viernes, 26 de noviembre de 2021

1.102. Sentimientos a flor de piel

Bueno, no es por presumir, pero ayer El País publicaba el mismo gráfico explicativo de la relación entre vacunados y no vacunados entre los contagiados por el virus que yo les mostré a ustedes tres días antes y ya saben que esto es algo que siempre me gusta. Ya les conté que, después de dar mi clase el viernes en la Université Paris Huit de Saint Denis, el sábado me fui a Lille a casa de mi hijo Lucas, con quien nos quedamos solos los dos el domingo y pudimos disfrutar de largos ratos para pasear por la ciudad, conversar a corazón abierto o a calzón quitado si lo prefieren, debatir sobre lo humano y lo divino, cocinarnos algunos platos estupendos y visitar también algunos restaurantes de esa agradable ciudad del norte, que cualquiera confundiría con una ciudad belga, con sus calles empedradas y sus casas coronadas por frontones triangulares, bajo techumbres muy inclinadas para dejar resbalar la nieve.

En esos días me sucedieron algunos percances irrisorios y menores que evidencian lo despistado que soy. El lunes por la noche, aprovechando que estoy suscrito a Netflix, mi hijo y yo vimos la película Las leyes de la frontera, estrenada en los cines hace un par de meses, dirigida por Daniel Monzón y basada en la novela reciente de Javier Cercas. Es una película que les recomiendo, si es que no la han visto ya, una historia de pasiones y sentimientos desgarrados situada en el Girona marginal de los años 70, en plena transición. Monzón hace un cine muy bueno, con mucha acción y continua tensión (Celda 211, El niño). La cosa es que, al acabar la peli y todavía bajo el shock de la historia que acabábamos de ver, me llevé el ordenador a la cama, con tan poco cuidado que se me enredó el cable en las piernas y el aparato se me cayó sobre el suelo. Aparentemente no tenía nada, pero a partir de ese momento ya no me podía conectar a Internet. Y al día siguiente tenía clase de inglés por la mañana y Billar de Letras por la tarde.

El martes, seguí mi clase de inglés con el móvil y, después de desayunar, Lucas, provisto de un pequeño destornillador, abrió la tapa inferior del aparato. Se habían soltado las dos conexiones que activan la pequeña antena del WiFi. Una de ellas la pudo reconectar. La otra se resistía, la forzamos un poco y nos la cargamos. Pero, como siempre, había una solución. Por la tarde nos acercamos a un Carrefour gigante que hay al lado de la estación del ferrocarril y allí me compré un cable con doble clema de salida, que me permite conectar el ordenador directamente al router. Ya puestos a comprar, me hice con uno de diez metros que me servirá para conectarme en mi casa desde cualquier rincón, al menos hasta que vea si me arreglan la conexión WiFi en algún servicio técnico. Con ese cable, ya pude seguir el Billar de Letras con el ordenador en pantalla grande. Y por cierto que el libro que analizamos, La novia prusiana, de Yuri Buida, es también un texto apasionado, que habla de sentimientos y de los temas verdaderamente importantes de la vida. Ya les hablaré de este libro en un post exclusivo.

El miércoles por la mañana me cogí el tren de vuelta a París, un TGV que hace el trayecto en una hora. Llegué a la Gare du Nord y caminé hasta la casa de mi hijo Kike, que no iba a estar esta semana pero me había dejado la llave. Nada más llegar, caí en la cuenta de que me había dejado en Lille todas las medicinas que he de tomar cada noche para llevar un adecuado seguimiento de mis patologías diversas. Era una faena, pero llamé a Lucas y rápidamente se le ocurrió una solución. En su laboratorio hay compañeros que viven en París y cada día van y vienen a Lille durante toda la semana. Uno de esos compañeros se ofreció a traerme la bolsita de las medicinas y a las ocho bajé a esperarlo en la Gare du Nord. Dejé las medicinas en casa con el tiempo justo para salir pitando y llegar a mi cita para cenar con mi amigo Alain Sinou. También dedicaré un post al contenido de mi clase y a la conversación de anteanoche con Alain.

Porque hoy quiero centrarme en un asunto diferente. Tal como les he contado, estos pequeños tropiezos (ordenador estropeado, medicinas olvidadas) se pudieron resolver bien, solamente con imaginación y tranquilidad. Si Lucas no hubiera encontrado un compañero que me trajera las medicinas, tendría que haber vuelto a Lille (una hora de tren), y regresar en el día (otra hora de vuelta). No fue necesario y son ejemplos de asuntos que se pueden resolver fácilmente, como cuando a Samantha se le rompe una cuerda y sigue tocando hasta el final de la canción, cuando le cambian su guitarra por otra. Incluso los problemas sobrevenidos que se pueden resolver con dinero, son asuntos también menores, aunque nos dé rabia que sucedan. Lo peor son los que no tienen solución, ni siquiera con dinero y van a ver enseguida de qué estoy hablando.

Ayer y hoy me he dedicado básicamente a recorrer las zonas de París que más me gustan. Mi último viaje fuera de España fue el de Madagascar, a cuya vuelta les mostré a mis compañeros mi recorrido favorito de París, en un día inolvidable, en el que además nos hizo muy buen tiempo. Recuerdo que en la plaza de los Vosgos todos nos tiramos al sol en el césped, porque estábamos reventados del gran paseo, que remataríamos por la noche cenando en La Coupole, en el Bulevar de Montparnasse. Después de toda la mierda de la covid y las imágenes de las ciudades vacías, como un hormiguero pisoteado, mi reencuentro con las calles de París ha estado lleno de sentimientos y emociones. Ayer jueves me levanté bastante tarde. Me había despertado a medianoche como suele sucederme, pero después de leer un rato me quedé frito. Escuché ruidos en la casa, mi nuera y el chico al que le tienen alquilada la habitación pequeña salieron silenciosos para no despertarme.

Cuando abrí un ojo eran las 9.15. Como un zombi, recorrí la casa, comprobé que estaba solo y bebí un trago de agua. Me disponía ya a organizar mi mañana de jubilado gozoso, cuando caí en la cuenta de que era jueves y tenía clase de inglés. Apenas me dio tiempo a conectarme. Después de la clase, me duché y me vestí. Total, que me puse en marcha ya cerca de las doce. En una pastelería me comí un croissant parisino con un café-créme y seguí caminando por la rue Saint Denis abajo, hasta la zona del Pompidou-Les Halles. Allí doblé a la izquierda para atravesar el Marais, un barrio que me encanta pero que está ya bastante invadido por el turismo. Recorrí la rue des Rosiers, eje del antiguo barrio judío donde están todos los baruchos que venden fallafel, encabezados por el mítico L’As du Fallafel, que ha recuperado las colas de costumbre. Continué para ver mi querida plaza de Sainte Catherine du Marché, que casi nadie de fuera de París conoce y que tiene un bar en el que cada día hay actuaciones de magia.

Crucé la plaza de los Vosgos y seguí al bulevar para caer a Bastille. Allí me habían avisado de que ya se ha inaugurado una parte de las obras que había en la plaza y que por unas escaleras se puede bajar al Quaie de Valmy, el muelle del canal. Bajé y recorrí el muelle por una pasarela de madera que han hecho y que te conecta al final con las orillas del Sena. Regresé por el otro lado del canal, porque tenía que coger el Metro en Bastille para acudir a una cita ineludible: visitar a mi mejor amigo de París, el gran Philippe Billot, internado en una residencia con la mitad de su cuerpo paralizado como consecuencia de un ictus que sufrió en el verano de 2018. Aún en enero de ese año fuimos mi jefa, mi compañera M. y yo a Paris a presentar nuestros proyectos de Reinventing Cities en el Pavillion de l’Arsenal, le enviamos una invitación para asistir al acto y luego comimos los cuatro. Estaba fenomenal. Aunque tiene diez años más que yo. Cuando lo volví a llamar en septiembre, porque yo volvía a París, ya me enteré de la fatal noticia.

Esta es la tercera vez que lo visito desde entonces. Me contó una historia que quizá sea mentira, porque me dijo ayer que no la recuerda. Me dijo que todo había empezado porque perdió las gafas, unas gafas cutres de esas de farmacia. Que su mujer y sus hijas le convencieron de que de una vez fuera a un oculista a hacerse unas gafas buenas. Que el oculista descubrió que no había ido en su vida a un médico y le dijo que no le hacía las gafas hasta que se hiciera al menos una analítica. Que el resultado de esa analítica fue que batió el récord histórico de colesterol de la región de L’Ille de France. Que directamente lo mandaron al quirófano a limpiarle las arterias y ponerle una serie de stents. Pero que en la operación se le soltó un coágulo al cerebro, seguramente de una carótida, que yo sé mucho de eso ahora.

Parece una historia de las que cuenta Yuri Buida en su libro y Philippe siempre ha sido un engañador, con una capacidad de fabular acreditada. Ahora lo han trasladado a una residencia más cercana del centro y, casi tres años después de mi última visita, el pobre hombre está hecho una ruina. Se emocionó mucho de verme y luego me dijo con rabia que le fastidiaba mucho que le vieran llorar. No se puede mover y tiene el ánimo por los suelos. Yo creo que tal vez podrían sacarlo en silla de ruedas a que viera un poco la calle. Pero él dice que nadie lo hace y no sé si es cierto. Me dijo que no duerme nada, que se pasa las noches dándole vueltas a sus miserias y que le gustaría acabar ya, pero que en Francia la eutanasia es algo muy dificultoso y además su familia no está por la labor.

En fin, estuvimos más de tres horas hablando, rememorando nuestras aventuras en París y en Sri Lanka. Me hice un par de selfies con él, que no voy a traer al blog, y que le mandé a los demás miembros del equipo del proyecto de Colombo. Hablé por teléfono con su único hermano, al que conozco, que vive en Málaga y llamó en ese rato. Me dijo que él había intentado llevárselo al sur, para que al menos estuviera al lado del mar, pero que su familia se había opuesto, porque dicen que al menos en París le visita bastante gente. Aunque él dice que nadie va a verle. Me despedí de él cerca de las seis de la tarde, quién sabe si por última vez. Salí a la calle, en la zona de Porte des Lilas y de pronto me entró un hambre tremenda, porque no había comido nada desde mi café y croissant. Entré en el primer lugar que encontré, que resultó ser una cantina bretona estupenda.

Allí me comí una crépe de trigo sarraceno, con jamón, queso, champis y un huevo, acompañada de frites y una de esas ensaladas verdes que los franceses aliñan con una vinagreta en la que baten aceite, vinagre de vino, sal, pimienta blanca y mostaza (yo me la hago a veces, cuando encuentro buenas lechugas de las rizadas) y acompañada por una pinta de sidra bretona. Todo ello en honor de mi amigo doliente. Es una pena que le haya ocurrido esta desgracia, una persona tan vitalista y con un humor tan característico, que ha perdido totalmente. Al menos me contó que sus tres hijos están bien y se ganan la vida sin dificultad. Cogí el Metro únicamente hasta Republique, para caminar un rato bajo una aguanieve helada, revuelta por rachas de viento polar.

Por la noche comí solamente unas mandarinas y una onza de chocolate que había por casa. Hoy me he levantado más pronto, he tomado mi desayuno francés habitual cerca de la Gare Du Nord y he cogido la línea 4 de Metro hasta el Odeón. Allí he visitado el parque del Jardin de Louxembourg, donde he corrido más de una vez y más de dos. Desde allí he vuelto caminando por la rive gauche, la calle Saint André des Arts, Nôtre Dame, la isla de San Luis, etc., mi recorrido habitual. En el próximo post les pondré algunas fotos que he ido tomando. He comido un magré de pato a la naranja en una brasserie cualquiera, he visto la exposición que había en el Pavillion de l’Arsenal y he seguido hacia el Marais, donde he vuelto a cruzar mis plazas favoritas, de camino al museo del Carnavalet, en donde hay una exposición permanente sobre la historia de la ciudad. Luego he buscado el Metro más cercano, al lado del Pompidou, y he vuelto a casa bastante cansado.

Esta noche tengo cena con los tres ocupantes de esta casa que regresan de sus viajes respectivos. Emociones nuevas, esta vez positivas, para cerrar este viaje de vuelta a mi mundo después de casi dos años de confinamientos diversos. Y para sentimiento, el que le pone Samantha Fish en el vídeo que les voy a dejar de despedida. Sam ha hecho un alto en su gira para participar en un concierto colectivo que organizó anteanoche el Tipitina’s de New Orleans para homenajear al histórico bluesman Earl Trickbag King. Les pondré primero el cartel anunciador, en el que supongo que alcanzan a leer los nombres de los participantes, donde está nuestra Sam al lado de otros gigantes del blues actual, como Ivan Neville, Anders Osborne y el fabuloso pianista inglés Jon Cleary, también muy querido en este blog.

Todos los músicos participantes hicieron versiones de los temas más míticos del gran Earl. A Sam le tocó uno fabuloso, que se titula Louisiana Blues. Véanlo, por favor. Ayer mismo se publicó esta maravilla en Youtube. Son cuatro minutos arrolladores. Acompañada por una big band completa, de músicos casi todos mayores que ella, Sam se marca una versión del clásico de King, en la que demuestra estar en una forma vocal y guitarrera espectacular. Esta mujer no tiene límites en su arte. Y además, cada vez está más guapa. No hay mejor broche para un post que habla de emociones y sentimientos. Que pasen ustedes un buen finde.

4 comentarios:

  1. Lo de su amigo Philippe da mucha pena y mucho miedo, en un momento te puede cambiar la vida y llevársete por delante, como ahora Almudena Grandes. No queda otra que disfrutar mientras se pueda. Su blog y los vídeos de Samantha que nos brinda son el contrapunto de la tristeza y animan mucho en este invierno frío y lleno de amenazas. Mis mejores deseos para usted y para la continuidad de este blog.

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    1. Muchas gracias. Si mi blog le ayuda en su carpe diem, por mi parte, objetivo cumplido.

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  2. Samantha me encanta. Quién fuera micrófono...

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