viernes, 17 de julio de 2020

957. El blues de la normalidad impostada

Pa’ las cuestas arriba
Préstenme un burro
Que las cuestas abajo
Yo me las subo

Sabio refrán popular, como tantos, no me digan ahora que lo conocían. Y además con ese punto surrealista de subir las cuestas abajo, frase de las que hacen las delicias del Coronel Groucho y mis seguidores más conspicuos, amantes de los palíndromos, los oximorones y las contradicciones en sus términos. El caso es que yo subí la cuesta abajo del confinamiento sin mayores contratiempos y hasta me lo pasé medio bien encerrado en mi casa, en el convencimiento íntimo de que estaba haciendo lo correcto, sentimiento que siempre ayuda. Ahora, en cambio, me empieza a cansar esta ambigüedad de no saber qué hacer en muchas situaciones, de estar todo el día en un perpetuo dilema entre el miedo, los afectos y la necesidad de una mínima vida social.

Algunas de estas vicisitudes he decidido afrontarlas tirando por la calle de en medio y salga el sol por Antequera. Por ejemplo ya he salido a comer a varios restaurantes, que encuentro aparentemente seguros, aunque sean en interiores. Una noche invité a cenar en mi terraza a dos amigas colombianas, como ya quedó consignado en el blog. También he ido tres días a mi oficina, como ahora les contaré. Y, bien protegido por la mascarilla, doy abrazos a todas las personas que me voy encontrando y que veo que no les da mal rollo, especialmente a las mujeres, que ya saben que soy un tipo bastante cariñoso y expansivo con el otro sexo.

Reflexiono sobre todo esto hoy, en mi primera tarde un poco laxa de trabajo, después de un rush laboral digno de las mejores carreras del hipódromo, que ha afectado a mi rendimiento bloguero, como han podido apreciar claramente. Empezaré, pues, por contarles mis asuntos de trabajo. El viernes 3 de julio arrancaba el Jurado de la primera fase de Reinventing Cities, que se completaba en otras dos sesiones los días 6 y 7, tras el fin de semana. El tema está ya resuelto y decidido y, como es natural, no puedo hacer aquí ningún comentario sobre el desarrollo, la dinámica y las decisiones que comportó ese trámite, sería un estúpido si lo hiciera y, además, los resultados no son todavía públicos. Pero sí puedo contar en el blog algunas de las circunstancias externas y de contexto, que pueden ser apropiadas para un foro como este.

En principio, las sesiones estaban convocadas en formato telemático, cada uno en su casa. Pero, unos días antes, mi jefa decidió pasar a un formato mixto: los del equipo nos reuniríamos en una sala de videoconferencias que tenemos en el edificio del curre (que durante un tiempo bauticé como la Isla de Alcatraz), para controlar mejor el cotarro y que no se nos fuera de las manos, que estos temas son peliagudos. Las sesiones estaban convocadas a las 9.00. Así que quedamos los tres días a las 8.00 en la propia sala para las últimas discusiones y detalles y que no nos pillara en ningún caso el toro de los problemas técnicos, inevitables en este tipo de formatos. El viernes 3 tenía, pues, que estar a las 8.00 en la ofi, adonde me desplazaría en coche, porque todavía no me he subido al transporte público (otro de esos dilemas que me molestan).

Así que, después de casi cuatro meses de despertarme al recibir la luz solar en los ojos, como las gallinas, me vi en la tesitura de tener que poner el despertador. Mis recuerdos de los tiempos de la añorada normalidad (no esta mierda de ahora), me indicaban que yo venía llegando al trabajo cerca de las 9, para lo que tenía que salir de casa no más tarde de las 8. Para ello me ponía el despertador a las 6.45, lo que me permitía desayunar tranquilamente, afeitarme si era el caso, ducharme, vestirme y echarle mientras un ojo a las noticias en el ordenador. Si ahora tenía que estar como un clavo en la ofi una hora antes de lo normal, ¿me tendría que poner el despertador a las 5.45? ¡Qué horror! Había oído que el nivel de atascos en las carreteras era ya bastante similar al de antes del covid. Y, encima, en estos tiempos de confinamiento he desarrollado una rutina de desayuno propia de un maharajá de Beluchistán: zumo de dos naranjas, dos tostadas con aceite virgen y sal, un café con leche amplio y unas seis galletas Chiquilín, a veces con mermelada y acompañadas por leche fresca. Al final, me puse el móvil a las 6.00 y, se lo creerán o no, pero no dormí una hostia.

A las 6.00 salí disparado de la cama, desayuné a gusto y salí de casa a las 7.15. Me encontraba rarísimo. Pero comprobé de primera mano que el tráfico no es lo que era. A las 7.45 estaba en la oficina, donde no tuve el menor problema para aparcar en la misma puerta del edificio. Esto, desde luego, se parece poco a una mínima normalidad. Para la sesión, nos reunimos cinco personas, situadas a distancias reglamentarias en torno a una mesa de juntas y enseguida nos quitamos las mascarillas, para que se nos entendiera. En las sesiones de viernes y lunes me toco el papel de moderador y en la del martes me intercambié con mi jefa para hacer de ponente. Los tres días salimos luego a tomar un café a una terraza, sentados a cierta distancia y con la mascarilla, aunque, cuando te sacan el café hay que quitársela. Yo luego subía a mi despacho a resolver determinados asuntos que tengo pendientes desde antes del covid.

El viernes, me quedé por allí hasta la una y luego bajé a comer a mi lugar de siempre, La Dehesa del Partenón, un sitio estupendo, siempre abarrotado de gente (por eso yo solía bajar a la una), pero que encontré prácticamente vacío. Allí seguía, tan guapa como de costumbre, mi amiga S. que atiende las mesas y es colega mía de carreras. Y nos dimos el abrazo que se pueden imaginar, que prolongamos girando en una especie de danza, como se hace en las películas. Su compañero M. que tiene siempre un humor perverso, me comentó por lo bajo: ya has hecho con ella más que su novio en tres meses. Rememoramos historias comunes del pasado y me alegré de verlos, pero no dejaba de ser algo raro. Esto no es una auténtica normalidad, es una normalidad impostada y, desde luego, no es ni la mitad de divertido, aunque hagamos de tripas corazón. El sábado salí a correr y el lunes y el martes repetí todas las rutinas del viernes anterior.

El jueves 9 estaba citado en la calle Albarracín 33, en Ciudad Lineal, para que me entregaran un portátil corporativo. Han decidido proporcionarle uno a cada funcionario, para facilitar el teletrabajo. Allí me encontré con varios compañeros y compañeras, igualmente citados para lo mismo, con predominio de las segundas, que ya saben que en mi trabajo hay mayoría de mujeres. Y cayeron nuevos abrazos de rigor. Volví a casa con mi flamante ordenador HP y, ¡Aleluya! funcionaba y me permitía entrar en los archivos de trabajo que tenemos en el Común de la Dirección General. Ya les adelanto que la cosa duró dos días: el viernes 10 por la tarde la conexión remota se estropeó y ya no tengo acceso al Común. He llamado al servicio técnico y tengo una incidencia abierta, pero aun no me lo han arreglado, deben de estar desbordados. Pero el ordenador me viene bien y ahora utilizo los dos a la vez, como el de Mecano.


¡Hay que ver cómo teletrabajo, fijaté! Ese jueves circulé por Madrid de ida y vuelta con el coche en horas valle y comprobé que el tráfico y el ajetreo de cualquier día normal es una caricatura de lo que teníamos. Como ya estaba vestido, calzado y había pasado media mañana fuera de casa, decidí comer abajo en el Matilda. Es un lugar muy grato para mí, Fernando el tipo que lo regenta es buen amigo y creo que tenemos que apoyarnos todos. Me sacó un salmorejo tan rico que daban hasta ganas de llorar, hasta el punto que me interesé por saber si puedo encargarle un tarro para casa, para la siguiente gente que invite a cenar. A los amigos hay que ayudarles y por eso me acerqué también a la firma de ejemplares de la última novela de Ronaldo Menéndez, como les comenté, ocasión a la que corresponde la foto de abajo.


Toda esta semana hemos estado liados haciendo las actas de los tres jurados y las cartas que tenemos que mandar a los participantes en el concurso, sobre las que estamos negociando con la red C40, para incluir determinadas recomendaciones medioambientales para la segunda fase. Tal vez no podamos enviar estas cartas hasta la semana que viene. Y a todo esto, se me cruzó la oportunidad de participar en el webinar anual de otra organización internacional, no tan potente como C40, pero bastante sólida también: la red Metrópolis. Esta es la red que organizó el Congreso de las Grandes Metrópolis Europeas en Lyon, en el que participé en nombre de la ciudad de Madrid, aprovechando el vacío de poder entre la marcha del equipo de Carmena y la llegada de los nuevos responsables del urbanismo de Madrid.

Tal vez recuerden que en Lyon me encontré yo solo, en medio de una amplia delegación del Área Metropolitana de Barcelona, todos bastante independentistas, con los que conviví tres días sin problema alguno a pesar de mis opiniones. Entre estos estaba Lia Brum, la jefa de la delegación de Metrópolis en Barcelona, cuya foto tienen a la izquierda. Lia nos escribió hace poco invitándonos a contar el proyecto El Bosque Metropolitano en su webinar anual, en el que participan ciudades de todo el mundo y me tocó a mí atender esta invitación. El webinar era ayer jueves y, unos días antes, Lia me envió por mail las especificaciones técnicas de la reunión. Sería a las 14.30, una hora rara para nosotros, pero que hacía posible que se sumara la gente de las ciudades de Asia, antes de irse a dormir, y las de América (Norte y Sur) dándose el madrugón. Y una orden tajante: no se permitía usar el audio del ordenador, tendría que hablar mediante un micro.

Le escribí a Lia: yo no tenía micro, pero estaba harto de hacer conferencias por Zoom, tanto de trabajo como con amigos, sin que nadie se hubiera quejado de que se me oyera mal. Me contestó que era una exigencia de los traductores simultáneos, para evitar que se les acople el sonido, lo que les impide hacer bien su trabajo. Entonces se me abrió un mundo nuevo: yo estaba preparando mi intervención en inglés, no sabía que habría traducción. Me confirmó que podía hablar en español, pero me pidió que intentara hacerme con un micrófono. Así que ayer, a primera hora, caminé por el centro, Plaza de Santa Ana, Puerta del Sol, hasta la FNAC de Callao, en cuya puerta estaba a las 10.00, cuando abrieron. Me compré unos auriculares Sony, que llevan un micrófono minúsculo en uno de los cables que van a las orejas. Y me volví.

El doble paseo por el centro a las horas frescas de la mañana me pareció maravilloso. Tal vez un anticipo de mis próximas sensaciones de jubilado. Cuando no salga a correr, tal vez puedo darme una vuelta por los lugares más queridos. Es una alternativa a considerar. Pero igualmente pude observar que había menos gente de la normal por la calle y la poca que había caminaba con cautela, embozada en las mascarillas obligatorias. Ya volveré sobre el tema de la jubilación. De momento quedémonos con esto de la falsa normalidad. Lo cierto es que seguimos acojonados y con motivo. El bicho sigue por ahí suelto, la progresión en Norteamérica es terrorífica y todo eso nos induce a fingir una falsa normalidad. Hacemos como si. Pero no es en absoluto agradable. Yo estoy encantado encerrado en mi casa y también con el teletrabajo. Pero me gustaría salir a la calle y encontrar todo otra vez como antes.

Por cierto, de la puerta de Doña Manolita salía una cola que daba la vuelta a la manzana, estirada por la obligación de dejar dos metros entre los esperanzados aspirantes a hacerse con un billete para la Lotería de Navidad, que ya se han puesto a la venta (otra forma de hacer como si). En cuanto al webinar, transcurrió sin grandes problemas. Al final de mi parlamento se me fue el sonido, todavía no sé si fue por culpa mía, pero ya me estaba despidiendo. No fue el problema más gordo que sufrieron los participantes. El hombre de Montreal estuvo más de cinco minutos intentando ponernos un vídeo de su ciudad y finalmente no pudo. Y, cuando le tocó al de El Cairo, la cámara mostraba sólo su silla vacía y hubo que saltarlo. No supimos si lo habían llamado por una urgencia, o le había dado el apretón, o simplemente se había ido a prepararse un té con menta, costumbre matutina muy arraigada al sur del Mediterráneo.

Esta mañana tenía a primera hora una call conjunta con mis compañeras y jefa, con Hélène, la directora de Reinventing Cities, para tratar de definir las condiciones normativas de la fase que empezará en cuanto demos la salida. Me alegró ver otra vez a mi amiga Constanza, que parece recuperada de sus achaques post-covid, tras pasar unas reparadoras semanas en casa de sus padres en Italia. Como ahora he mejorado mi repertorio de devices, decidí utilizar mis flamantes auriculares Sony para seguir la call. Y descubrí que tienen un inconveniente: con ellos puestos no oyes nada de lo que suena en tu entorno. Ya puede caer una bomba, que no te enteras.

A media conferencia, subió a mi casa el portero, acompañando al hombre que venía a hacer la lectura de mi contador de gas. Llamaron dos veces sin obtener respuesta, de lo cual dedujeron que no había nadie en casa. Abrieron los dos cerrojos FAC y la cerradura principal y entraron. Estaba yo enfrascado en mi call, cuando vi asomar por la puerta de la sala a dos tipos enormes, embozados en sus mascarillas, que me hablaban a voces. Me llevé un susto morrocotudo y me encontré a mi vez gritándoles, como hace cualquiera que lleve auriculares. Una escena cómica más, de las que, por fortuna, nos provee esta situación endemoniada. Digna de una película de Almodovar.

A veces pienso que, a pesar de haber subido la cuesta abajo del confinamiento, ahora voy a necesitar algún tipo de burro para esta nueva fase de falsa normalidad, que se me está haciendo un poco cuesta arriba. Tenemos que resistir, esto es una carrera de fondo. Tenemos que aprender de los negros, que saben mucho de resistir durante siglos toda clase de calamidades. A los negros los han marginado, encarcelado, golpeado y asesinado sin poder defenderse de esa tropelía histórica insoportable. Pero por las noches se reunían, tomaban sus guitarras y entonaban sus blues a la luz de la luna y las hogueras, para conjurar su melancolía. El blues es la forma de sobrellevar la hostilidad de un entorno contra la que no se puede hacer mucho: sólo esperar y no venirse abajo. Hoy quiero hablarles de un músico de blues legendario, nacido en Harlem y que siempre se ha hecho llamar Taj Mahal. 

El 18 de septiembre de 1970, yo estaba en Madrid preparando mis exámenes de septiembre. Me había quedado todo el verano, para preparar mejor las asignaturas que me habían quedado en junio, sin la incómoda presión de mi padre, que estaba muy enfadado conmigo y mis suspensos. Estaba alojado en el estudio que tenía por entonces mi hermano Viti con unos compañeros, en un ático de la calle Orense. Allí podía estudiar todo el día. De costumbre, salía a cenar con los del estudio a un restaurante barato que estaba cerca. Luego ellos se iban a sus casas y yo volvía a subir y me echaba a dormir en una litera de un cuarto trastero.

Ese día, como de costumbre, salimos a cenar a nuestro restaurante habitual. Tenían la tele puesta (aún en blanco y negro). Y comenzó el programa musical y de variedades que conducía José María Íñigo, todavía con pelo y con bigote negro. En su parlamento inicial, anunció una noticia de última hora: esa tarde habían encontrado el cuerpo sin vida de Jimmy Hendrix. Me quedé lívido, entre las miradas de estupefacción de mis contertulios, que no entendían por qué me afectaba tanto esa noticia. Íñigo hizo una breve semblanza del fallecido y pasó a presentar a un joven músico que iba a cantar una canción en su memoria. Era Taj Mahal y nunca olvidaré la hondura de su blues.

Taj Mahal tenía entonces 28 años y andaba vagabundeando por España, tocando en garitos y colegios mayores, solo con su guitarra. 50 años después, Taj Mahal vive, tiene 78 años, es una leyenda del blues y está en activo. Ahora es un señor gordo, menos flexible que entonces, pero con el mismo sentimiento. Les voy a pedir que vean un vídeo que tiene unos tres años. Taj hace un dúo con un nuevo bluesman que se mueve por la zona de LA y que responde al nombre de Keb’ Mo’. Tocan una composición de Taj con una letra sensacional: si el río fuera de whisky, yo sería un pato zambulléndome (tres veces), me sumergiría hasta lo más hondo y, nena, ya no saldría nunca más. Y Keb’ le responde: si el sol llegara un día a mi puerta de atrás (tres veces), el viento se levantaría y barrería mi blues (o sea: mi tristeza). No hay mejor forma de expresar la melancolía de toda una comunidad apaleada. Keb' es un guitarra solista muy bueno, pero les pido que se fijen en la manera de acompañar de Taj, casi sin mover las manos. Es un tipo de toque que se basa en economizar esfuerzo, pero hay que ser un auténtico maestro para tocar así. Con 75 años de música a su espalda.

Tiempos de normalidad impostada, momentos para el blues. No sé si estoy en el bajón después del achuchón laboral y todas las tensiones pasadas. Les prometo que será pasajero, no se preocupen. No tengo de qué quejarme: estoy encantado con mi encierro, puedo escribir, correr y beber cerveza, las tres cosas que más me gustan (hay una cuarta, pero para ella necesito partenaire y eso ya resulta más complicado). Cada final de mes me ingresan mi sueldo y no estoy pasando estrecheces. Sólo echo de menos salir a la calle, encontrar a la gente sin mascarillas y poderles dar besos sin miedo. ¿Llegará eso algún día? No parece que esté cerca. Mientras tanto, I got the blues. Escuchen a Taj y Keb'. Es un vídeo realmente emocionante. If the river were whisky, I was a diving duck. Cultura de blues en estado puro. Hala, sean buenos. Y no duden en pedir un burro, si la situación se les pone cuesta arriba, no sean orgullosos. Y que pasen un buen fin de semana.




4 comentarios:

  1. Bueno, viendo el aspecto externo de Lía Brum, se entiende que estuviera usted tan a gusto en Lyon, en un medio independentista acérrimo. Qué callado se lo tenía . Cherchez la femme, como suele usted decir.
    La otra, el vídeo de Taj Mahal, maravilloso. Recuerdo haberlo visto en algún concierto de barrio hace una eternidad. Es una alegría que se le vea tan bien. Keb' Mo' todo un descubrimiento. Delicioso el momento en que se equivoca con la letra y se disculpa sin dejar de tocar. Y la forma en que se saludan al final.
    Si el virus sigue ganándonos la guerra, su blog va a ser un burro necesario para muchos.

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    1. Pues gracias por todos sus comentarios. Por una chica como esa, yo hasta podría hacerme independentista.
      Creo haber visto también a Taj Mahal, aunque no estoy seguro, hace mucho tiempo. En lo del saludo hay doble respeto entre maestro y alumno.
      Y bien, intentaré no estar tan ocupado como en esta primera quincena de julio, para poder seguir manteniendo este blog. Un abrazo.

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  2. "Estoy cayendo pa'rriba
    Madre dame la bendición
    y aunque no consiga nada
    tuve mucha ambición
    las calles están malas
    necesitan medicación
    antes no le temía a nada
    y ahora le temo a perderlo to". (Yung Beef).

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    1. Brother, le veo a usted muy puesto en el mundillo del trap nacional. Primero creía que eran unas estrofas del Niño de Elche, pero ya veo que estaba wrong. Voy a ver si me estudio un poco más a este personaje tan peculiar.

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