domingo, 13 de noviembre de 2016

576. Nara-Hiroshima-Miyayima

Como la actualidad no da tregua, mi pretensión es terminar con este post el ciclo de textos sobre mi viaje a Japón, con una breve reseña de los tres últimos lugares que visitamos, en excursiones de ida y vuelta desde Kioto. Supongo que podría ya dejar el tema y pasar a comentar cosas de la situación del mundo, pero me consta que algunos de mis seguidores guardan los textos sobre viajes para utilizar la información a la hora de diseñar sus propios desplazamientos, como una guía turística. El blog tiene así una utilidad suplementaria. Así que vamos a ello. 

El día número 10 de nuestro viaje, cuando ya estábamos razonablemente saturados de ver templos que empezaban a parecernos todos iguales, tomamos un autobús reservado por la organización del viaje, para hacer los 40 kilómetros que separan Kioto de Nara. Esta pequeña y señorial ciudad tiene la particularidad de haber sido capital de Japón antes que Kioto. Recuerden: Nara era la antigua capital hasta que, en 1603 el gran Tokugawa Ieyasu unificó el Japón y trasladó la capitalidad a Kioto, en donde se construyó su palacio, el del suelo de ruiseñores. Allí estuvo hasta la revolución Meiji, en 1867, momento en que se trasladó a Tokio (por cierto, ya ven que he pasado a escribir Kioto y no Kyoto; según el corrector del Word esa es la forma correcta de escribirlo).

Todos los monumentos de Nara son, pues, anteriores a 1600, aunque han sido reconstruidos (los japoneses tienen la costumbre de desmontar sus edificios de madera cada cierto tiempo y construir réplicas exactas). Y, finalmente, Nara es un lugar con capacidad de sorprenderte, aunque lleves diez días viendo santuarios y templos. Para empezar, visitamos el Kofuku-ji, un templo budista de la época dorada de la ciudad. Les traigo algunas fotos del templete de acceso, el edificio principal y de su gran pagoda de cinco pisos. No les había hablado hasta ahora de las pagodas, torres que tienen un único fin: el de servir de referencia, señalar el lugar y actuar como elemento compositivo, a la manera de los faros o los campanarios exentos de occidente. O sea que en el interior no hay nada que justifique su visita. Las más lujosas llegan a tener hasta siete plantas.




Otra cosa interesante de visitar son las oficinas de la compañía Okumura, que se ocupa de la investigación y puesta en práctica de medidas antisísmicas. Ya saben que en Japón tienen muy asumido que están en una de las zonas sísmicas más activas del planeta y se protegen contra ello. Los edificios más recientes de las grandes ciudades están construidos con el sistema patentado por Okumura, que les hace como flotar, mientras el suelo se mueve bajo ellos a impulsos violentos. Al día siguiente de marcharnos nosotros hubo un terremoto de grado 5 en la zona de Kioto. En cualquier otro país eso serían miles de muertos. Aquí no. Ni una víctima. Ni siquiera salió en los noticiarios españoles.

Y de allí nos fuimos a ver una maravilla: el templo Todai-ji, el edificio de madera más grande del mundo, y eso que lo han ido haciendo más pequeño en las sucesivas reconstrucciones. El templo alberga en su interior un Buda gigante de 16 metros. No dejen de fijarse en la mano levantada y el dedo corazón adelantado. Parece que eso indica que el tipo ha alcanzado ya un grado supremo de santidad y sabiduría.





En la parte antigua de la ciudad y por los propios templos, está todo lleno de ciervitos tipo bambi, que conviven pacíficamente con los habitantes y con los turistas. Te puedes comprar unas tortitas especiales para ellos para dárselas. Y hay carteles advirtiendo de que no se les dé otra cosa, que los japoneses cumplen estrictamente. En cuanto a la parte nueva de la ciudad, pues tiene unas calles peatonales, con cubierta de cristal muy agradables. Allí comimos una especie de tortillas o tartaletas que se cocinaron directamente en unas planchas en el centro de las mesas. Estaban muy buenas. Y por la tarde todavía nos fuimos a ver un santuario sintoísta, del que ya no les pongo fotos, para no abrumarles.



Esto nos lleva a la segunda de las visitas que quiero contar en este post: Hiroshima, el lugar donde se hizo explotar la primera bomba atómica, un tema que se merece sin duda un post específico. Más de 70 años después, Hiroshima es una ciudad próspera, de más de un millón de habitantes, en la que es preceptivo visitar el Memorial de la Bomba, un jardín en el que sobresalen varios elementos: el Domo, antiguo edificio administrativo que se mantuvo en pie después de la bomba y se ha dejado tal cual, el monumento que señala el punto preciso del hipocentro, que marca la vertical del lugar donde explotó la bomba y un tercer elemento escultórico diseñado por Kenzo Tange. Es un lugar muy visitado, en el que cada 6 de agosto se celebra un acto conmemorativo. Ese día, el alcalde de Hiroshima, sea del partido que sea, envía una carta a los principales jefes de Estado del mundo, pidiendo la destrucción de todas las armas nucleares. El conjunto se completa con un museo, que no tiene mucho interés.

Prometo profundizar en este tema cuando tenga tiempo. Porque, en nuestro viaje, Hiroshima tenía un valor instrumental: servir de puente para la visita a la isla de Miyayima. Esta visita requiere tomar un tren desde la estación central de Hiroshima hasta el puerto, para subirse allí al ferry de la isla. Y esta fue nuestra última visita (al día siguiente teníamos día libre en Kioto), de la que puede decirse que nos dejaron para el final lo mejor. Desde el barco se ven las numerosas bateas en las que se cultivan las ostras, principal atractivo gastronómico de la isla, de buen tamaño, aunque no tan sabrosas como las gallegas. Además se puede ver el famoso torii marino que surge en medio del agua, para marcar la entrada del santuario de Itsukushima. Cuando baja la marea, se puede llegar al torii caminando por la arena.



El santuario es bonito, pero no tiene nada que no se haya visto antes, excepto el hecho de estar al lado del mar y los ciervos que también pasean tranquilamente entre la gente por toda la isla. Sin embargo, tiene una característica única. Durante todo el viaje observamos que en todos los santuarios sintoístas había una tienda de venta de souvenirs, en la que te ofrecían protectores, unos pequeños estuchitos de tela bordada que se cuelgan en las mochilas para que te libren de todo mal. Nos fijamos también en que todos los guías llevaban el mismo y les preguntamos dónde se podía conseguir. Respuesta unánime: en el santuario de Itsukushima. Así que al llegar, yo me compré tres, para mis hijos y para mí. El mío lo llevo enganchado en mi mochila para siempre. Como pueden ver en la foto, el dios que ahora me protege lleva una espada, una cuerda y el fuego. Si alguien me amenaza, le sacude con la espada, lo ata con la cuerda y lo echa al fuego. Vamos, que si llego a haber descubierto este protector, no me habría caído en el Metro como me caí. Ya le hubiera dado leña el dios al tipo que me tropezó.


Tras la visita del santuario, comimos en el pueblo a base de ostras y otras delicatesen, y todavía nos quedaba lo mejor: la subida al Daisho-in, un templo budista de influencia tibetana con una serie de edificios imponentes separados por largas escaleras. Aquí tienen en primer lugar una imagen del plano turístico del templo.


La subida por el camino que aparece señalado con los diferentes numeritos rojos, que indican los diferentes templos y lugares de interés, tiene un punto iniciático. Llegar aquí desde España, pasar por Tokio, por Kioto, por Hiroshima, cruzar el ferry a la isla y subir la empinada cuesta, son etapas o estaciones de una especie de peregrinación que te lleva a la sabiduría zen, al nirvana del último templo en la cumbre de la montaña sagrada. Pero lo más alucinante es que toda la cuesta está flanqueada por miles de estatuas diminutas de buda, cada uno de ellos con la cabeza cubierta con un gorrito de lana trenzada con técnicas de punto de cruz, que los devotos van sustituyendo para que su exvoto tenga la cabeza adecuadamente abrigada y pueda ejercer mejor sus funciones de protección. No puedo dejar de ponerles un montón de fotos, seleccionadas entre todas las que hice, porque esto es algo alucinante.






 


Creo que este es un digno colofón a mi periplo por tierras japonesas. Sólo por llegar a la isla Miyayima, comprar un amuleto y subir la cuesta rodeado de buditas sonrientes con gorrito de lana, merece la pena hacer un viaje tan largo. Vimos caer el sol sobre el mar, bajamos a ver el torii con la marea baja y nos dirigimos al muelle de los ferrys, felices y dispuestos a hacer el viaje de vuelta a Kioto. Que sean ustedes felices, como yo lo he sido en este viaje.

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