sábado, 5 de noviembre de 2016

572. En la maravillosa Kyoto

Bueno será ir cerrando temas, que la realidad nos atropella, el lunes me pasaré todo el día con el señor Rasmus Frisk un danés virguero (que no birrero, espero), el martes voy al teatro a ver Serlo o no, con Flotats; un día de estos abrirán otra vez la Línea 1 de Metro y en nada tenemos las decisivas elecciones USA, con la posibilidad de que gane el señor Tump y nos vayamos todos a la mierda. Sería el cierre perfecto para un año nefando a nivel colectivo. A la espera de tales marejadas, por aquí lleva dos días lloviendo, lo que es una bendición para Madrid. La lluvia se lleva la contaminación, limpia los meados del botellón y las cacas de los perros con amo incívico. En mi primer día madrileño, me he comido un buen plato de lentejas y he subido a la Casa del Libro de Gran Vía para hacerme con los dos libros que he de leer para las sesiones de noviembre y diciembre de mi club de lectura.

Lo que pasa es que tengo muchas cosas que contar, tanto de Japón, como de Marsella y de la actualidad de estos últimos días. Así que manos a la obra. En Japón nos habíamos quedado en Kanazawa, ciudad de tamaño medio a orillas del mar de Japón. Aquí visitamos un pequeño barrio de geishas, un castillo reconstruído y (lo más interesante) el jardín Kenrokuen, uno de los más famosos del país. Los japoneses son los mejores diseñadores de jardines del mundo y el otoño es el momento para observar mejor los juegos de colores que producen el rojo de los arces y el amarillo de los ginkos. Tal vez la mejor época para visitar el país sea unos quince días después de nuestro viaje. A mediados de octubre, la sinfonía de colores estaba sólo amagando con empezar, como ven en esta imagen. Más abajo, una escena de los equipos de mantenimiento del parque.




Después de comer nos fuimos a la estación del ferrocarril, a coger el tren bala para Kyoto. El sistema de transporte público de Japón es extraordinario, desde el Metro de las grandes ciudades, los suburbanos (para visitar la isla de Obaida, en Tokio, tomamos un monorraíl que circula a toda velocidad sin conductor) y, por supuesto, los trenes interurbanos, tanto los de velocidad media, como los famosos tren bala, en realidad no más rápidos que el AVE o el TGV, pero con la cualidad de haber sido de los primeros trenes de alta velocidad y el acierto del nombre que les pusieron. En este momento son trenes con un diseño ligeramente anticuado, pero bien conservados, limpios, puntuales y de funcionamiento impecable. Aquí me tienen explicando algo junto al morro de un tren bala.



Pero les hablaba de de la estación de ferrocarril de Kanazawa. Es espectacular. Hasta el punto que preguntamos quien era el arquitecto que había diseñado esa maravilla. Nos dijeron que era obra de Hiroshi Hara, pero buscando en Internet no he podido contrastar el dato. Hiroshi Hara es uno de los grandes arquitectos japoneses vivos (tiene 80 años) y es desde luego el autor del proyecto de la estación de tren de Kyoto, que también es muy impresionante (además del estadio de Sapporo y algunos edificios emblemáticos de Osaka). Pero es que la de Kanazawa tiene un enorme espacio frontal con una cubierta acristalada altísima que descansa por el exterior en una especie de torii gigante, que marca la entrada desde la ciudad. Creo que es una de las estaciones más bonitas que he visto.



El tren bala nos devolvió plácidamente a las costas del Pacífico, donde duerme la magnífica ciudad de Kyoto. Teníamos reservado un hotel en el centro, lo que nos permitía salir a callejear por la cuadrícula de esta ciudad señorial, de millón y medio de habitantes, antigua capital imperial y centro turístico de primer orden con sus más de mil quinientos templos y santuarios. Aquí el ambiente es tranquilo y con un punto mágico, lejos del estruendo de Tokio. No en vano fue la capital de Japón hasta la revolución Meiji, en 1868, que se la llevó a Tokio (por cierto, los dos nombres significan lo mismo: ciudad-capital o capital-ciudad). Después, en todo momento mantuvo ese punto señorial, esa belleza especial. Tal vez por eso no fue nunca bombardeada en la Segunda Guerra Mundial. Hay ciudades que son tan hermosas que hay que tener mucho valor para dar la orden de destruirlas. Ya les conté el caso de Cracovia, respetada tanto por los nazis como por los soviéticos. Lo mismo sucedió con París (recuerden la película ¿Arde París?).

En el caso de Kyoto, parece que llegó a ser preseleccionada como objetivo para la bomba atómica, pero el Secretario de Guerra USA, cuyo nombre he olvidado, la sacó de esa lista, al parecer porque había pasado allí su luna de miel y nunca se hubiera perdonado destruir el lugar de sus sueños postnupciales (estos yanquis ya saben que tienen un punto hortera). Yo tiendo a creer que esta ciudad tiene un aura especial, que suscita el cuidado de los dioses. Allí nos quedamos cinco noches, aprovechando para hacer un par de excursiones de un día, a Nara y a Hiroshima-Miyayima. Y nos fuimos con la sensación de no haber visto ni una mínima parte de lo que ofrece este lugar único.

A estas alturas del viaje, uno empieza a ver todos los santuarios y templos como si fueran repeticiones del mismo, y se imagina que ya nada le va a sorprender. Pero en Kyoto, las cosas dan un paso  más adelante y uno se vuelve a quedar patidifuso. Porque aquí está el castillo de Nijo-jo, el lugar donde vivió el gran Tokugawa Ieyasu, el unificador del país, tan desconfiado que rodeó sus aposentos de unos pasillos con el llamado suelo de ruiseñores, en el que es imposible caminar sin que sus maderas se quejen de forma tenue pero significativa. Uno ha de descalzarse para visitarlo, pero eso no evita los ruiditos. Este hombre es el que recibía a sus visitantes un escalón más alto y en compañía del niño de la campanita, como ya les conté. El castillo es precioso, como ven en estas fotos.



Es también interesante el archifamoso Templo Dorado, junto al estanque kioko-chi (espejo de agua), patrimonio de la UNESCO como otra veintena de templos y santuarios de la ciudad. Este edificio, de paredes bañadas en pan de oro, no se visita, sino que se ve desde el otro lado del estanque, en donde se agolpan las hordas de turistas para hacerse la foto consabida. Hay que esperar a que quede un hueco para hacerse la foto de marras, cuyo resultado tienen abajo.


Lejos de la presión del turismo masivo, Kyoto está llena de pequeños santuarios, tranquilos y recoletos, algunos espectaculares, como el Fushimi Inari, con su corredor de toriis, o el Ryoan-ji, con su jardín zen sin plantas, ejemplo de arte conceptual. Abajo unas imágenes, la del jardín zen bajada de Internet (por eso es primaveral), porque aquí la máquina de fotos se me quedó sin batería, tal vez impresionada por la rotundidad de la composición zen.




Por las noches, después de una intensa jornada de contemplación de la belleza, uno ha de darse una vuelta por Gion, el barrio de las geishas, con sus pequeñas tabernas y restaurantes de todos los estilos y precios. A veces basta levantar una de las cortinitas de la puerta para que te inviten a entrar, te ofrezcan una cerveza Asahi o Kirin, a cual más rica, y te empiecen a sacar tapas de toda clase. Todo esto se desarrolla por señas, con ayuda de menús con fotos de los platos. Muchos de estos pequeños bares tienen también maquetas escala 1:1 de cada uno de los platos, perfectamente reproducidas en silicona. Lo único es que, como les dije, los japoneses suelen comer poco y a veces hay que insistirles para que te saquen más. Las gentes de Kyoto salen mucho por la noche a comer y a beber. Y luego se pasan media hora a la puerta del restaurante despidiéndose con innumerables reverencias. Lo dejaremos aquí. Se pueden escribir libros sobre Kyoto, pero ya me estoy saliendo de formato. Les dejo con una imagen nocturna de Gion. Que sigan pasando un buen fin de semana pasado por agua.



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