sábado, 17 de diciembre de 2022

1.193. Música clásica, fotos y un dilema ético

¡Joder! Y decía yo que me esperaba una semana plácida. Iluso de mí. ¡Qué angustias prenavideñas he pasado! Les voy contando. Como les dije, llegué a casa tras mi excursión coruñesa el domingo por la noche. Les conté que me hice un revuelto de espárragos trigueros para cenar, pero lo que no les conté es que mi casa estaba helada, después de un mes de sufrir el shitty weather sin que la caldeara un solo rayo de sol y encima estar tres días deshabitada. Yo venía de la suavidad térmica gallega y en algún momento me debí de resfriar, porque el lunes amanecí con una tos tremenda, un acusado dolor de garganta y un río de agua cayendo de la nariz. Caminé a la academia de yoga bajo un diluvio y me calé. Hice por esta vez toda la sesión de yoga con mascarilla, por proteger a mi profesora y compañeras de cualquier cosa que me hubiera pillado, que obviamente podía ser Covid.

Tenía mi post anterior prácticamente terminado cuando salí para al concierto de Yuja Wang, y lo terminé deprisa y corriendo a la vuelta; por eso se publicó a punto de terminar el día. El concierto tuvo un punto accidentado. La Philharmonia Orchestra, agrupación musical radicada en Londres, iniciaba aquí su gira por España y sus vuelos se vieron afectados por una nevada monumental en el propio aeropuerto de la capital británica. Hubo caos, retrasos, pérdidas de equipaje. Los miembros de la orquesta acababan de llegar en vuelos demorados, algunos no habían ni podido pasar por el hotel, a otros no les habían llegado sus maletas con el traje de gala, por lo que estaban de paisano (todos se las arreglaron para vestir de negro) y no habían podido descansar ni ensayar lo suficiente. Pero tanto Yuja Wang como los maestros de la Orchestra son profesionales y cumplen con su trabajo llueva o truene.

El concierto fue impecable, pero no dieron ninguna propina; necesitaban retirarse a descansar para el resto de su gira española. AQUÍ pueden ver la reseña de El País. El concierto constaba de tres piezas y Yuja intervenía sólo en la segunda, el Concierto Nº 1 para piano y orquesta de Rajmáninov, que terminó entre sonoras ovaciones de un público que básicamente venía a verla a ella. Después de mucho insistir, se consiguió que saliera a saludar de nuevo e hiciera dos de sus típicas genuflexiones de saludo, de las que cualquier otra persona saldría con la espalda quebrada (las hemos visto en el blog). Yuja es pequeñita, muy simpática y toca desbordando energía y virtuosismo. Y Serguéi Rajmaninov es una figura monumental en la historia de la música clásica, el gran compositor, director y pianista postromántico que perfeccionó la línea de Chaikovski. En el conjunto de su obra, el Concierto nº 1 para piano y orquesta es ciertamente una obra muy especial.

Su versión inicial se compuso en 1891 y se interpretó por todo el mundo con éxito notable. Pero en febrero de 1917 Rajmaninov estaba centrado en hacer una nueva versión, acorde con los avances musicales de los nuevos tiempos. Era ya un músico famoso, aclamado por todas partes y, según él mismo contó después, estaba tan concentrado e inmerso en su tarea de revisar el concierto, que ni se enteró de las revueltas, los tiros y las ráfagas de ametralladora que sonaban al otro lado de las ventanas de su casa en San Petersburgo. El día del triunfo de la primera Revolución, que llevó al poder a Kerensky, Rajmaninov ya había terminado su revisión. Días después, acudió a su casa de campo y la encontró ocupada por milicianos y arruinada por completo. Recibió entonces una invitación a dar un par de conciertos en Estocolmo. Con esa carta consiguió el visado para salir de Rusia, algo muy difícil en los tiempos postrevolucionarios. Se fue en tren a la frontera norte con su familia, cruzaron a Finlandia y tuvieron que hacer parte del recorrido en trineo abierto. Nunca más volverían a Rusia.

El concierto del otro día se completaba con dos obras de Chaikovski: la Obertura de Romeo y Julieta y la Cuarta sinfonía. Chaikovski es también un músico extraordinario, pero tiene entre sus numerosas composiciones algunas de mucha fanfarria y marcado acento militar, que a mí no me entusiasman; prefiero sin duda sus momentos íntimos y apasionados, su romanticismo exaltado y sus composiciones más líricas. Me gusta especialmente el Concierto para violín y orquesta (sólo compuso uno) que me lo sé de memoria. Para algunos de mis lectores, será una sorpresa el hecho de que tenga ciertos conocimientos de música clásica, pero les diré que la Música con mayúsculas es sólo una, en todas sus modalidades, y yo estoy ahora concentrado en mis clases con Henry Guitar en tratar de tocar siguiendo una partitura, porque con el oído sólo no llega, aunque se tenga mucho, como es mi caso (por eso se me dan bien los idiomas). Como sé que muchos no se creen la mitad de las cosas que digo, pues esta mañana mismo me he grabado un videoselfie, para que vean cómo se conserva en mi memoria musical el primer movimiento del Concierto para violín y orquesta de Chaikovski.

Vaya, es una versión libre del comienzo del allegro moderato con que arranca este concierto extraordinario, pero pueden creerme si les digo que también me sé el andante que le sigue y el allegro vivacissimo con el que se cierra. Chaikovski era un verdadero genio y sus dos obras del otro día sonaron magníficas, con la Orchestra dirigida por un joven finlandés con ademanes y cabellera que de alguna manera recordaban a Harpo Marx que, como saben, nunca fue mudo aunque interpretara al mudito de los también gloriosos Hermanos Marx. Pero volvamos a mi peripecia. Por la tarde, antes del concierto, tenía una tos recurrente imposible de contener, lanzaba estornudos en serie y me encontraba fatal. Pero me fui al Metro, para salir en Prosperidad y caminar hasta el Auditorio Nacional. Y en esa caminata, me calé de nuevo. Y llegué al Auditorio, mais morto que vivo, pero cheguei.

Alcancé mi localidad y comprobé lo que sé hace años: el público que se reune en estos conciertos es de una composición similar al que asiste a las misas de los domingos: mayoría aplastante de gente mayor, muy correctamente vestida, y también mayoría femenina, señoras muy dignas con cardado de peluquería y marido circunspecto. En la fila de delante de la mía, un poco a la derecha, estaba sin embargo un tipo joven con aires de eunuco, quiero decir, regordete, flácido y blandengue, emboscado en una mascarilla negra y unas gafas del mismo color. A mí me preocupaba muchísimo que me diera la tos y llevaba para ello una caja recién comprada de Juanolas con própolis, para no molestar al personal. Luego resultó que resonaban continuas toses en todos los registros, porque se conoce que la epidemia de virus es amplia y variada. Pero les juro que yo no tosí una sola vez, salvo en los recesos.

Lo que pasa es que consumí el paquete de Juanolas con própolis casi entero. Y para ello, cada vez había de sacarlas de su envoltorio individual en el blíster, lo que producía un clic minúsculo, que yo procuraba amortiguar o hacer coincidir con algún instante especialmente estentóreo de la partitura. Pero, créanme: todas y cada una de las veces que hube de abrir el envoltorio de una juanola, porque ya no podía aguantar más la tos, el blandengue de delante lo acusaba con un respingo y una mirada instantánea de reojo hacia atrás, seguida de un gesto casi imperceptible de la cabeza diciendo: que-no-que-no-que-no. Llegaba un lapsus, yo volvía a toser como un descosido y, reiniciado el concierto, cuando estaba ya a punto de reventar, sacaba otra pastilla y el gordunflas me fulminaba con su mirada indignada de través y, consternado, decía con la cabeza que-no-que-no-que-no.

Miren, hay una línea de este blog en la que les insisto aunque sé que muchos no la comparten: la cara es el espejo del alma. Un sujeto con la pinta del tipo que decía que-no-que-no-que-no cada vez que escuchaba el mínimo clic que yo producía (y a quien no parecían molestarle las toses que soltaban todo el rato los demás acatarrados) tiene que ser muy tonto. La cara es el espejo del alma, y les voy a poner varios ejemplos. Primero, ¿se acuerdan ustedes de Liz Truss, la efímera primera ministra del UK, a la que The Economist pronosticó certeramente que no duraría más que una lechuga cuya foto sacaron en portada? Esta señora pasará a la historia como la persona que se creyó el mantra de que había que bajar impuestos, accedió al puesto con esa idiotez y, cuando trató de implementarla, los mercados dijeron que basta, que el país corría el riesgo de entrar en bancarrota (Feijoo debería tomar nota, si es que le interesa algo gobernar España, cosa que está en duda, dada su actitud displicente). Pues vean la cara que tenía esta señora cuando se defendía de todo el mundo en el Parlamento. 

Es como la oca madre graznando a todo volumen para advertir a su prole de algún peligro. Pero ya no es sólo la cara. ¿Se han fijado en ese puño izquierdo crispado? Todo un signo de una forma de ser. Podría mostrarles algunas de las caras que se están viendo estos días en el crispado Parlamento español, pero es que la astracanada en que se han convertido las sesiones me repugna de tal manera que estoy viviendo mi vida como si eso no estuviera sucediendo (aunque sé que es grave). Para ello, he tenido un aprendizaje conductista a base de vivir como si no hubiera Covid, como si no hubiera guerra en Ucrania, como si los palestinos no estuvieran jodidos. Pero sigo al tanto de lo que sucede afuera de mis ventanas, no estoy tan ensimismado como Rajmaninov, y por eso me he enterado con horror del escándalo de los sobornos del estado de Qatar (el mismo del Mundial de Fútbol) a los miembros del Parlamento Europeo, encabezados por la mismísima vicepresidenta, la griega Eva Kaili, ex presentadora de TV como Leticia, que hace unos meses declaró que Qatar era “un ejemplo a seguir en materia de derechos laborales” (tiene cojones). Pues vean una foto de esta señora en su escaño, cuando ni siquiera imaginaba que la policía de Bruselas vendría y se la llevaría directamente al trullo.

¡Cuántas cosas dice esa mirada, un poco de ave vigilante, controlando los peligros potenciales! ¡Cuánta doblez moral! Espero que mis comparaciones ornitológicas no se tomen como comentarios machistas. Igual que en cualquier otro terreno ético o existencial, las mujeres, cuando se trata de ser malas, superan ampliamente a sus colegas del otro género, a menudo un poco bobalicones, como mi vecino del concierto de Yuja. Vean abajo una muestra fehaciente de lo que les digo. Ahí, en esa mirada sesgada, en esos ojos turbios, podemos entender todo lo sucedido en las residencias de la tercera edad de la Comunidad de Madrid, en las que se prohibió trasladar a los ancianos enfermos de Covid a los hospitales para que fueran tratados, asunto cuyos familiares han llevado a Bruselas. Y la orden de cortarles la cuerda por la que les subían la comida a los médicos que se encerraron ayer en la Consejería de Sanidad de la calle Sagasta y que tuvieron que volverse a sus casas para no morirse de hambre (una táctica digna del señor Putin).

Por poner un contrapunto, vean en cambio la serenidad, la sabiduría, la integridad y la fiabilidad de una persona, reunidas en una sola imagen. Se trata de la campeona de ajedrez de los Estados Unidos Lisa Lane y la foto está tomada en Washington Square en 1961. Esta vez estamos ante una mirada noble, de alguien de una sola pieza, que nos cuenta lo que ha tenido que pasar esta señora para llegar a hacerse con el trono nacional del ajedrez a pesar de la brecha de género, que en aquellos años debía de ser tan ancha como el Mar Rojo ese, cuyas aguas dícese que separó Moisés.

Pero volvamos al final del concierto. Me encontré al salir a algunos conocidos, pero enfilé enseguida el camino a casa porque me encontraba bastante agotado. Y, al llegar a casa, me entró una tiritona de las que hacen época, enhebrada sobre una serie interminable de estornudos. Alarmado, me puse el termómetro: tenía 38ºC. Ni una décima más ni menos: 38 justos. Me tomé un ibuprofeno, me envolví en numerosas mantas, bufandas y capas de ropa y caí rendido en un sueño profundo. Por la mañana estaba empapado, aturdido y exhausto, pero ya sin fiebre. Era martes y yo tenía enseguida una hora de inglés on line, en la que dedicamos parte de la clase al vocabulario ad-hoc: tenía agujetas de toser (cramps from coughing), pero no tenía fiebre (fever), ni tiritaba (shiver). Y, tras la clase, me quedé solo frente a mi situación.

Ustedes no lo recuerdan, pero este jueves a las 12.45 estaba citado en el Ramón y Cajal para mi segunda revisión semestral de las carótidas, que parece mentira que ya haya pasado un año desde el incidente que les relaté en detalle. Y el tema era: ¿y si tengo otra vez el Covid? En tesituras como esta, yo suelo recurrir a los expertos. Llamé a un amigo médico un poco cenizo, pero no tenía otro a mano. Es aquel que me dijo que, desde que se había operado de cataratas, veía a la gente más fea, al contrario de lo que me pasa a mí. Sus instrucciones fueron perentorias: ahora mismo bajas a la farmacia y te compras dos tests de antígenos de los nuevos, que detectan el Covid y las dos variantes de gripe, A y B. Subes a casa, te haces uno y me llamas con el resultado. Si te sale positivo por alguno de los tres conceptos, anulas la cita. Y si es negativo, el mismo día de la consulta repites la prueba antes de ir al hospital. Cumplí a rajatabla y abajo tienen la foto del resultado. Sólo la raya de la C, lo que indica: negativo total.

Bien, el martes me pasé toda la tarde en bata y envuelto en mantas, tosiendo dolorosamente por las agujetas en el pecho, bebiendo mucha agua y siguiendo con el ibuprofeno pautado cada ocho horas. Me acosté y esta vez dormí bien de puro agotamiento. Y me levanté el miércoles lleno de energías. Me tocaba correr, según mi programa de actividades. ¿Por qué no hacerlo? Cuando yo era un corredor de verdad, el entrenamiento me ayudaba a curarme antes los constipados. Sólo cuando se trataba de gripe, tenía que parar; con fiebre no se puede correr. Pero yo no había tenido fiebre, desde mi pico del lunes por la noche. Y el resultado del test era inequívoco: no Covid, no gripe A, no gripe B. Eso sí, debía correr dentro de casa, porque fuera seguía lloviendo si Dios tiene qué (expresión manchega que solía usar mi padre y que le brindo desde aquí al Ateo Piadoso para su colección). Hice mis 50 minutos y me encontré bastante bien.

Respecto a esto de mis carreras indoor, les reproduzco la conversación que tuve con mi amigo Alfred en La Coruña. Me dijo que no entendía cómo era capaz de correr 50 minutos haciendo círculos dentro de una casa pequeña. Le empecé a explicar que acumulo los muebles en el centro, etc, pero me cortó: no se refería a eso. Más bien quería saber para qué. Le dije que yo necesito correr dos días por semana porque me va muy bien para el cuerpo y también para la cabeza; que corro sobre todo para no volverme loco. Su respuesta: para mí, alguien que hace eso es que ya está loco, como el oso del Retiro, o sea que tu objetivo es inalcanzable. Imagino que su diagnóstico es certero, lo que se corrobora con el videoselfie que les he puesto más arriba. En fin, vino la señora que limpia la casa y la recibí con mascarilla para no pegarle el resfriado. Y luego salí a coger el Metro a Palomeras para mi clase con Henry, donde también mantuve la mascarilla. Por cierto, a la ida tuve que atravesar ríos de agua de casi una cuarta, que corrían desbocados por las cuestas. Se me empaparon los zapatos, las perneras de los pantalones y las partituras que llevo en la funda de la guitarra.

Pero faltaba lo peor. Porque llegué a casa, me puse a recoger algunas cosas para recolocarlas, como hago siempre después de que venga la señora que me limpia, que prefiere ponerlas a su gusto y no al mío. Y en esas encontré la regleta del test del Covid-gripe, que no había tirado. Más de 24 horas después de hacerme el test y comprobar el resultado que les he mostrado arriba, la cosa había cambiado. Ahora había una raya nueva. Un segmento ominoso y bien visible en el lugar que indica la presencia de Covid. Era algo que no me esperaba. Tal vez el análisis había detectado trazas de Covid, igual que ciertos alimentos tienen trazas de frutos secos. Pero estos alimentos pueden provocarle un shock anafiláctico a un alérgico. Busqué las instrucciones del artilugio. Su indicación era clara: la lectura debía de hacerse entre 20 y 25 minutos después de iniciada la prueba. Una imagen anterior o posterior a ese intervalo podía dar un resultado falseado.

Sí, pero la raya era bien clara. A lo mejor es que el Covid estaba empezando y por eso se había retrasado la imagen. Cuando me repitiera la prueba al día siguiente, jueves, seguramente aparecería esa raya ominosa desde el principio. Qué hacer. Al día siguiente, tenía la consulta de seguimiento de mi afección carótida. Si tenía Covid, tendría que suspenderla. Y a saber cuándo me citarían para este tema, tal como está el sistema, con la gente cabreada o en huelga. Por supuesto, primero tendría que hacerme una segunda prueba, pero: ¿y si me salía positiva? Entonces, se me pasó por la cabeza una idea: puedo no decir la verdad. Vale, es una cosa mal hecha, una canallada, en cierta forma. Pero no voy a perjudicar a nadie. El Covid ya no es la enfermedad grave del principio. Durante toda la consulta voy a llevar una mascarilla de las buenas, una FP2. Y, ahora mismo, a la gente que da positivo no le dan la baja médica, sino que le dicen que vaya a su trabajo y no se quite la mascarilla FP2.

Aquí se me suscitó el dilema ético al que se alude en el título del post. Además, este tema incide en mi disociación entre el Emilio personaje del blog y el Emilio real, de la que ya les he hablado. Como saben, este es un blog en primer lugar literario y yo, como Pessoa, Boris Vian y otros, me he inventado un heterónimo, un personaje de mí mismo que no soy yo, alguien mucho más decidido y resuelto, menos tímido, más divertido, más ligón y desde luego con una postura ética inmaculada: el Emilio del blog nunca haría una trampa como esa. Es decir, que si hiciera finalmente esa pirula, no lo podría contar en el blog. Pero el Emilio real es el que se enfrentó al marrón, y este Emilio es un personaje diferente, más dubitativo, más tímido, más neutro. Y desde luego menos fiable y menos preocupado de dar una imagen de súper honrado.

Yo me suelo guiar por una máxima: no está mal hacer de vez en cuando alguna pirula, por motivos prácticos, previa constatación de que no perjudico a nadie. ¿Le perjudicaría a alguien que yo mienta afirmando que he dado negativo? Pues, honradamente, creo que no. Si yo me pongo una FP2 y ya no me la quito ni para dormir, no voy a contagiar a nadie. Sólo que no lo podría contar en el blog, pero a la mierda el blog: aplazar la consulta semestral de seguimiento de mi estenosis carótida sería una faena y era estúpido que hiciera eso. Hay cosas que se hacen y no se cuentan y ya está. Es la misma regla de tres por la que yo cruzo los semáforos en rojo o a veces me cuelo en las colas más largas con mucho disimulo. Estas conductas no las extiendo nunca a temas económicos, porque, desde mi ignorancia como economista, pienso que si yo me llevo un dinero indebido, se lo estoy quitando a alguien en alguna parte. Lo que pasa es que, como les he dicho, mi personaje del blog se va apoderando poco a poco del terreno del Emilio real, de modo que mi vida es cada vez más un blog. Pero todo tiene sus límites.

La lucha entre mis dos personalidades era encarnizada y, en este punto, pido a mis lectores que aporten alguna opinión, si quieren. ¿Qué harían ustedes en un caso como este? A mí, uno de los aspectos que me echan para atrás de optar por conductas heterodoxas como esta que planeaba, es el bochorno que pasas cuando te pillan haciendo una pirula. Pero en este caso, nadie iba a saber realmente si estaba mintiendo o no. Yo me haría el test y nadie más que yo vería el resultado. Bueno, los creyentes piensan que, aunque no te vea nadie, te está viendo Dios desde arriba y por eso han de seguir portándose bien aunque estén solos. Pero sólo faltaría que por mantener la línea de este blog que dura ya más de diez años, me hiciera con una especie de Dios vigilante, formado por todos mis lectores, con el esfuerzo mental que me supuso dejar de creer en Dios. En realidad, con el Covid descafeinado que tenemos ahora, mantener esta rigidez en las normas es como la tontuna de la mascarilla obligatoria en el Metro, que sólo se aplica en España, o los absurdos de la política china de Covid cero, que ha terminado por cabrear a todo el mundo.  

Pero la cosa no estaba clara y han de creerme: esa noche dormí bastante mal, porque estos dilemas al menos a mí no me resultan nada fáciles, existen aspectos como la mala conciencia, yo soy muy negado para mentir, enseguida se me nota en la cara y pensaba que podía acabar por meterme en un lío o quedar fatal. Me pasé toda la noche reinando, como se dice también en La Mancha, estado que se ejemplifica maravillosamente en la copla flamenca: me dan las claras del día/lo mismo que me acosté/dando vueltas en la cama/y mirando a la pared. Así que me desperté prontísimo, me levanté porque ya no me aguantaba en la cama y ya se imaginan lo primero que hice nada más levantarme: el segundo test de antígenos. Y salió también negativo. Se lo juro, abajo tienen la imagen y les prometo que eso es lo que mostraba la regleta entre los minutos 20 y 25. Desayuné tranquilamente con una sensación de alivio acojonante, luego asistí a mi clase de inglés on line y ya me preparé para coger el Metro a Chamartin y allí el tren al Ramón y Cajal. Pero antes de salir de casa tiré el segundo test a la basura. Esta vez, unas horas después de hecha la prueba, mostraba la misma imagen, la que ven abajo.

Que el test resultara definitivamente negativo, es algo que me tomé como un signo de que mi racha de buena suerte aún no se ha terminado. Al final, sólo tenía un resfriado fuerte, que se iría suavizando poco a poco. Todo encajaba ahora. Si hubiera tenido el Covid, me habría encontrado peor y no hubiera podido hacer mi carrera indoor. Pero la mente te juega a veces malas pasadas y yo llegué a creerme que había contraído el Covid. Desde luego, en el test primero había aparecido una segunda raya, eso no había sido un sueño o una alucinación que yo hubiera sufrido. El caso es que los buenos augurios se confirmaron: en el examen médico me vieron exactamente igual, lo que me lleva a espaciar más los controles, así que ya no tendré que volver al hospital hasta dentro de un año. Desde allí me fui en el tren a Sol y caminé hasta la academia de yoga, donde ya hice mis ejercicios sin mascarilla. Y en el Ricla montamos una fiesta de las grandes a cuenta de mis buenas noticias.

Y ayer viernes amanecí con sol por primera vez en más de un mes, como una aurora alumbrando mi nueva situación sin preocupaciones, listo para afrontar los festejos de Navidad que vienen. Fue otro día de sinvivir, que les contaré en el post siguiente, porque ya me he pasado de las medidas normales. Les diré sólo que, para este día de nueva felicidad tras las angustias pasadas en el resto de la semana, tuve a bien estrenar una sudadera que me llegó desde Londres a primeros de semana. Abajo el selfie para que la vean, aunque no creo que se lleven ninguna sorpresa. Es muy calentita; si llego a tenerla el día que volví de Coruña, a lo mejor no me había resfriado. Así que sean buenos. Y no hagan trampas. O, si las hacen, asegúrense de que no les pueden pillar. Y, desde luego, no lo cuenten.

6 comentarios:

  1. Es la mejor ejecución y la más divertida, del concierto para violín y orquesta de Tchaikovsky, que he visto nunca.
    Como tu, también yo, estoy con fuerte catarro, tos seca, irritativa e irritante y 38º de fiebre. Lo combato como puedo, paracetamol, codeína, cama y paciencia. Debe ser de la exposición a la mar oceana en el faro de Mera. A cuidarse.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Creo que fue cousa das meigas de Santa Cruz. Yo ya voy mejor. En cuanto a Tchaikovsky como tu lo escribes, pues era pura pasión. Se puede interpretar con orquesta o uno solo en la ducha.
      Abrazo fuerte y Feliz Navidad.

      Eliminar
  2. El dilema sobre el que nos pide pronunciarnos, se resuelve por sí solo. Si el test le hubiera resultado positivo usted lo habría ocultado, como hubiera hecho cualquiera de sus lectores que no sea un fanático de la corrección, de esos que esperan media hora a que el semáforo se ponga verde, aunque no se vea un coche en cien metros a la redonda. Lo que pasa es que, alrededor de eso, usted se monta una disociación muy vistosa literariamente, con dos personalidades en conflicto, que ya ha utilizado en el blog en otras ocasiones. Y lo más grande es que hay un tercer Emilio: esa especie de narrador omnisciente que nos relata el combate mental entre los otros dos. Entre esto y lo de correr en círculos, yo creo que debe usted vigilar su salud mental, antes de que se le vaya de las manos.
    Es broma, por supuesto. ¡Ah! y, por favor: el próximo videoselfie, en la ducha y con acompañamiento de cuerda.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. O sea, que usted es de los míos. Usted privilegia lo práctico y lo ágil sobre lo extremadamente correcto. Tiene que ver con la diferencia (en inglés) entre ética y moral. Yo siempre he dado prioridad a la ética, cuidando en lo posible que mi actividad no perjudicara a nadie.
      Lo de la tercera personalidad es muy ingenioso, no se me había ocurrido, pero está claro que tiene razón. En cualquier caso, gracias por aportar su opinión, aunque sea camuflado de lector anónimo.

      Eliminar
  3. Pues yo no lo tengo tan claro y entiendo tus dudas y tu mal dormir de esa noche. Lo malo de hacer una trampa es que, si te sale bien, ya te vas relajando en tus principios y te dejas llevar a una actitud de que todo vale. No descartes que la señora esa griega Eva Kaili no empezara por hacer pequeñas trampillas como esa. Así que, ante tu dilema, yo apuesto por apoyar la postura del Emilio bloguero, ese personaje, real o inventado, que es tan divertido y a veces resulta modélico en sus conductas.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Otro punto de vista. Es cierto que lo de hacer trampas puede resultar adictivo y hay que vigilarlo antes de que vaya a mayores. Pero yo estoy más en la línea del anónimo anterior. Aunque a ti también te agradezco que opines. Abrazos.

      Eliminar