viernes, 19 de agosto de 2016

545. Sobre el derrumbe de la Unión Soviética I

Agotado tras mi segundo día de correr por el Retiro y hacer luego mi sesión normal de rehab. Como ya sabía, el segundo día es el peor, por la cosa de las agujetas. El primer día, entre el estado virginal de tu musculatura y la ilusión que te hace recuperar las sensaciones perdidas, se lleva más o menos bien. Hoy, salir ha sido el resultado de un esfuerzo heroico y, me creerán o no, pero, cuando he llegado a la Castellana y me he tenido que parar ante un semáforo en rojo (menos de un minuto de carrera), la parte de mi cuerpo que menos me dolía era mi fracturado brazo izquierdo. Luego, se va entrando en calor y la sensación mejora. He de confesarles algo bastante deshonroso. ¡Ay, qué vergüenza! Ya he contado que suelo correr con alguna melodía rockera en mi cabeza, que me ayuda a mantener un ritmo uniforme. ¿Saben cuál es la que he llevado en mi mente estos dos días? Pues el Rum and Coca Cola de las Andrew Sisters. Eso les dará una idea del ritmo aplatanado y vergonzante que he seguido en esta mi rentrée al mundo de las carreras.

Tras descansar un rato, leo la prensa digital y descubro que hoy, 19 de agosto, se cumplen 25 años del final de la Unión Soviética. Tal día como hoy, Boris Yeltsin, subido encima de un tanque frente al Kremlin, se puso farruco y dio por disuelto el invento. No consta que le fuera practicado ningún control de alcoholemia, que hubiera seguramente roto el medidor. Siempre he tenido bastante curiosidad por saber de primera mano cómo era la vida en Rusia antes y después de ese momento. Y, en ese sentido, acabo de terminarme un libro bastante divertido. Su nombre es Pequeño fracaso y se trata de la autobiografía del escritor y periodista neoyorkino Gary Shteyngart, autor de tres novelas publicadas con anterioridad y bien valoradas por la crítica. Este buen hombre es un judío, con el típico humor que caracteriza a esa raza, que vino a nacer en 1972 en la ciudad entonces llamada Leningrado, hoy San Petersburgo. El nombre con el que fue inscrito en el registro era Igor y pequeño fracaso es la forma en que su madre le llamó durante mucho tiempo, además de mocoso y otros apelativos similares, porque el chaval era un niño enclenque y medio enfermo, un verdadero desastre. La vida de este chico se desarrolla en Leningrado hasta los siete años y la parte del libro que abarca ese período es muy curiosa e ilustrativa sobre cómo era la vida cotidiana en la Unión Soviética.

Hablamos de una familia urbana, cuyo padre es ingeniero y que vive en una de las dos principales ciudades del país. Sin embargo, la familia pasa bastantes estrecheces económicas, la madre ha de hacer colas ante las tiendas para conseguir comida y la ropa que pueden ponerse todos ellos es uniforme y gris. Digamos que sobreviven dignamente a base de hacer economías, con la ayuda de los abuelos, pero, eso sí: el nivel económico es igual para todo el mundo, no hay privilegiados y la gente vive en un grado de pobreza digno, con sus necesidades principales cubiertas, y con una enseñanza y una sanidad universales, públicas y de calidad, a la espera de una mejora global que les haga progresar como colectivo (no olvidemos que la llamada dictadura del proletariado se planteó como fase provisional, necesaria para alcanzar la ansiada democracia, aunque, una vez en el poder, ya se quedó indefinidamente). El problema es que esa mejora global no llegará nunca, porque en 1989 el sistema colapsará, como las Torres Gemelas.

Todo eso era relativo. Quiero decir que esa uniformidad en la pobreza digna abarcaba a la mayoría de la población, pero no a todos: por encima estaban los del Partido, que tenían toda clase de ventajas. En cuanto a la calidad de la maravillosa sanidad universal, hay una de las hilarantes historias que se cuentan en el libro que yo creo que da la verdadera dimensión del nivel de dicho sistema. Resulta que Igor ha nacido con un asma severa, estornuda y se ahoga todo el rato y sus padres, angustiados y sin saber lo qué le pasa, llaman a los servicios de salud para solicitar una consulta. Les dan cita para dos meses después, pero aquello es una urgencia y entonces piden que venga una enfermera a ayudarles, algo a lo que tienen derecho. Naturalmente, están todas ocupadas. No hay ni una libre. La madre, desesperada, clama por teléfono: –Mi hijo se está ahogando, no para de estornudar ¿qué hago? Respuesta desde el otro lado del hilo telefónico: –Dígale Jesús.

Ni que decir tiene que, en cuanto esta familia cruza el llamado telón de acero y llega a Viena, visitan a un doctor privado que les cobra cuatro duros por la consulta y les proporciona un inhalador. Y se acabó el problema. Parece que el sistema sanitario que atendía a la sociedad soviética más urbana carecía de estos inhaladores. Un dato revelador. Diré que, cuando yo nací, en el mundo había dos sistemas sociopolíticos diferentes, que competían entre ellos y se descalificaban mutuamente. Tiempos de la guerra fría. El universo soviético generaba cierta admiración entre el mundillo antifranquista, basada, creo, en el desconocimiento de la realidad de lo que pasaba al otro lado del telón. Yo viajé por Bulgaria y Yugoslavia, de vuelta de Estambul, y vi unas sociedades empobrecidas y entristecidas, bajo el yugo de sistemas muy autoritarios. De entonces recuerdo también algunas de las últimas películas de Hitchcock, como Topaz o Cortina Rasgada, que el rojerío rechazaba por anticomunistas, tachando a su director de facha. A mí me parecían (y me lo siguen pareciendo) buenísimas.

Recuerdo también que mi padre hablaba de Rusia con una apenas disimulada admiración. Mi padre, hombre moderado y de orden, sentía una alergia natural por el rock and roll, los melenudos, los hippies, las drogas o las pintadas. A ese conglomerado, que tanto asco le daba (y que a mí me atraía como a las moscas la mierda), siempre le contraponía el mundo de Rusia, tal como él lo imaginaba, con una juventud trabajadora, aseada, bien vestida, educada, con corbata, y unas calles seguras, limpias y sin pintadas (es posible que eso fuera en parte cierto, pero también era un mundo gris, aburrido e impuesto por la fuerza). Tuve tiempo de discutir con él, respetuosamente y con mucha cautela (porque estos temas le ponían muy nervioso), a cuenta de cosas como el mayo del 68, o la invasión soviética de Praga. Por todo esto, yo viví el posterior derrumbe del sistema soviético con emoción y un inevitable alborozo (aquellas imágenes de la demolición del muro de Berlín), pero a la vez con una curiosidad sobre qué fue lo que precipitó ese colapso, que aún conservo.

Sesudos analistas tienen la cosa muy clara: el sistema de economía centralizada, de propiedad pública de los medios de producción, basado en una gran industria pesada en manos del Estado, no supo adaptarse a los nuevos tiempos, a la carrera de las nuevas tecnologías. En los 80, cuando yo crucé Bulgaria, casi no había ordenadores en nuestro mundo occidental, pero hasta la última tienda de ultramarinos disponía del sistema de código de barras. En Sofía subsistían los viejos teléfonos de bakelita en los que se marcaban cuatro cifras. Como en mi infancia coruñesa, hasta que a todos los números les pusieron el 2 delante. Este tipo de detalles son los que yo busco. Por eso me ha gustado la primera parte del libro del que les hablo. En 1979, cuando el pequeño Igor Shteyngart tiene siete años, a la familia le surge la oportunidad de pasarse a occidente. ¿Por qué?

Pues resulta que las cifras macroeconómicas de la Unión Soviética amenazan en ese momento con una debacle y la posibilidad de que la población empiece a pasar verdadera hambre empieza a resultar muy creíble. En Rusia, aun recuerdan la terrible hambruna que causaron las medidas de colectivización de la agricultura decretadas por Stalin (sólo en Ucrania murieron de hambre entre seis y siete millones de personas) y no quieren que eso se repita. El presidente Leónidas Brézhnev suscribe un acuerdo con el americano Jimmy Carter. Los Estados Unidos suministran trigo en cantidades enormes a la Unión Soviética, a cambio de una serie de condiciones y contraprestaciones. Entre ellas, que se deje salir del país a las familias judías que lo deseen. La mayoría de las familias beneficiadas por el acuerdo aprovecharán para irse a Israel, pero los padres de Igor tienen unos parientes en New York y se instalarán allí para siempre.

Nada más llegar a Viena, desde Berlín adonde han sido llevados en avión, el niño Igor descubre un mundo en technicolor, que contrapone al blanco y negro de su vida anterior. Ha de quitarse de la cabeza su complejo de culpa (al principio piensa que sus padres lo han llevado al lado de los malos, de acuerdo con lo que le han enseñado en la escuela). El chico es un desastre en todo, pero ya despunta como escritor. Entre sus lecturas infantiles está El maravilloso viaje de Nils Holgersson a través de Suecia, el libro por el que le dieron el premio Nobel a su autora Selma Lagerlof, que cuenta el viaje de un niño a lomos de un ganso. Tras leerlo a los cinco años, el pequeño Igor ha escrito una novelita que se llama Lenin y el ganso mágico, en la que es el propio Vladimir Ilich Ulianov el que viaja por toda Rusia a lomos de un ganso mágico. A tan temprana edad ya apuntaba maneras el chico.

Tengo ya cubierto el tamaño normal de mis entradas y todavía me quedan cosas que contar, así que habrá un post II. De momento les apunto que, en el libro de Shteyngart, la parte de su nueva vida americana es igual de hilarante. Nada más llegar e instalarse en un apartamento en Queens, les llega una carta en la que les informan de que acaban de ganar 12 millones de dólares. Se ponen todos muy contentos y hacen cuentas sobre la nueva casa que se van a comprar en un barrio más elegante, el nuevo coche, etc. Nadie sospecha que pueda ser una estafa, aunque la misiva va dirigida a los señores Shitengart, o sea, Mierdengart. Al final, la cosa consiste en que han de suscribirse a una revista mensual, lo que les vale para participar en el sorteo de los 12 millones, que por supuesto pierden. Ya han entrado en el mundo del capitalismo.

Gary empieza a estudiar en una escuela hebrea, pero luego pasa a una laica en Manhattan, en donde se convierte en un adolescente hippie, melenudo, porrero y bebedor, que se pasa el día medio pedo, mosconeando entre ligue y ligue. La escritura le libra de acabar en la calle como un homeless alcoholizado. La verdad es que es un escritor cojonudo. Les voy a dejar de propina la transcripción de la descripción que hace de una de sus novias, Pamela. No creo que, tras leer esto, resistan la tentación de comprarse el libro. A la espera del estreno del Dépor en Liga esta noche, les deseo que pasen un buen finde.

Empezaré describiendo su aspecto. Tiene dos cuerpos. Uno es su aristocrática mitad superior, que mis antepasados petersburgueses probablemente hubieran calificado de “cultivada”, con unos hombros pequeños que caben en los huecos de mis manos, una cara muy bien proporcionada de aire inglés (aquí el diminuto pimpollo de una nariz, allá unas orejas que no pasan de una tentativa minimalista), y todo el bonito conjunto coronado por cincuenta centímetros de pelo rubio muy espeso. Pero a la luz de las velas aparece un segundo cuerpo tan arcilloso y real como el interior de nuestro país: unas piernas muy, muy fuertes que superan con facilidad las colinas de Brooklyn en las que vive (Cobble y Boerum Hills, para ser exactos); unas caderas lo suficientemente amplias como para dar a luz a toda la tribu de José; y un trasero en el que uno se puede perder, una festoneada, ondulada y blanquirrosada oda a los sencillos placeres de la lujuria. Y cuando ella extrae esta segunda mitad corporal de unos vaqueros muy ajustados, me debato dolorosamente entre lo biológico y lo refinado: ¿le agarro el culo o le beso el pimpollo de la nariz? ¿Me lanzo sobre la corona dorada de su cabellera o me zambullo en la obvia promesa de sus muslos?    
   

7 comentarios:

  1. Estupenda reflexión. Da gusto leer a alguien que se acerca a los hechos históricos sin prejuicios, sin estar condicionado por una estructura mental de izquierdas o derechas, simplemente con la curiosidad de saber exactamente lo que sucedió en cada momento. Buena lectura para el sunday morning, en estos días de calor en los que casi no se puede salir a la calle.

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  2. Estupenda reflexión. Da gusto leer a alguien que se acerca a los hechos históricos sin prejuicios, sin estar condicionado por una estructura mental de izquierdas o derechas, simplemente con la curiosidad de saber exactamente lo que sucedió en cada momento. Buena lectura para el sunday morning, en estos días en que el calor es disuasorio para salir a la calle.

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    1. Muchas gracias. La buena Historia ha de ser imparcial y verdadera.

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    2. Eso es extremadamente raro. Por algo la mayor parte de los historiadores tiene tan poca credibilidad.

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    3. Es difícil de conseguir, pero se puede intentar. Al menos en un foro desenfadado y ligero como este, sin mayores pretensiones que la de entretener informando de cosas cuya veracidad cualquiera puede contrastar en las wikipedias de turno.

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  3. La verdad es que el libro ese Pequeño Fracaso parece atractivo como lectura veraniega. Pero los mejores análisis de la Rusia post soviética son los que hace Svetlana Alexievich, a lo mejor no tan divertidos. Sus reportajes y entrevistas trascienden del puro periodismo y por eso le dieron el Nobel de literatura hace unos años.

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    1. Sí, tengo pendiente leer alguno de los libros de esta señora. He leído artículos, reportajes y también alguna entrevista que le han hecho y me parece extraordinaria, coincido con tu opinión.

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