miércoles, 30 de noviembre de 2016

582. A Dios para ser bueno le falta una O

El título hace referencia a un tema suscitado la semana pasada. Arranqué dicha semana, con un post que empezaba con un chiste infame, seguía con la presentación del libro de mi amigo Ronaldo Menéndez en la librería Tipos Infames y terminaba con un poema de mi buen amigo Juancho Peñafiel. Tras colgar ese texto el lunes, entré en una dinámica enloquecida en la que, por diversos asuntos de los que no se cuentan en este blog (personales y de trabajo), no pude escribir nada más. El viernes me había comprometido a darles una charla sobre la historia de Madrid a mis compañeros del viaje a Japón y otros amigos. La cita era en Aularte a las 12 (me tomé el día de permiso en el curre) y seguía con un paseo didáctico por Madrid Río, con parada intermedia a comer en el Café del Río. El tema salió muy bien, hablé casi 2 horas y parece que la mayoría del auditorio no tuvo bastante, porque se vinieron conmigo al río, donde acabamos a las 7, ya de noche, aunque el tiempo no acompañaba, puesto que nos llovió todo el rato.

De vuelta a casa, tras descansar un rato, caí en la cuenta de que llevaba tiempo sin alimentar el blog. Tenía la mente fresca y me puse a escribir, pero se me echó la hora encima y me empeñé en terminar antes de las 12, lo que me impidió darle al texto la última vuelta acostumbrada. Al final me salió un post más a la carrera de lo normal, del que no estoy demasiado satisfecho. De hecho, un mínimo repaso me hubiera avisado de que mi referencia a Ronald Reagan iba a levantar merecidas suspicacias y la hubiera matizado o suprimido. En esa tesitura, el bueno de Alfred, seguidor impenitente del blog, me hizo un comentario con el enigmático texto que hoy me sirve de título. Sin saber qué me quería decir, busqué sin éxito referencias a Dios en mi texto. Al final di con la clave: tenía una errata en el título. En vez de God save America, había escrito Good save America. En más de 500 posts, es la primera vez que meto una errata en el título. Lo corregí al instante, pero entonces vislumbré un efecto colateral inesperado: mi amigo me acababa de dar sin saberlo el título del post que andaba cocinando hace tiempo.

El tema no es otro que este: ¿existe Dios o no? Sí, sí, ya sé que nadie cree en un Dios anciano, de barbas y melenas blancas como las de Ricardo Aroca, sentado en un sillón que flota por el cielo adelante, soltando rayos y truenos a capricho. Más bien me estoy refiriendo a una idea, a una especie de fuerza que gobernara el universo con alguna intencionalidad. Porque la ciencia, que cada vez explica más temas de los que antes resultaban incomprensibles, no ofrece una solución incuestionable sobre temas como la cualidad del alma, el origen del mundo o qué coño sucede con nuestras almas después de la muerte, con el esfuerzo que nos tomamos a lo largo de nuestras vidas. Creo que prácticamente toda la gente con la que tengo relación se rige por un ateísmo básico, resultado de una mínima reflexión y de los vientos que corren por nuestro avanzado mundo occidental. Vale. Pero queda una serie de preguntas sin respuesta.

A este respecto, he de hacer una referencia al contexto familiar del que provengo. Mi padre era un ateo convencido. Había llegado a ese concepto como resultado de un razonamiento científico profundo y bien fundamentado. Sin embargo, mi madre era muy creyente, rezaba el rosario a diario, no se perdía una misa y hablaba con Dios cada noche antes de acostarse. Eran un tipo de pareja, en este aspecto, bastante común en su tiempo. Pero ambos respetaban escrupulosamente las creencias del otro, algo que para mí fue una enseñanza de tolerancia y de priorización de lo importante, que siempre les agradeceré. Su respeto mutuo era tal que, en sus últimos años, mi padre acompañaba siempre a misa a mi madre, que se sentaba en la primera fila, porque veía muy mal. Y allí se aguantaba toda la misa, con gesto serio y simulando santiguarse cuando tocaba, de forma tan convincente como la mía en las iglesias ortodoxas.

A la recíproca, cuando mi padre murió (1990) y decidimos velar su cuerpo en casa, para que toda la ciudad viniera a despedirle, mi madre presidió el interminable duelo con una calma y una autoridad que impresionaba a la larga comitiva de visitantes. Sólo perdió los nervios una vez: cuando vio a un cura con sotana pululando por allí. Inmediatamente nos llamó a capítulo a los hijos y preguntó muy enfadada qué hacía allí un cura. –Mama, por Dios –le contestamos–, es que venía en el pack, todas las ofertas de la funeraria incluían la lectura de un responso por un sacerdote (así era en esos años). –Pues que haga su trabajo rápido y se vaya con viento fresco, que a él no le gustaba eso y hay que respetar su memoria. Nunca olvidaré esta escena, tan hermosa como para contarla en una tribuna abierta al público como esta.

Mi madre intentaba que fuéramos creyentes, pero todos los hermanos fuimos cayendo en el ateísmo como parte de las verdades que se descubren a lo largo de la adolescencia, algo que a ella le disgustaba y le servía para proclamar desolada:  –¡Claro! Con el ejemplo que tienen en casa… La verdad es que había que ser muy pánfilo para seguirse tragando eso del infierno en el que te quemabas por los siglos de los siglos. Si usted, querido lector, se ha quemado alguna vez, aunque sea una fracción de segundo, sabrá lo imposible de ese infierno eterno que nos pretendían calzar como amenaza. Por no hablar del milagroso embarazo de la Virgen María. Cuando cualquiera de nuestras amigas se quedaba embarazada y se escudaba en una explicación similar, nadie la creía. Me viene a la mente la frase mítica de uno de los enanos delirantes que aparecen en El milagro de P.Tinto (la película más surrealista del cine español, que hubiera hecho reír a carcajadas a Buñuel), que le dice a su compañero con énfasis: –Vale, lo del tres-en-uno, todavía lo puedo admitir, pero que uno de ellos sea paloma… eso ya no.

Así que yo, desde mi adolescencia estoy convencido de que fue el hombre quien creó a Dios a su imagen y semejanza, y no al revés. Pero vamos a lo que íbamos. Si usted, querido lector, me preguntase a día de hoy si soy creyente o ateo, probablemente le contestaría a bote pronto con la segunda de las alternativas. Pero no lo haría con la seguridad de mi padre. Me explico. Determinadas cosas que suceden cotidianamente parecería que tienen detrás una voluntad oculta, una intención, una especie de diseño o guión escrito por alguien. Piensen por ejemplo en mi accidente en el Metro de hace casi un año (y este era el epílogo que me reservaba, según anuncié cuando les hablé del tema de la trazabilidad). Este incidente es el resultado de un sinfín de casualidades. Para empezar, resulta que yo iba en Metro al trabajo, porque los señores de Ahora Madrid decidieron sortear las plazas de parking disponibles y perdí el sorteo (a partir de mañana, 1 de diciembre, vuelvo a tener plaza hasta el 1 de junio ¡¡Hurra!!).

En segundo lugar, un factor del que no les he hablado. Hace como un año, me tuve que poner gafas de lejos. Estas gafas me permiten ver bien de frente, pero me dejan alrededor un círculo de visión deficiente, una especie de ángulo muerto circundante. En febrero, todavía no me había hecho del todo al uso de estas gafas y creo que fue por ese ángulo muerto por donde me entró el tipo que me hizo tropezar. Por eso no lo vi a tiempo. Luego ya saben el resto de las casualidades: un tipo que viene rezagado y distraído con el móvil, una sincronización perfecta de las trayectorias, una caída hacia delante pero con un empuje lateral que me lleva a sufrir una especie de hachazo con el borde de la puerta, cuando soy una persona acostumbrada a caerme corriendo y no hacerme daño. No sigo. Cualquiera medianamente desconfiado podría pensar que todo esto fuera un guión escrito por alguien decidido a darme por culo, que estaba yo muy crecido en ese tiempo, tras intervenir en mi congreso de Londres.

Un dios, en cualquier caso, perverso y cabrón. Porque eso es algo que tengo muy claro: si existe algún dios, sin duda está lejos del estereotipo del ser bondadoso y magnánimo que nos han vendido. A Dios, para ser bueno, le falta una O. Y muchas otras letras. Cómo explicar si no, que haya niños que enferman de leucemia, como la hija de un compañero mío, que por fortuna se curó. Cómo admitir que detrás de dramas como el de Siria, los refugiados o la aparición del Daesh se esconda la mano de una voluntad divina que así lo haya decidido. Es que un dios de verdad magnánimo, haría que el cáncer afectara a las malas personas y a mí me consta, dolorosamente, que afecta igual a las más buenas. Lo siento si ofendo la sensibilidad de algún lector pero, para mí, si hay un dios, se trata de un ser malvado. Ni siquiera eso; más bien un dios como los griegos: frívolo y travieso, cruel y juguetón, capaz de tomar sus decisiones sólo por fastidiar y por dejar claro quién manda aquí.

En esta línea de inquietud filosófica más que religiosa, hace poco que he encontrado un inesperado asidero, una explicación alternativa. Hablo del mundo de los cátaros. Para quien lo desconozca, los cátaros o albigenses fueron un movimiento religioso surgido en el seno de la Iglesia Católica en el siglo X, que arraigó especialmente en el sur de Francia (Languedoc), donde duró hasta comienzos del XIII, en que fueron literalmente aniquilados en la única de las cruzadas promovidas por el Vaticano que no iba dirigida contra el mundo musulmán, sino contra cristianos disidentes.  Como los cátaros ya se olían lo que les venía, se refugiaron en castillos como los de Carcassonne, Termes, Peyrepertuse, Montsegur y otros que ahora pueden visitarse en una ruta de los cátaros, que cualquiera de las agencias de viajes incluye en sus ofertas. Pero no les sirvió de nada. El papa Inocencio III envió sus tropas y los arrasó.

¿Y cuál era la doctrina de los cátaros? Pues algo que me parece muy razonable y brillante. Los cátaros diferencian el mundo material del mundo espiritual. En el primero están las piedras, los árboles, los animales y los cuerpos de los seres humanos. Forman el segundo las almas, el espíritu, el pensamiento, la inspiración artística o musical, que son lo que nos diferencia de los demás seres vivos. Según los cátaros, Dios creó el mundo del espíritu, pero el mundo de la materia es una creación del Diablo. Dios, que es por definición bueno, creó el mundo del espíritu precisamente para luchar contra la maldad del mundo material, diseñado y construido por el Diablo para hacernos sufrir. En fin, he de indagar en este tipo de explicaciones duales del mundo (el Yin y el Yang), pero ahora mismo las suscribo. Mi accidente sería entonces el resultado de un momento en que Dios se descuidó y dejó al Diablo hacer de las suyas. En cualquier caso, es un concepto que te impulsa a luchar sin descanso por hacer el bien, algo que cuadra con mi carácter. No en vano, los cátaros se llamaban a sí mismos los hombres buenos.

En este rango de reflexiones y juegos mentales, sobrevive una cuestión fundamental sin resolver y es la que expresa una pintada, descubierta en un muro anónimo de una ciudad sin nombre. Les dejo con la foto correspondiente. Sean buenos, coño, miren que siempre se lo digo.



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