese año, como así fue, el Premio Nobel, posibilidades que pondría en riesgo si insistía en continuar en política. El caso es que Allende fue el candidato y logró derrotar a Frei por un margen muy estrecho. Y empezó a gobernar.

Por entonces, Jordi se movía ya como pez en el agua en los medios trostkistas y de la extrema izquierda. Y, en ese momento, la ocasión que se abría en Chile era un caramelo para ser degustado. Tal vez siguiendo la estela de algún amigo, Jordi se fue a Chile. De esto quiero decir algo también. En ese momento yo era bastante joven y no estaba muy al tanto de estas historias. Pero estábamos en los últimos años del franquismo y, en 1968, mucha gente del rollo antifranquista se fue a París, a vivir la revolución de mayo. Luego, en los primeros 70, la gente se iba a Chile. Y en 1974, muchos se fueron a Portugal a vivir la revolución de los claveles. Aquí ya estaba yo un poco más engagé y vi como algunos amigos míos se iban. En 1975 se murió Franco y ya no hubo que viajar para vivir intensamente nuestra transición finalmente pacífica.

En Santiago, Jordi se integró rápidamente en la vorágine. Encontró ocupación como diseñador de carteles para las convocatorias de los diferentes actos prerrevolucionarios. Estaba permanente ocupado. Cada día llegaban consignas. Hoy hay que cortar el tráfico en la avenida O’Higgins. Después hay una performance frente al Ministerio del Interior. Después a comer algo en cualquier esquina. Deprisa, porque hay nuevas historias vespertinas. Que si hoy okupamos un piso o hacemos unos grafitti. Que si una sentada en la universidad. Que si un concierto solidario con Víctor Jara. Y luego las fiestas hasta la madrugada, la cerveza corriendo libre y también la marihuana. Una delicia para un joven con una curiosidad infinita. Conocen, supongo, la frase atribuida a Talleyrand: Quien no haya vivido antes de la Revolución, no conoce la verdadera dulzura de vivir. Era la frase que dio lugar a la estupenda película de Bertollucci Prima della Revoluzione (1964). Y sucedió lo que siempre ocurre en estos casos: que surgió el amor. Muy poco después de llegar, Jordi tenía ya una novia norteamericana, con la que se fue a vivir en un cuarto, parte de una comuna. Se llamaba Joyce y era también activista trotskista.

Pero la contrarrevolución también avanzaba. Con el país acorralado por el bloqueo económico decretado desde el primer día por Nixon y Kissinger, el régimen hacía aguas por todas partes. La clase media empezaba a estar muy asustada, entre la actividad permanente de la extrema izquierda y los milicos mordiendo el freno. Y los que estaban más disgustados eran la clase alta, lo mismo que sucedería después en Venezuela con Chaves. Pero Jordi estaba en la gloria y vamos a ver muy pronto que era un tipo nada dogmático. En medio de esa vorágine, la marihuana era un elemento clave y Jordi empezó a comprar. Y entonces conoció a un chaval de la clase más alta de todas, que le compraba al mismo camello. Hicieron amistad y el tipo empezó a invitarle a su mansión de vez en cuando y le llegó a coger mucho cariño (Jordi era ciertamente adorable). Cuando me contó todo esto, Jordi se refería a él como mi amigo el facha. Ojo con él porque tendrá un papel central en la historia. Mi amigo iba a casa del facha a descansar de la vorágine. Allí dejaban correr el tiempo fumando y charlando tranquilamente.

Ahora hay que hacer un largo flashback para conocer de dónde había salido Joyce, la flamante novia de Jordi. Nacida en Minnesota de padres de origen noruego que regentaban un ultramarinos, estudió en la universidad local donde ya se vinculó a grupos trotskistas. En esos grupos conoció a Charly, un joven periodista con grandes ideas sobre cómo arreglar el mundo. Como todo izquierdista de verdad, Charly concebía el mundo como una sola patria. Y viajaba todo el tiempo, a donde se pudiera apoyar alguna causa perdida o hubiera una noticia que investigar y vender a los medios afines. Joyce le admiraba pero no era su pareja (siempre en la versión de Jordi). Y se planteó la posibilidad de que la chica se integrara en el núcleo duro del grupo, el que se iba a los países más lejanos. Pero Joyce se encontró con la oposición frontal de su familia, muy conservadora y bastante preocupada por la deriva de su hija. Ante este bloqueo, Charly y Joyce decidieron casarse. El padre de Charly era un magnate neoyorkino y tuvieron una boda por todo lo alto. Sucedió esto en 1968. Charly tenía 26 años y Joyce 24.

Comenzaron entonces una vida nómada de acá para allá. Y, en 1971, llegaron a Chile con su grupo. Según Jordi, eran un matrimonio sólo en el papel y eran libres de buscarse otras relaciones. Poco después, Joyce vivía con Jordi y Charly con su nueva novia Terry, también norteamericana. Fue un tiempo maravilloso para todos. Pero la situación se deterioraba por días, paso a paso, de forma irreversible. Y llegó el 11 de septiembre de 1973. He de aclarar que a los militares no les gustan estas cosas. Ellos actúan cuando se ven requeridos por una oligarquía que ve peligrar su mundo financiero y social. Llegan para poner orden en el desorden. El problema es que sólo saben hacerlo de una manera. Nuestra Guerra Civil fue un golpe militar fallido que se enquistó durante tres años. Una vez alcanzada la victoria, los ganadores se dedicaron a poner orden. Está demostrada la cifra de 200.000 asesinados ya en tiempo de paz. Lo de Chile (como lo de Argentina, Uruguay, Brasil, Paraguay y tantos otros lugares) fue igual de terrible, aunque en ninguna parte se llegó a cifras ni parecidas. 

El 7 de septiembre era viernes. Charly y Terry se fueron a Viña del Mar. Un amigo americano les invitó a pasar el fin de semana y les habló de que andaban por allí unos compatriotas recién venidos de USA. Charly confraternizó con ellos y estuvieron tomando cervezas. Y llegó a una conclusión: los tipos eran de la CIA y estaban allí preparando los detalles técnicos del golpe a punto de darse. El 11 de septiembre era martes. Charly y Terry seguían en Viña del Mar y pudieron ver por TV las imágenes del bombardeo de La Moneda. El 15 pudieron regresar y refugiarse en su casa de Santiago. Pero ya se había puesto en marcha la maquinaria de las desapariciones. El 17 por la noche una patrulla llegó a casa de la pareja y se llevó a Charly. A Terry no la molestaron, porque este tipo de partidas de la porra suelen ser bastante machistas. La guerra es cosa de hombres. Un testigo siguió al jeep en su coche y dijo que lo habían llevado al Ministerio de Defensa. Lo mataron al día siguiente y su cuerpo nunca apareció.

A Jordi le fue a buscar otra patrulla esa misma noche. O tal vez la misma. Joyce estaba sola en casa y los milicos venían a por Jordi. No lo encontraron y se fueron. ¿Dónde estaba nuestro héroe? Sí. Han acertado. Jordi se había refugiado en casa de su amigo el facha y estaba intentando pasar tan duros tragos con la ayuda de la marihuana. Joyce le avisó por teléfono de que le estaban buscando, con nombre y apellidos, y de que se habían llevado a Charly. Ese mismo día, Joyce y Terry empezaron a investigar qué le estaba pasando a Charly, aunque tenían los peores presagios. Contaron su historia en la Embajada Americana, donde les apoyaron en lo posible. Pero la situación era terrible. Cada día desaparecían unas docenas de jóvenes. Joyce y Terry buscaban desesperadas por todos los lugares posibles. Jordi fumaba aterrorizado, bajo el amparo de su amigo. La situación se estaba enquistando y estaba claro que, antes o después, lo acabarían encontrando. Entonces decidió intentar un órdago. Él era español y tenía su pasaporte en vigor. Podía comprarse un billete de vuelta a su tierra e intentar romper el bloqueo.

Y así lo hizo. El día D dobló la ración de marihuana antes de que su amigo le llevara en coche al aeropuerto. Pasaron varios controles antes de llegar a destino. Su amigo lo abrazó, convencido de que no podría salir del país. Muerto de miedo, se internó en el caos de la muchedumbre que abarrotaba el aeropuerto. Llegó al mostrador de los carabineros. Examinaron largamente su billete y su pasaporte. Jordi estaba a punto de explotar o ponerse a dar alaridos. Entonces, como en un sueño, el carabinero le plantó un sello en el pasaporte, le deseó buen viaje y le franqueó el paso. ¡¡De pronto, estaba del otro lado!! El lado de la libertad. Caminó como un sonámbulo sin tenerlas aún todas consigo. Y no se relajó hasta que el avión despegó. Entonces estalló en llanto.

Ya sé que esta parte del relato es increíble, pero tiene una explicación. En aquellos años, no existía Internet. La idea de la transmisión instantánea de la información era algo que ni se soñaba. Les recuerdo que los billetes de avión eran entonces una especie de talonarios con muchas hojas que nunca entendí para que servían. Los milicos estaban buscando a Jordi por todo Santiago. Con nombre y apellidos. Pero, en el caos de esos primeros momentos, no habían cruzado todavía sus datos con los carabineros del aeropuerto. No puedo imaginar otra explicación. Terminaré mi relato en un segundo post que voy a escribir enseguida. No se lo pierdan. Aún queda lo más asombroso.

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