jueves, 25 de agosto de 2022

1.161. El amante de las hipotenusas

Ese soy yo: el amante de las hipotenusas. ¿Quieren saber por qué? Pues sigan leyendo, que más abajo se lo explico. Hace ya un mes que asistí al concierto de Samantha Fish en Jerez de la Frontera y todavía sigo bajo el influjo de ese evento extraordinario. He de decirles que Jóse Peinado, el organizador del festival La Isla del Blues filmó el concierto entero con varias cámaras y lo va colgando en Youtube canción por canción. Es algo que merece la pena ir viendo y se lo voy a ir incorporando a mis sucesivos posts para que quien quiera lo pueda ver y comprenda por qué estoy yo tan entusiasmado con esta chica. Les recuerdo que yo estuve con ella un par de minutos mientras esperaba para subir al escenario. Y que luego corrí a buscar un hueco en la primera fila, mientras mi amigo Dani se demoraba saludando a un conocido tras otro. Bien, pues esto fue lo primero que vi. El arranque de este concierto fabuloso. Sam empieza a todo trapo con su cigar box guitar de cuatro cuerdas y sonido más tosco que el de la guitarra normal. Pantalla grande y sonido al máximo please.

Abajo continuaremos con el segundo corte. Como ven, la filmación es muy buena, la imagen, el sonido, los encuadres y el montaje. Un lujazo. No es lo mismo que verlo en directo desde la primera fila, pero les puede servir para hacerse una idea de lo que yo viví ese día. Y ya ven cuál es la deriva de mi vida: cuando todo el mundo esperaría que me recluyera en casa y me dedicara a leer, ver la tele, tomar sopitas con ondas y salir a ver alguna exposición, de pronto encuentro un motivo adicional para seguir viviendo deprisa y me transmuto en fan rendido de Samantha Fish y, como el más genuino de los groupies, me pongo a seguirla de concierto en concierto cual quinceañero enamorado. Me viene al pelo la reflexión de Victor Hugo, cuando le dijeron que le veían amargado y solitario y le preguntaron si se estaba volviendo viejo. Es una reflexión muy larga, pero les voy a entresacar los dos trozos que me parecen más esenciales.

No respondí, no me estoy volviendo viejo, me estoy volviendo sabio.

He dejado de ser lo que a otros agrada para convertirme en lo que a mí me agrada ser, he dejado de buscar la aceptación de los demás para aceptarme a mí mismo, he dejado tras de mí los espejos mentirosos que engañan sin piedad.

No, no me estoy volviendo viejo, me estoy volviendo asertivo, selectivo de lugares, personas, costumbres e ideologías.

He dejado ir apegos, dolores innecesarios, personas, almas y corazones, no es por amargura, es simplemente por salud.

Cambié las copas de vino por tazas de café, me olvidé de idealizar la vida y comencé a vivirla.

No, no me estoy volviendo viejo. Llevo en el alma lozanía y en el corazón la inocencia de quien a diario se descubre.

Impresionante, ¿verdad? Me siento bastante identificado con las reflexiones del maestro. Cada día que pasa me siento más alejado de estereotipos, siguiendo mi propio camino, sin importarme lo que piensen o digan de mí los demás (tal vez sea el único urbanita madrileño que, pudiendo hacerlo, no ha salido a la playa o a la montaña en el verano más caluroso de la historia). Hay en ello un poco también de cabezonería, de llevar la contraria, de amor por la disidencia en sí misma. Es este un sesgo bastante familiar, que comparto con mis hermanos y que pienso que tal vez tiene su origen más por el lado materno, mi madre era también muy cabezota. Por ejemplo, mi hermano mayor Antonio, fue durante un tiempo miembro del grupo de senderistas al que yo pertenezco y que él abandonó hace ya bastantes años. En ese grupo, mi hermano desarrollaba a tope su inclinación por la disidencia.

Cada vez que los jefes del grupo marcaban un camino a seguir para la caminata del día, no pasaba mucho tiempo sin que mi hermano se internara por su cuenta por alguna senda alternativa, por pensar que era más recta o más interesante. El problema es que hacía esto sin brújula ni ayuda técnica de ningún tipo, ni el menor conocimiento de la zona porque, cuando los jefes mostraban los mapas explicando el recorrido, solía abstraerse o estaba distraído con algún otro tema. Resultado: a menudo se perdía y al llegar al punto de encuentro se le echaba de menos. Varias veces hubo que llamar a la Guardia Civil y alertar de que habíamos perdido a un senderista. Y todos recuerdan todavía el día en que los guardias lo trajeron ya bien entrada la noche, abrigado con una manta como El Lute, en medio de una ventisca de frío y nieve. Su mujer, mi querida cuñada, salió al frente del grupo, miró al jefe de la partida y le dijo solamente gracias. Inmediatamente le señaló a su marido la puerta del refugio y no volvió a hablarle en toda la excursión.

De mi hermano Pepe tengo una anécdota más reciente. En pleno encierro radical por la llegada de la pandemia, cuando estaba prohibido salir a la calle salvo para recados imprescindibles, Pepe bajó a comprar el pan. Dobló la esquina y se dirigió a la panadería. Pero, a las puertas del establecimiento, miró al frente y vio el cielo limpio sobre la bahía de Riazor. Recordó entonces que conocía otra panadería al final del paseo y, ni corto ni perezoso, se encaminó a esa dirección. Estaba el paseo marítimo completamente vacío, en una hermosa mañana de abril. Ayudándose del bastoncito que usa para paliar sus dolencias motoras, caminó hasta la otra tahona, compró el pan y volvió por el mismo camino. Pero se encontraba tan bien, casi como levitando, que decidió sentarse en un banco del paseo a disfrutar de ese momento de epifanía.

Medio adormecido al sol, por entre los ojos semicerrados vio acercarse un coche de la policía a baja velocidad. Los agentes se bajaron, le preguntaron si estaba bien, le pidieron el DNI y le preguntaron si no sabía que no se podía estar en la calle por el virus. Mi hermano les dijo que estaba al corriente, pero que había bajado un momento a comprar el pan y les mostró la bolsa con el anagrama de la panadería. Uno de ellos sacó su móvil, abrió el Google Maps y buscó panaderías cercanas al domicilio que figuraba en el DNI que todavía le retenían. Y le mostró a mi hermano el resultado: había al menos tres panaderías en un radio de pocos metros. Le devolvieron el DNI, le conminaron a volver a casa enseguida y le dijeron que no se le ocurriera hacer esa travesura de nuevo, porque la próxima vez podían multarle.

Mi hermano Viti, de quien me acuerdo todos los días y a quien tengo presente a todas horas, era quizá el menos disidente de los cuatro, aunque a veces también te sorprendía con alguna salida imprevista. Yo, por mi parte, creo tener el tema bastante controlado, aunque he de reconocer que comparto el ramalazo familiar del amor por la disidencia y el simple llevar la contraria. Porque he de decirles que con esas travesuras (así las llamó el policía) disfrutamos como enanos, nos da el subidón cuando salimos finalmente bien parados y luego tenemos un tema para contar a los demás y hacer que se rían las tripas. De mí ya les he contado, por ejemplo, que cada día intentan encasquetarme la tarjeta de cliente del Alcampo y me dicen que me ahorraría 5€ en la compra ese mismo día. Y yo les repito que no, que no quiero ahorrarme 5€.

Y, cada vez que renuevo los toldos de mi terraza, me toca explicarle al instalador de turno que los quiero así, siete toldos de un metro de ancho a subir y bajar con cuerdas. Y todas las veces me insisten: ¿y no ha pensado en lo cómodo que le resultaría un solo toldo que se subiera y bajara pulsando un botoncito? Pues no, los quiero exactamente así, así los diseñé y ese diseño me permite cubrir alternativamente distintas zonas de la terraza en función de las necesidades de luz y calor de cada época del año. Soy un cabezota, pero les diré que esos sistemas automáticos del botoncito tienen una tendencia bastante acusada a estropearse o quedarse encasquillados, que yo no tengo por qué sufrir. Y aquí viene el asunto de las hipotenusas del título, que no es sino una variante de ese amor familiar por la disidencia, que ahora les explico.

En este asunto se entrecruza también la protesta por la predominancia del automóvil sobre el peatón en nuestras ciudades. Las ciudades fueron diseñadas para ser habitables hasta que hizo su aparición el automóvil, un artilugio que fue ganando terreno hasta acorralar a los peatones en aceras minúsculas en donde encima tenían que respirar los malos humos (hasta hace nada se seguían usando gasolinas con plomo). Yo recuerdo que mi padre a veces volvía muy cabreado de la calle y proclamaba: esto va a terminar con la desaparición del peatón, yo no lo veré, pero vosotros sí y os acordaréis de mí cuando se prohíba caminar por la calle y se supriman las aceras. Mi padre siempre tuvo un punto visionario. Ese acorralamiento del peatón se empezó a paliar cuando aparecieron los movimientos ecologistas y se evidenció que la calidad del aire urbano era muy mala. Se empezó entonces a recuperar espacio para peatones y bicicletas.

Sin embargo, en el Madrid de Almeida, el predominio del automóvil sigue siendo escandaloso. Y una muestra de ello es la cantidad de recovecos que le hacen dar a un peatón para cruzar la calzada por determinados puntos. Normalmente sucede cuando has de cruzar una de las avenidas principales. Tú llegas por tu calle secundaria, desembocas ante la gran arteria y ves enfrente la calle por la que quieres seguir. Pero no puedes cruzar directamente. Tienes que irte a un lado, por ejemplo a la izquierda, a tomar por culo de lejos, para cruzar correctamente por el paso de peatones. Es decir, te ves obligado a seguir un trayecto de dos tramos en ángulo recto para llegar a donde quieres. Pero hace mucho tiempo que Pitágoras demostró que el trayecto más corto para llegar a tu destino en ese tipo de ocasiones no es recorriendo los dos catetos, sino por la hipotenusa.

Les pongo algunos ejemplos. Yo voy mucho a la zona de Malasaña-Chueca-Fuencarral. Para ello atravieso mi barrio hasta pillar la calle Jesús. Llego por esa calle a la Carrera de San Jerónimo bordeando el hotel Palace. En ese punto, para hacer las cosas correctamente, tendría que subir por el lateral de la Carrera hasta la altura de las Cortes, donde está el paso de cebra. Y luego rectificar hasta enfocar la calle Marqués de Cubas por la que pretendo seguir. Pues, en vez de eso, yo tiro por la hipotenusa. Como todas, esta disidencia ha de hacerse con siete ojos, porque en este punto te salen coches que suben desde Neptuno, coches que bajan de Sol, más los que vienen de atrás de Jesús, los que entran al parking de las Cortes y los que quieren salir a la izquierda a la calle del Prado. Hay que estar muy atento, pero al final hay un momento mágico en el que se puede cruzar. A veces hay que dar una carrerita porque se te echa encima un coche más rápido de lo esperado.

Un poco más adelante, al final de Marqués de Cubas, el mismo problema. Te hacen girar a la izquierda, rebasar el Círculo de Bellas Artes, cruzar Alcalá por el semáforo y luego la Gran Vía por un segundo semáforo, que no está coordinado con el primero en esta ciudad de preferencia para el coche. Pues yo salgo desde Marqués de Cubas, pillo la correspondiente hipotenusa y me cruzo de una vez Alcalá y Gran Vía para llegar a la calle Libertad, que está justo enfrente y tiene el nombre oportuno para expresar cómo me siento yo cuando continúo mi camino en dirección a Chueca. Durante un tiempo tuve una pareja a la que le ponía muy nerviosa esta querencia mía por las hipotenusas. Ella representaba el estereotipo contrario, el de las personas que se van al semáforo, esperan la luz verde y entonces pasan sin mirar, porque tienen el derecho de hacerlo. Es algo muy típico de las parejas el posicionarse en los planteamientos opuestos más extremos en relación con cualquier tema que se suscite. Porque entre ambos extremos hay todo un abanico de posiciones intermedias, en las que se mueve la mayor parte de la gente.

Yo, aunque me toque pasar por un semáforo en verde, no dejo de mirar a ambos lados, porque puede venir un conductor que no te vea, o se haya puesto a mirar el móvil, o se esté peleando con el copiloto o le acabe de dar un infarto. Ya saben que nunca hay que perderle la vista al peligro, un dicho muy taurino: el famoso Yiyo mató a su último toro y se distrajo un instante pensando que ya había terminado su trabajo, instante que aprovechó el toro para atravesarle el corazón con su último impulso vital. Entonces los taurinos dijeron eso: nunca hay que perderle la cara a la muerte. En fin, esta manía mía de utilizar las hipotenusas urbanas me ha deparado algunas situaciones gozosas y otras de cierto terror. Paso a relatarles una de cada.

La primera ya se contó en el blog, pero la repito por si la han olvidado. Regresaba yo de un largo viaje de esos con los que solía obsequiarme antes de la pandemia y, como les he dicho más de una vez, una de mis fobias más acreditadas es hacia los taxistas, reconozco que soy un poco exagerado e injusto con ellos pero, para mí, el prototipo del taxista es un tipo bastante borde, no demasiado limpio, antes frecuente fumador, que va escuchando la COPE y simpatiza con Vox. Así que me vine del aeropuerto en el transporte público aunque arrastraba una maleta de tamaño medio con su trolley y estaba previsiblemente cansado. Llegué finalmente a la estación de Atocha y atravesé la zona del invernadero, para salir a la glorieta. En ese punto, uno se ve obligado a doblar todo a la izquierda hasta encontrar una escalera que te sube a la plaza muy cerca del punto por donde desemboca Méndez Álvaro.

La glorieta de Atocha tiene en el centro una rotonda alargada, por lo que los peatones han de cruzarla en dos tramos. Al final de la escalera, constaté que no venía nada de tráfico por mi izquierda, así que inicié mi media hipotenusa para llegar al centro de la rotonda. En esas andaba cuando oí un alboroto enorme, e inmediatamente vi venir hacia mí por la misma hipotenusa a una banda de unos siete u ocho negros enloquecidos portando al hombro sendos sacos enormes de arpillera barata y corriendo a todo lo que podían. Estos negros suelen extender sus puestos-manta de venta ilegal en la zona cercana al comienzo de la calle Atocha y tienen siempre alguien al loro para dar el agua. Cuando el encargado de vigilar ve llegar a la madera, grita ¡agua! y provoca que todos a una tiren de las cuerdas de las cuatro esquinas del expositor, convertido instantáneamente en fardo, y echen a correr como almas que lleva el diablo.

En casos como ese de necesidad extrema, la hipotenusa es el camino más adecuado, de modo que aquella turba cruzó una primera diagonal hasta el centro de la rotonda y siguió a toda velocidad por la segunda diagonal, donde lo que menos esperaban era encontrarse a un tipo con bigote blanco arrastrando una maleta con ruedas. Viendo venir aquella marabunta hice lo que debe hacerse en tales casos: quedarme inmóvil. Si te intentas mover a un lado o a otro, te arrollan seguro. Si te quedas quieto, hacen por evitarte. El caso es que la turba me rebasó y, todavía medio en shock, miré al suelo y vi un sombrero, un falso panamá que se le había caído del bolsón a uno de los negros. Mi impulso fue cogerlo y correr tras ellos con el brazo levantado para que vieran el sombrero y volvieran a recuperarlo.

La escena es parecida a la de Chaplin en Tiempos Modernos, cuando observa que se le cae a un camión el trapo rojo que lleva al final de una carga que rebasa el tamaño de la caja. Chaplin coge el trapo rojo y corre tras el camión agitándolo para llamar la atención del chofer. Entonces, de una bocacalle desemboca una manifestación de obreros iracundos y Chaplin se ve en la cabeza de dicha marcha enarbolando el trapo rojo en alto. Yo corrí unas zancadas, pero vi que no podría alcanzarlos y me paré en una postura también muy cinematográfica, con un brazo adelantado con el sombrero en alto, las piernas abiertas en una zancada inmóvil y la maleta detrás. En esa posición, se me ocurrió mirar de reojo hacia mi izquierda.

Todo el grueso de peatones que estaban cruzando el paso de cebra al haberse puesto la luz en verde, estaban pendientes de mí, mirándome con curiosidad. Desde el centro del grupo, un tipo de aire compadre me grito: ¡Déjelos usted, jefe! ¡Quédese con el sombrero! Mire, pruébeselo y verá qué bien que le queda. Sin cambiar de postura, me coloqué el sombrero en la cabeza (me quedaba como un guante). Entonces recibí una ovación cerrada de todo el grupo de peatones, que ya tenían algo que contar en sus casas ese día. La ovación fue tan estentórea, que no tuve más remedio que hacer una reverencia sombrero en mano, tras de lo cual, me lo puse otra vez y completé la hipotenusa que tenía a medias. Uso ese sombrero desde entonces, cuando no me pongo el pañuelo de bluesman.

Bien, la peripecia terrorífica es muy reciente. En mi trayecto hacia la academia de yoga, que está en la plaza del Conde de Barajas, tengo por costumbre abreviar el recorrido a pié con unas cuantas de estas hipotenusas mías. Una de ellas es el punto en el que la calle Toledo recibe de un lado el final de la calle Segovia y del otro la calle Colegiata, que viene de Tirso de Molina, por la que yo llego al lugar. Cuando el tráfico de Colegiata me lo permite, ya me cruzo previamente a la acera derecha, de modo que, al llegar, me salgo fuera de las vallas y cruzo Toledo por un lugar indebido, hasta la rotondilla triangular que divide las direcciones de subida y bajada de la cuesta de Segovia. Para hacerlo correctamente, tendría que llegar por la acera izquierda, caminar un poco hacia la izquierda por Toledo, hasta el paso de peatones frente a la iglesia de San Isidro, cruzar por allí y luego volver para esperar un segundo semáforo para cruzar la calle Segovia.

A la ida esta maniobra no es para nada peligrosa. Desde el lado norte no viene casi nadie, sólo alguien que salga del parking bajo la plaza Mayor. Y por la izquierda, la mayor parte del tráfico dobla hacia Colegiata y se atasca a menudo, con lo que yo cruzo cómodamente, tanto si está abierto el tráfico en la calle Segovia, como si no. El problema, que pude comprobar el otro día, es que también hago esa misma maniobra en el camino de vuelta y eso ya no está tan claro. El otro día, desde la rotondilla triangular, debería de haber tomado los dos pasos de cebra sucesivos (Segovia y Toledo), pero decidí trazar una diagonal. Había como tres autobuses atascados formando un círculo desde la iglesia de San Isidro hasta la parada de Colegiata que está enseguida. Inicié mi hipotenusa y esperé en el centro de la calzada contraria a que se movieran los autobuses y me dejaran completar la diagonal.

Entonces, del parking de la plaza Mayor emergió una moto a toda velocidad, directa a mi posición. Avancé unos pasos para dejarle paso por detrás y me puse muy cerca del autobús atascado. Y, en ese momento, desde detrás de la cola de los autobuses surgió otra moto bastante acelerada que pretendía saltarse el atasco por fuera. Ya no podía echarme más encima del autobús ni tampoco retroceder, porque entonces me arrollaría la primera moto. Así que decidí quedarme quieto, con los hombros encogidos esperando el impacto. Entonces, de forma milagrosa, las dos motos se cruzaron sin frenar por detrás de mí. Un instante después, los autobuses circularon y yo alcancé la acera aún bastante asustado.

Los dioses traviesos que juegan a los dados con nuestro destino, me acababan de enviar otro mensaje: vale, haz las hipotenusas que quieras, pero no fuerces la suerte, que la suerte es algo muy volátil y puede cambiar de signo en cualquier momento. Lección recibida, una vez más. Pero ya les digo que, con 71 años cumplidos yo ya no voy a cambiar y, si me descolgué desde la azotea hasta la terraza de mi casa, pues no tengo que explicarles nada más. Y que conste que yo me considero una persona prudente, que no soy un insensato ni un suicida. Pero me tira mucho el tema de la disidencia cuando tiene una finalidad práctica: yo no haría diagonales si eso me supusiera que el camino se me hiciera más largo.

Pero hemos empezado hablando de Samantha Fish y les he prometido que les subiría el segundo corte del reportaje que se filmó en su concierto de Jerez. De verdad, merece la pena que lo vean. Esta vez son dos canciones: All Ice No Whiskey y Twisted Ambition. El punteo que desgrana Sam en la segunda de ellas empezaba ya a dar señales de que esa noche se encontraba muy a gusto en el escenario y que estábamos asistiendo a un concierto realmente especial. Verán que empieza por cambiar de guitarra para pasarse a la Gibson SG, que es un cañón. Y reta al público: ¿quieren ustedes un poco de rock'n roll? Pues se lo vamos a dar. Por cierto, yo he visto a Samantha dos veces este verano, lo que podemos considerar como dos puntos que forman un cateto. El 11 de noviembre la veré en París, completando el segundo cateto. Pero ya saben que a mí lo que me gusta es ir por la hipotenusa. Es un acertijo sobre algo que no puedo anunciar todavía, porque no es seguro. Sean pacientes. Y disfruten del vídeo que les dejo de cierre. Con la pantalla grande y buen volumen por supuesto.

2 comentarios:

  1. Por Dios, tenga cuidado, qué vamos a hacer si nos deja sin blog. Sus historietas son fantásticas, en los dos sentidos de la palabra, no hace falta que las aliñe con tensiones y peligros como los de esas dos motos lanzadas en sentidos contrarios y empeñadas en cruzarse justo por el punto en que está usted cruzando indebidamente. No nos dé esos sustos...

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    1. Tranquilo, hombre, yo hago por cuidarme. Pero ya sabe usted que la vida sin algo de peligro es bastante insulsa. Gracias por interesarse por mi integridad física.

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