sábado, 26 de octubre de 2019

879. Mdgscr 4: Le Pepé et le Député

Después de hacerme 5 kilómetros de carrera por un hermoso Retiro otoñal y obsequiarme con un desayuno en consonancia, me siento a rematar y publicar el post que escribí en su mayor parte ayer por la tarde, en mi primer rato libre tras una semana de intenso aterrizaje en la oficina después de más de un mes por ahí perdido, entre París, Madagascar e Innsbruck. Diré que, concluso el circo del desentierro y reentierro de Franco sin mayores ridículos (ningún paracaidista colgando de la farola o similar), no puedo dejar de pensar en ello como una versión local de la Fiesta de los Muertos que hacen en ciertas zonas de Madagascar, sólo que con un lapsus de 44 años y no de 5 como allí. En las informaciones de la prensa eché de menos algunas de las muletillas de la época, como se vivieron momentos de gran emosión, o la más característica: la comitiva fue recibida con vítores, aplausos y gritos de Franco, Franco, Franco.

Por lo demás, el McGuffin se ha resuelto en plazo, incluso ha sobrado un día de paz recobrada en Cataluña. Como bien señala Jaume Sisa, los catalanes ya han hecho sentir su cabreo y su disconformidad con la sentencia y ahora todos a casa, que mañana hay que abrir la botiga. Sin embargo, el homínido Torra, en clara posición de fuera de juego, sigue llamando por teléfono a Pedro Sánchez, con tan mala puntería que lo pilla siempre comunicando. Circunstancia que ha rescatado de las entretelas nebulosas de mi memoria un viejo hit predemocrático (de los tiempos de Franco, Franco, Franco), con el que no he podido por menos que perpetrar otro de mis celebrados videoselfies.


Después del post anterior, no creo que a ninguno de mis lectores le queden dudas de que el viaje a Madagascar merece la pena: en ninguna otra parte del mundo pueden verse lémures, ni seis de las ocho especies de baobab que existen, ni algo tan alucinante como los tsingy (por cierto; han de pronunciar chingy). Seguiremos, pues con el relato. El décimo día amanecimos en el Sun Beach Hotel de Morondava para un espléndido desayuno, tras del cual nos acercamos al mar, cruzando la carretera de salida de la ciudad. Accedimos a un puertecito donde habíamos concertado una salida en canoas para bordear una zona de manglares, a modo de barra frente a la costa, y llegar a una isla donde había una aldea de pescadores vezo. Morondava es la capital de los sakalava, la etnia más específicamente bantú de la isla. Pero los vezo son los especialistas en la navegación y la pesca, de la que viven.

Por el aspecto no se les diferencia, ambas etnias son de sujetos fuertes, musculados, no muy altos pero guapísimos: hombres, mujeres y niños son de una belleza natural impresionante, reforzada por su alegría perenne. Nos montamos en las canoas y nos dirigimos a la isla. El mar estaba limpio y muy tranquilo, protegido por la barrera del manglar, que es una preciosidad. Nada más llegar a la isla nos asaltó el enjambre de chiquillos que te piden caramelos al grito de –Vasaha bombón. Vasaha es como llaman al hombre blanco. Algunos del grupo llevaban baratijas para repartir, pero a mí no me gusta darles nada, en línea con lo que recomiendan las ONGs que funcionan en África. Entonces, cuando se convencen de que no les vas a dar nada, con un gesto de desprecio te dicen: –Aaaaah ¡¡Matiti!! Ese es un insulto que viene a significar antipático, sieso, poco enrollado con la gente. Matiti. Es cojonudo y se incorpora por derecho al lenguaje del blog. Por lo demás, aunque no les dimos casi nada, al rato sacaron unos chupa-chups que fueron chupeteando mientras nos acompañaban en la visita. Se ve que tenían remanente almacenado. Aquí unas imágenes. 

Las canoas


El manglar

 La isla de los pescadores


La aldea vezo


El chaval que nos hizo de guía en la excursión era un sakalava legítimo: positivo, simpático, enérgico y admirador de Bob Marley. Y estaba cuadrado, lo que demostró subiéndose con facilidad a una palmera, como ven en la última imagen. Era un encanto y dos de las niñas que nos seguían empezaron a coquetear con él de forma manifiesta, a pesar de no tener más de diez o doce años. Establecieron una esgrima de la seducción muy bonita, él jugando y ellas encantadas de captar la atención de un chaval mayor y tan atractivo. Al final el chico pareció centrar su coqueteo en una de las chicas, lo que hizo que la otra se me emparejara, con la intención clara de darle celos. Acabé regalándole mi bolígrafo. De regreso a la playa junto al puertecito, le pedí al chaval que se hiciera una foto conmigo. Aquí ven qué guapo y qué majo era. 


Preguntamos luego si teníamos margen para dar una vuelta, ver un poco la ciudad y salir más tarde, total nos daba lo mismo llegar a destino más retrasados. Pero resulta que, como nos habían avisado el día anterior, dos de los conductores habían cambiado. Los antiguos se volvían a Antananarivo y se incorporaban dos nuevos, uno de ellos experto en la zona, algo imprescindible para moverse por una región en la que apenas hay caminos y es muy fácil perderse. El experto se llamaba Joseph y rápidamente lo bautizamos como Pepe. A sus dos colegas les hizo gracia la cosa y desde ese momento todo el grupo le llamó Le Pepé. Y Le Pepé dijo que había que salir inmediatamente, porque el camino transcurre por zonas costeras de arenal y, si dejábamos que subiera la marea, ya no podríamos pasar y tendríamos que darnos la vuelta. La verdad es que, mientras estábamos con las canoas, el mar había avanzado bastante, casi hasta la carretera del hotel.

Salimos pues y, nada más dejar la ciudad, nos metimos por otro de esos caminos infernales, en los que íbamos dando botes todo el rato y tragando polvo con las ventanillas abiertas, porque sólo uno de los jeeps tenía el aire acondicionado en regla, los otros dos echaban aire del tiempo y nos íbamos turnando para que todos pilláramos algún rato de mayor confort. No estábamos demasiado lejos de nuestro destino, el hotel Le Dauphin Vezo, junto al pueblo de Belo sur Mer. Llegamos a mediodía y nos apañamos con una cerveza y nuestras provisiones. Y, después de descansar un rato, nos pusimos los bañadores y nos dimos un largo baño reconfortante en el Índico, una verdadera delicia. El hotel estaba en la playa, a las afueras del pueblo y el dueño era un tipo alto y enjuto, con rasgos de hindú, que estaba todo el día pedo.

Le ayudaban en sus menesteres dos chicas. La mayor y con más autoridad se llamaba Clothilde y enseguida conectamos ella y yo. En realidad, yo era el único que hablaba francés, pero además creo que le hizo ilusión que me fijara en ella, al contrario que el resto de miembros masculinos del grupo, que se focalizaron en la otra, más joven y vistosa. Antes de que anocheciera fuimos a dar una vuelta por el pueblo, que no tenía mayor interés. Y nos dispusimos a cenar. El hotel ofrecía un pescado entero, que se hacía a la brasa y con el que comimos holgadamente los diez y no nos lo terminamos. Lo llamaban atún blanco, pero tenía poco que ver con los atunes españoles y no sólo en el tamaño, aunque estaba muy bueno. Completamos el menú con una langosta de entrante, muy fresca, pero no tan sabrosa como las de Galicia. Y acabamos cantando canciones regionales, animados por unos chupitos de ron local, en compañía del propietario, que estaba ya que se caía. El punto fuerte del hotel era claramente el restaurante; los cuartos estaban en bungalows no demasiado bien mantenidos. Pero dormimos bien y afrontamos el undécimo día con energías renovadas.

Clothilde abrió el bar para darnos el desayuno y fue trayendo las cosas de la cocina. En uno de los viajes la vimos traer un par de botellas vacías de vodka que escondió por allí. Ella llevaba las cuentas de lo que nos tomábamos cada uno y no se le escapaba detalle. Tras el desayuno dimos un paseo por la costa, en donde las guías dicen que hay unos astilleros. Cierto que estaban construyendo algunos barcos y canoas por allí, pero llamarle a eso astillero es una simple muestra de optimismo histórico. De regreso, nos dispusimos a pagar y Clothilde tenía las cuentas perfectas, cada uno la suya, con letra de caligrafía en hojas diferentes arrancadas de un cuaderno. Le pagamos y, para darnos las vueltas, salió el dueño de dentro con los ojos legañosos y nos dio a todos billetes nuevos (ya se imaginan que en Madagascar no es posible usar tarjetas de crédito en ninguna parte). Luego, se volvió a dormir la mona. La gente quiso entonces hacerse fotos de recuerdo con las dos chicas. Yo le dije a Clothilde que mi foto la quería con ella sola. ¿Por qué? –preguntó con coquetería. Le expliqué que me había parecido muy lista, que me había impresionado cómo llevaba las cuentas y que pensaba que era el alma del lugar. Entonces accedió a hacerse una foto conmigo.


Ya la ven: pequeña, fuerte, natural y sonriente, como buena sakalava. Las mujeres son la esperanza de África. Hice un aparte con ella mientras esperábamos a los conductores. Me contó que tenía 25 años, que era del pueblo y que llevaba en el hotel desde que había dejado la escuela. Le enseñé una foto de mis hijos. –Ooohh –hizo–, diles que vengan aquí, que me caso con uno de ellos. –¿Con cuál?  –Con cualquiera, los dos me gustan mucho. En fin, aquí queda consignado. Clothilde, un encanto de chica. Resta decir que, nada más salir con los todoterrenos, hubo que pararse, porque uno tenía una rueda mal. Podrían haberlo revisado mientras visitábamos el astillero, pero parece que habían dedicado ese tiempo libre a la reconfortante tarea de tocarse las pelotas a dos manos. Cosas de África. Con la rueda arreglada, hicimos una parada para visitar unas salinas en las que todo se trabajaba manualmente. La dura capa de sal se desmenuzaba con unos martillos que manejaban mujeres y niñas. Luego se amontonaba la sal en pequeñas pirámides y se metía en sacos reciclados, tarea que era de competencia de los hombres, como la de subirlos a los camiones. Allí la gente trabajaba a destajo desde el amanecer. A la hora en que llegamos nosotros, estaban terminando su jornada, porque con el sol abrasador ya no se podía trabajar en un lugar tan blanco y árido. Vean las imágenes.




Otra de las cosas típicas de esta zona son los peajes informales. Vas por un camino de cabras dando botes y, de pronto, te encuentras una barrera y tienes que untarles a los propios que la vigilan, para que te dejen seguir. Te lo venden al modo africano, con largas deliberaciones, en las que te explican que el dinero es un pago por las supuestas reparaciones que han hecho en la pista, tapando los baches. O bien te dicen que estás comprando tu seguridad y que, si no les pagas, es posible que te asalten los bandidos de la sabana y te desvalijen entero. De todas formas, los conductores llevaban un dinero de bolsillo para afrontar estas extorsiones. Hicimos una parada más en un pueblo, en donde parecía que nunca habían visto un blanco. Ni siquiera los niños pedían caramelos, sino que nos miraban alucinados, como si contemplasen algo portentoso. Fuimos el centro del espectáculo y acabamos haciéndonos fotos con ellos, que luego veían en el móvil y se partían de risa. Vean algunas.



Ese día teníamos un largo trayecto, que terminaba en Manja, un pueblo grande del interior. Había que hacer noche allí, porque no hay otro pueblo en seis horas a la redonda. Y en Manja sólo hay un hotel, propiedad del député local en la Asamblea Nacional, que no deja que se construya ningún otro. Llegamos al anochecer bajo una lluvia finita y nos abrieron un portón para que los tres jeeps entraran y aparcaran en el patio, con gran dificultad porque estaba lleno. Bajamos y, sólo entonces, nos comunicaron que había overbooking: el député había vendido más habitaciones de las que tenía. Preguntamos por la posibilidad de buscar otro hotel y nos dijeron lo de las seis horas a la redonda. Abajo tienen una vista del grupo mientras discutíamos qué hacer en medio del patio bajo la lluvia. Pero el député estaba siempre por allí, pendiente de su negocio y no tardó en aparecer. Era un merna auténtico: pequeñito, de piel clara y rasgos achinados, pantalón corto, piernas arqueadas y un permanente cabo de cigarrillo en la comisura. Todo ello le daba un decidido aire compadrito. Llegó en una especie de vespino y dijo que todos tranquilos: él tenía el compromiso de alojar a todos los viajeros que llegasen al pueblo y para ello contaba con l’Anexe. Un anexo, como el de Galerías Preciados.



L’Anexe, resultó ser un grupo de bungalows bastante cercano, al que nos dirigimos andando. Eran muy cutres, pero no había otra cosa. Se organizaban en dos hileras, en torno a un espacio común central, con un bar en un extremo y un par de mesas alargadas de fábrica, en las que se podía cenar de lo que trajera cada uno. En una se instaló un grupo de ruidosos motards que llegaron al mismo tiempo, con pañuelos de pirata, trajes integrales de cuero y aire general de Mad Max. Así que les advertimos a los del bar que nos reservaran cervezas frías, no fuera que se las tomasen todas los motards. Y nos fuimos al pueblo a por pan. En una esquina, un tipo con un walkman tenía una música disco africana a todo volumen y retaba a la gente a bailar con él. Era el típico negro macarra con gafas negras y una camiseta supercorta que le permitía enseñar el ombligo cuando se movía de forma lúbrica. Lo que no se esperaba es que una de las señoras de nuestro grupo le entrara al señuelo. Entre los dos montaron una breve danza súper sexy, los presentes chillaron en un registro muy agudo y todo el pueblo se acercó corriendo a ver el portento.

Cenamos después y nos acostamos pronto, a pesar de que los motards se quedaron un buen rato bebiendo y dando la murga con sus cánticos. Los cuartos resultaron ser los peores que habíamos sufrido hasta ese momento en el viaje, pero al menos había mosquiteras. Para completar la protección, les pedimos unas espirales para quemar. Nos las trajo en persona el propio député, una por cuarto, colocadas sobre sendas botellas de fanta usadas. Y eso fue lo que dio de sí el día nº 11. Les deseo que pasen un buen finde, queridos lectores. Y guárdense de los matitis.

2 comentarios:

  1. Muy divertido tu selfie, Emilio, y hay que ver lo bien que entonas, mejor que Gelu. Tu viaje ha sido apasionante; aunque agotador, parece que ha valido la pena. Ylos autóctonos, efectivamente, son bellísimos.

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    1. Siempre he tenido buena "oreja". Lo que me falta es voz. El viaje ha sido maravilloso, muy intenso y lleno de pequeñas maravillas. Los negros de la zona costera eran guapísimos, no tanto los del interior, como iremos viendo.
      Un abrazo y gracias por seguirme todavía.

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