sábado, 24 de octubre de 2020

988. Sobre la pérdida ambigua y el optimismo trágico

A mi querida África, con todo cariño

Mi admirada Valeria Correa, poetisa y narradora nacida en Rosario (Argentina), acaba de publicar un nuevo poemario, que se titula Museo de Pérdidas, Ediciones La Palma, 12€. Creo que me lo compraré en cuanto pueda, que no viene mal tener a mano algún libro de poesía reciente. Rescato aquí una respuesta que esta mujer dio, así sobre la marcha, durante una entrevista que le hicieron con motivo de la edición de su último libro de relatos, La condición animal, del que se habló largo y tendido en este blog. La pregunta era sobre la costumbre del horror, la tranquilidad con la que convivimos con historias terribles que suceden por el mundo adelante y a las que ya nos hemos habituado. Nos salta a los ojos una noticia tremenda del telediario, detenemos un instante el tenedor, a mitad de camino a la boca, para oírla, y seguimos comiendo tranquilamente con la mente otra vez en la hipoteca, las malas notas de nuestro hijo en el cole, o lo pesado que se está poniendo el jefe últimamente en la oficina. He aquí la respuesta de Valeria.

La verdad es que me gusta confiar en la hospitalidad del azar. Me gustaría vivir más en el asombro, porque pienso que en esas fisuras de lo cotidiano se encuentra lo que vale la pena ser vivido. Pero, como todos, tengo más costumbres que asombros. Vivimos en el horror de la costumbre y en la costumbre del horror también, tolerando la injusticia, la corrupción, la pobreza y un largo etcétera de miserias.

A esta mujer espléndida, la poesía se le cae de la boca de forma aparentemente casual, como el que respira. Viene esta introducción a cuento del tema al que quiero dedicar hoy mi post, un concepto ya más o menos enunciado de forma vaga, pero que hoy quiero formular de manera más concisa y sintética. A ver. Estarán conmigo en una cosa. El viejo mundo que conocíamos, la forma en la que nos hemos desenvuelto durante tantos años, ya no existe, por culpa del virus de los cojones.

Ese mundo ha muerto, de la misma forma en que murió el viejo mundo prusiano cuyos últimos momentos se describen en el libro Todo en vano, del que les hablaba el otro día. Igual que la ciudad alemana de Köningsberg desapareció para siempre y fue sustituida por la nueva ciudad soviética de Kaliningrado (sin iglesias hasta hace muy poco). El mundo ese que llamábamos normal no va a volver. Y cuanto antes nos hagamos a esa idea, mejor para nosotros. Un ejemplo más cercano. Hace un tiempo, todo el mundo iba a sacar dinero al banco, llevaba su libreta o su cheque con el que le habían pagado un trabajo y el cajero de turno tiraba de cajón bajo el mostrador y les sacaba el dinero con sus céntimos a cada uno. Ahora, casi todo eso se hace por vía telemática. Nos hemos tenido que adaptar y ya no vamos al banco para nada.

Yo, de verdad, únicamente voy a los cajeros automáticos y saco dinero de tarde en tarde para tener algo de suelto con que pagarle a la señora que viene una vez por semana a limpiar a casa. Para dárselo exacto, he de bajar un día antes al Alcampo, pagar con un billete y que me den cambio. Dentro de poco no habrá ni cajeros automáticos. ¿Todos nos hemos adaptado? No todos. Quedan algunos recalcitrantes, tipos básicamente entrados en años (me encanta el eufemismo), que aún se manejan con los billetes, las monedas y los céntimos. Son los que se han quedado al otro lado de la llamada brecha digital. Lo descubrí cuando el Ayuntamiento me pagó con tres talones otros tantos viajes al extranjero que me debía, de esos a los que me mandaba en la otra vida y que tenía que pagarme yo para que luego me los reembolsaran. Entonces tuve que ir al banco, ni siquiera a cobrarlos, sino a que me cargaran el importe en mi cuenta, algo que no se puede hacer en los cajeros de la calle.

Descubrí entonces que a esa fauna envejecida y residual que se sigue moviendo en el mundo analógico de los billetes y la calderilla, se la trata a patadas en los bancos. Para empezar, el servicio de caja está abierto sólo hasta las 11.00. A esa hora, el sistema se bloquea de forma centralizada y, aunque sólo hayan pasado dos minutos de la hora, te hacen volver al día siguiente. Además, has de soportar unas colas considerables, porque sólo hay una persona atendiendo y las operaciones de los que aún siguen con la libreta, o los que van a que les abonen su pensión al céntimo, son minuciosas, prolijas e interminables. Pero lo más gordo es que a esta tarea asignan a los empleados más bordes, amargados y siniestros de la plantilla, que suelen ser los que tampoco se han adaptado a los nuevos tiempos. La mecanización creciente de los procesos es arrolladora y castiga por igual a clientes y empleados que no se adapten.

Pues eso es lo que les va a pasar a los que no se adapten al nuevo mundo post-covid, los nostálgicos que se desesperan al ver que pasan los días y la vieja normalidad no se restaura. Digámoslo claro: el mundo anterior a la pandemia ha muerto. No va a volver. Pero, como con toda pérdida, tenemos que pasar el duelo. Y el duelo por una pérdida es algo que tienen muy estudiado los psicólogos y que se desarrolla mediante un proceso clásico, que consta de cinco etapas. La primera es la de la negación. Decimos: no es posible, no me lo creo, no puede ser verdad que me (nos) esté sucediendo esto. Yo tengo algunos conocidos que se han quedado en esta fase y que aún creen que, de forma milagrosa, se va a descubrir un remedio y vamos a volver a vivir sin mascarilla, a ir a los bares, a darles abrazos a las chicas con las que coqueteemos, a correr carreras populares, acudir a manifestaciones y asistir a conciertos de rock. Cada vez hay menos, pero haber haylos.

La segunda fase es la de la ira. Te cagas en todo, han sido los chinos, mira que son inútiles, etc. La ira te suele llevar a buscar culpables, pero es sólo una fase, cuanto más corta mejor, porque estresa y desgasta. La tercera se conoce como la de la negociación, aunque yo la llamaría mejor la del fantaseo. Se te meten cosas en la cabeza, del tipo de: qué hubiera pasado si, casi mejor que haya pasado esto para. Razonamientos de ese estilo. La mente es incontrolable y se entrega obsesivamente a este tipo de especulación retrospectiva tan agotadora e inútil como la ira. La cuarta es la depresión. El desánimo, cuando definitivamente te convences de que la pérdida es irreversible. Se pasa mal, pero es una fase necesaria. Por último, está la aceptación. No es que el tema se nos olvide, siempre lo vamos a recordar, siempre va a estar ahí, presente, en nuestro corazón. Es que de alguna manera lo encapsulamos, lo vamos rodeando de un tejido anímico aislante y lo dejamos ahí guardado.

Es entonces cuando podemos dar por superado el duelo, y eso nos permite experimentar otra vez alegrías y disfrutar del mundo y sus cosas buenas. Bien, esto está en los libros y, en general, se suele entender que tiene lugar especialmente ante la pérdida de un ser querido. Pero la situación actual no es exactamente así. En algunos aspectos es peor. Porque la pérdida de un ser querido es algo terrible sin duda, pero existe un motivo para el duelo que está definido y delimitado. En este momento de segunda ola del covid, lo tremendo es que aún no sabemos cómo va a ser ese mundo que nos aguarda al otro lado del túnel. No tenemos ni idea. Lo único cierto es que no va a ser igual a lo que teníamos.

Y, si no sabemos cómo va a ser el futuro a medio plazo, tampoco podemos delimitar las pérdidas, acotarlas y saber por qué cosas debemos de hacer el duelo. No hemos definido ese catálogo, ese museo de pérdidas del que habla Valeria Correa. Y esto es algo muy desesperante. La psicóloga belga afincada en USA Esther Perel define este sentimiento como la pérdida ambigua. Y lo equipara, no tanto a la muerte de un ser querido, como a su desaparición sin dejar rastro. Eso que sucede en tiempos de guerra (un soldado que no vuelve del frente y nadie sabe si está vivo), o de paz, por ejemplo, frente a un secuestro que se eterniza, o un niño que desaparece. Es una circunstancia terrible, que impide desarrollar el duelo adecuadamente. Los afectados se aferran a la esperanza de que el desaparecido esté vivo, incluso cuando el paso del tiempo hace que esa idea se vaya haciendo prácticamente imposible. A veces la situación no se soluciona nunca. Otras veces aparece el cadáver. Incluso en ocasiones, sucede que el tipo vuelve, pero ya es otra persona, y me viene a la memoria la película de John Ford The Searchers, que en España se llamó Centauros del desierto (1956). Una obra maestra del cine, centrada en el tema de la búsqueda de niños secuestrados por los indios que a veces eran encontrados muchos años después y ya no querían ser blancos.

¿Qué se puede hacer frente a una pérdida ambigua? Difícil cuestión. Perel aporta como remedio otro interesante concepto: el optimismo trágico. Se trata de asumir que no puedes controlar todos los factores que inciden en tu vida, en tu peripecia existencial. Una vez que aceptas el concepto de que no puedes controlarlo todo, has de procurar hacer lo mejor en cada ocasión en que la realidad te permita elegir entre dos opciones. Debes enfrentar los desafíos que se te presenten, a partir de la aceptación del contexto en el que te mueves, un contexto que no puedes cambiar, porque no está en tu mano. Y esa aceptación no es en absoluto debilidad ni resignación. Es sentido práctico y positivo. Estamos hablando de una especie de crecimiento post-traumático. De procurar no estresarte por unas circunstancias que no puedes modificar. Perel dice que para llegar al optimismo trágico, ayuda mucho el yoga, o al menos hacer tandas de respiraciones. Y también recurrir a la música y al disfrute de la literatura y del arte.

Sentado esto, digamos que toda esta calamidad que nos aflige, nos puede llevar a dos tipos de respuesta. Una es la individual. Yo soy autónomo, no necesito a nadie para bajar la basura o salir un momento al colmado a comprar arroz si se me ha terminado. Además, tengo mi pantalla de ordenador que me permite disfrutar de todo y estar al tanto de lo que sucede fuera. A mí no me afecta esto del encierro. Ya les digo que no es una postura aconsejable, que te puede llevar a la locura. Por el contrario, esta situación de excepción nos puede volver más empáticos, impulsarnos a hablar con el vecino y ofrecerle bajar su basura, ya que bajas la tuya; a comer en los restaurantes de los amigos para echarles una mano en su negocio, a quedar para el teatro o para ver la Expo de Reinventing que se cierra oficialmente mañana.

Eso es algo que genera mucha satisfacción, ayuda a mantenerse en el mundo e induce un tráfico mutuo de favores que es muy gratificante. Nos lleva, en suma, a una resiliencia colectiva. Podemos conformarnos con una resiliencia individual, pero es mucho mejor la colectiva. Y, en caso de que la situación empeore (como tiene toda la pinta de suceder), la resiliencia colectiva nos va a dar muchas más armas para defendernos. Así que: respirar hondo, disfrutar del arte y la música, ser sociable y relacionarse en lo posible con los demás y una última cosa, que ya se dijo con motivo de la primera ola del virus: crear rutinas con todo ello. Y, dentro de un orden, convertir esas rutinas en rituales. Con todo este bagaje, yo estoy seguro de que llegaremos al final de esta guerra enteros. Desde luego que en toda guerra hay bajas, toquemos madera. Hagamos votos porque haya suerte y no nos pille el jodío bicho.

A este respecto, miren unos datos. En el mundo hay 42 millones de contagiados. Eso quiere decir que hay 7.658 millones de personas que no nos hemos contagiado. Y hay cerca de 1,2 millones de muertos. Hagan ustedes la cuenta de los vivos. Por cierto, los últimos estudios y prospecciones científicas sobre la población de la Tierra han llegado a la conclusión de que no vamos a alcanzar nunca los 10.000 millones de habitantes. En la Tierra, las cosas se van corrigiendo solas y, si no, pues aparece el virus para ayudar a controlar a esta especie tan tóxica para el mundo (no tengan ninguna duda de que el agente tóxico somos nosotros). Los nuevos estudios tienen en cuenta que la mujer ha cambiado su papel y ha entrado en el mercado de trabajo y que la cultura cada vez llega a más lugares. En estos momentos, la natalidad más alta se da en lugares como Níger o Burkina Faso, 7 hijos por mujer. En el mundo más civilizado la cifra está en torno a 1 y por debajo. Y esos estudios prospectivos vaticinan que se alcanzará un pico de población de 9.700 millones, en torno a 2060. Y luego empezará a bajar. Sin contar con los efectos del virus.

Así que ánimo y a por ellos, oé-oé-oé. No se me desanimen, que el bajón implica el riesgo de caer en la tristeza, la autocompasión y lo que García Márquez llamaba el desgano. Por decirlo en términos de este blog: la pobredumbre mental. No es por presumir y ya sé que no son situaciones comparables, pero hace cerca de cinco años yo me rompí el húmero por la mitad intentando entrar al Metro y fui contando en el blog mis reacciones y mi evolución. Creo que la forma en que respondí entonces a ese accidente fue un ejemplo de optimismo trágico, aunque en aquellos momentos yo ni siquiera sabía que existía ese concepto. Pues es lo que procede ahora. Mantengamos el humor, estemos atentos a lo que sucede por el mundo, valoremos nuestras fuerzas y, de acuerdo con todo ello, redimensionemos nuestros planes y nuestros anhelos.

A Samantha Fish le pilló el desastre de gira por Europa al frente de una big band. Tras siete meses de encierro ha vuelto a la carretera antes que nadie, con una banda redimensionada a la baja: dos negrazos cincuentones y ella misma. Y está teniendo un éxito arrollador. Me he registrado en un club de fans americano de esta artista fabulosa en Facebook, que cada mañana cuelgan fotos y vídeos de la actuación de la noche anterior. Algunos de los vídeos se van colgando también en Youtube. Abajo les pongo una foto de la banda al completo esperando en el office del backstage antes de salir a escena. Contra mi costumbre, he resaltado algunos conceptos de este post en negrita. No los olviden: duelo, pérdida ambigua, optimismo trágico, resiliencia colectiva, rutinas y rituales. Que disfruten de su fin de semana.



 

4 comentarios:

  1. ¡¡¡Gracias!!! Todavía no he leído más que la dedicatoria, pero no me he podido contener. ¡Te quiero!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Querida, cuando lo tenía terminado y a punto de publicarlo, se me ocurrió dedicártelo. Por dos motivos. Uno porque te vi un poco baja de moral en tus últimos comentarios. Otro, el más importante, porque me sigues leyendo a pesar de que a veces hablo de cosas que no te interesan. Pensé que este texto sí estaba a la altura de lo que tú esperas de mí y por eso.
      Un abrazo bien fuerte. Ganaremos.

      Eliminar
  2. Creo que fue Jean Cocteau quien dijo "yo sé que la poesía es imprescindible, aunque no sé para qué". Imnpresionante el análisis de la costumbre del horror que hace Valeria Correa. Yo siempre he creído, y ahora más que nunca, que la poesía nos interpela más que ninguna otra forma de literatura, porque pone palabras a lo que sentimos y no sabemos expresar de esa forma tan certera como una flecha que parte el corazón. La poesía de calidad es tan pura, tan exacta y tan difícil como una fórmula de matemática avanzada y su ritmo es como la música de Bach (para ti, como la de Samantha Fish). Gracias, Emilio, por dedicarme este texto emocionante. En medio de esta distopia pandémica tengo la respuesta al enigma de Cocteau: la poesía es imprescindible para sobrevivir al incendio de Moria, a la pandemia de la covid y a todo este mundo convulso en el que las pobres gentes languidecen en el olvido de los ególatras que gobiernan el planeta y que ahora quieren poner wifi en la Luna. ¿Para qué vamos a ocuparnos de lo importante, cuando podemos seguir intoxicando al personal con lo irrelevante?

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Pues, como siempre, un comentario sesudo, atinado y brillante. Tú sí que mantienes un nivel de calidad. No bajes la guardia. Besos.

      Eliminar