miércoles, 23 de octubre de 2019

878. Mdgscr 3: el Tsingy Grande y los baobabs

Por fin en casa y con un delicioso tiempo gallego de lluvia fina y persistente. Han sido muchos viajes seguidos y yo ya tenía ganas de regularizar mi tiempo, regresar a un ritmo más tranquilo, recuperar las rutinas y poderme echar alguna siesta de vez en cuando, como ayer, después de incorporarme otra vez a la oficina por la mañana. Encuentro a alguna gente muy preocupada por el asunto catalán y la verdad es que a mí no me inquieta demasiado. Peor veo la deriva del Brexit que acabará por afectarnos a todos (y también a Cataluña). Por mi parte tengo claro que el independentismo es un fenómeno retrógrado, reaccionario, supremacista, nazi y santurrón, en el que han embarcado a Cataluña el poco honorable Pujol y sus sucesores cada vez más impresentables, hasta llegar al homínido Torra. Creo que eso ya lo tiene claro todo el mundo, salvo los que no lo quieren tener claro. Eso no quita para que piense que van ganando, ya saben que en este mundo no siempre ganan los buenos. Para mí que están siguiendo puntualmente su hoja de ruta bien diseñada, que ahora decía: cuando haya sentencia nos vamos a enfadar mucho y asomaremos la patita de la violencia. Frente a esto hay que mantenerse firmes y escuchar lo que dicen personas como Javier Cercas o el cada vez más grande Jaume Reixach, cuyo siguiente artículo pueden (y deben) leer pinchando AQUÍ.

Aquí a la izquierda tienen una ilustración en línea con lo que pensamos Reixach, yo y tanta gente. Por cierto, en Innsbruck había al menos cinco catalanes. Uno de ellos llevaba un surtido de pegatinas y chapas indepes, que iba alternando, cada día una. Además, una chica, bastante maja y con la que hablé de muchas cosas, tenía un pequeño lazo amarillo muy discreto, que se ponía todos los días, aun cuando se cambiaba lógicamente de ropa. Y luego había otros tres que no mostraban el menor signo externo, lo cual es también una forma de significarse. Y no hablamos nada de las hostias en Barcelona. Ni ellos lo sacaron, ni los demás (valencianos, vascos, extremeños, mallorquines y madrileños) hicimos alusión al tema, para no provocar discusiones estériles: con fanáticos de una línea es inútil tratar de hablar de ello. Dicho esto, continuaré con mi relato del fabuloso viaje de Madagascar. 

El octavo día amanecimos en el hotel Orquidée de Bekopaka, en donde habíamos reservado dos noches. ¿Con qué motivo? Pues con uno muy definido: visitar el Tsingy Grande. La palabra tsingy significa en malagasi lugar por donde no se puede caminar, es decir, lugar intransitable. Los tsingy de Madagascar son formaciones kársticas, a las que la erosión ha despojado de toda la tierra dejando sólo unas rocas calcáreas muy afiladas por las que transitar es difícil y peligroso: cualquier resbalón te garantiza una herida segura. El Tsingy de Bemahara, cerca de Bekopaka, es el más grande de Madagascar, donde hay otros dos parajes similares de menor tamaño. Para visitarlo hay que hacer dos horas interminables de todoterreno por un camino infernal, pero la cosa merece la pena. Este tsingy está declarado por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad, y les muestro unas fotos sacadas del National Geographic. 



Para ver esta maravilla, madrugamos, desayunamos y nos aprestamos a salir con los jeeps. Pero, como ya nos habían anticipado, el recorrido hasta el tsingy no se puede hacer más que en convoy, porque parece que hay cuadrillas de bandidos que, si vas solo, te pueden asaltar y quitarte hasta los calzoncillos. Los convoys salen a horas fijas y en ellos van diez o doce todoterrenos, con un jeep del ejército en cabeza y otro detrás, en los que viajan unos militares de buena estatura, provistos de chalecos antibalas y fusiles kalashnikov. Antes de salir hay que recoger a los guías, que llevan arneses para todos, porque se sube por unas paredes muy escarpadas, en donde hay escalones tallados en la piedra y cables laterales a los que hay que sujetar los mosquetones del arnés por seguridad. Este es un nivel de montañismo que yo nunca había practicado. En algunos puntos el cable de sujeción cambia del lado derecho al izquierdo, por ejemplo, y te enseñan que no hay que soltar el segundo mosquetón del primer cable, hasta que tengas bien sujeto el primero al cable nuevo. Y arriba hay que cruzar por unos puentes suspendidos bastante impresionantes, como ven en la foto de abajo.

Llevaba mi móvil para hacer fotos pero en semejante lugar hay que estar todo el rato muy concentrado y apenas queda margen mental para hacer fotografías. Mis compañeros me hicieron algunas en las situaciones más comprometidas, pero aún no me las han mandado. Yo tomé otras, como las que pueden ver abajo. Habíamos programado hacer la excursión más larga de las posibles, de seis horas, pero transcurridas cuatro dieron la oportunidad de retirarse a quien quisiera, y yo me sumé a este grupo, al que sólo nos apuntamos tres. Los otros siete siguieron hasta el final, lo que da idea de lo recios que son en este grupo. Los tres que nos rajamos aún tuvimos que caminar una hora más de bajada, hasta llegar al campamento base. Yo estaba reventado y me abalancé a las botellas de agua que teníamos en los vehículos. Allí esperamos al resto. He hecho muchas veces excursiones senderistas de más de cuatro horas, pero esto es diferente. Esto comporta un estrés adicional por la dificultad y el peligro del recorrido, que resulta agotador.



La última foto es también del National Geographic y muestra cómo los lémures se manejan por este lugar tan singular, favorecidos por su escaso peso. Tras reunirnos, nos sumamos a un nuevo convoy para regresar al hotel, pero a medio camino se averió una rueda de uno de los vehículos y eso supuso treinta minutos más de retraso, porque estas cosas en África suponen que todo el mundo se baja y opina, hasta los militares fusil en ristre, desmontan la rueda, la vuelven a montar, les sobra una pieza y vuelta a empezar. La solución consistió finalmente en ponerle al rotor una camisa de una especie de estopa que, una vez metida la pieza a presión, hubo que rematar quemando los flecos que sobresalían. Aquí una foto del desarrollo de la reparación.



En el hotel yo estaba reventado. Mis compañeros me gastaron la broma de decirme que se iban a ver el Tsingy Pequeño por la tarde, pero era mentira, estaban tan exhaustos como yo. Comimos unos bocatas del embutido que traíamos de España y yo me fui a mi cuarto a descansar el resto del día. Aproveché este tiempo libre para escribir un post que se llamó Message in a bottle, pero salí a recepción y no lo pude colgar. Esta vez cenamos mejor en el restaurante del hotel, con una cerveza helada de dos tercios de litro, bien merecida.

El noveno día nos llevó a viajar de nuevo en convoy, esta vez hacia el sur por la costa, hasta Belo sur Tsiribihina, el lugar donde nos había dejado el barco del río. Allí comimos otra vez de bocatas, entre los tipos que jugaban al dominó, mientras esperábamos para cruzar en ferry a la orilla sur. Luego seguimos camino por una serie de pistas bastante impracticables, pero ya no en convoy. Nos internamos por el parque nacional Kirindy, con la idea de ver una de las grandes atracciones turísticas de Madagascar, la Avenida de los Baobabs. Los caminos del parque son infernales y visitamos varios hitos previos, que estaban separadísimos: primero, el Baobab Sagrado, rodeado por una verja para acceder al interior de la cual hay que descalzarse. Luego tocando la superficie del tronco se puede pedir un deseo, gilipollez que yo me ahorré, porque tampoco me apetecía descalzarme. A continuación fuimos a ver el Baobab de los Enamorados, del que pueden ver una imagen abajo. Es un sitio también bastante turístico, que hasta tiene un bar al lado, para los guiris que lo van a visitar. Y por último, la gran Avenida, en la que la rutina de los turistas marca que hay que ver la puesta de sol, con lo cual está llena de japoneses haciendo fotos. Las fotos que uno puede hacer en el punto culminante, salen llenas de japoneses, pero de todas formas mi móvil se había quedado sin batería. Si tienen interés en saber cómo es esta gran avenida, tienen fotos a cientos en Internet.


Es el momento de hablar de este árbol ciertamente singular y muy característico de Madagascar, donde pueden contemplarse ejemplares milenarios. De hecho, seis de las ocho especies de baobabs descritas por los botánicos sólo se dan en esta isla. Hay una séptima especie que abunda en el centro de África, desde Senegal hasta las costas del Índico, y una octava en una pequeña zona de Australia. El baobab es un árbol con un significado lleno de resonancias legendarias. Una de estas leyendas cuenta que, en una era anterior, eran los árboles más altos y formidables, por lo que un dios receloso de su esplendor castigó su orgullo dándoles la vuelta, de forma que las raíces quedaran al aire y el follaje bajo tierra. La realidad es que se trata de un árbol adaptado a vivir en condiciones extremas de sequía y temperatura, y por tanto preparado para el cambio climático que nos amenaza. Su aspecto y sus proporciones remiten a eras geológicas primigenias y no es difícil imaginar que sea un superviviente de los tiempos de los dinosaurios. El primer baobab que vimos se erguía poderoso sobre una colina junto al cauce del Tsiribihina, que surcábamos con nuestro barco del tiempo de nuestros abuelos. 


El tronco de estos árboles gigantes tiene un 80% de agua, por lo que es inutilizable para explotar su madera. Solamente a veces le pelan la corteza con cuidado, como a los alcornoques, para hacer con ella piezas de techumbre para sus chozas. El baobab era también el árbol que crecía en el asteroide del que proviene el niño de El Principito, que se dedicaba a arrancarlos como mala hierba maléfica. En nuestra Tierra real el baobab es un árbol con múltiples utilidades desde sus hojas de propiedades medicinales y cosméticas, hasta la pulpa de sus enormes frutos, de la que se extrae un zumo que yo había probado ya en Madrid (sabe a madera y está bastante malo). ¿Y dónde lo había probado yo? Pues en un restaurante senegalés de Lavapiés, que se llama precisamente Baobab y está en la plaza de Cabestreros, ahora renombrada de Nelson Mandela, donde se concentran todos los negros del barrio. Los del restaurante son musulmanes, por lo que no tienen cerveza y has de arreglarte con el zumo de baobab, o el de tamarindo que está más rico. Antes de mostrarles algunas de las fotos que tomé en esta parte del viaje, les dejo el link a un artículo publicado hace poco en La Vanguardia sobre estos árboles legendarios. Si quieren leerlo, han de pinchar AQUÍ










En la Avenida de los Baobabs me pregunté si el lugar, ciertamente bonito y simbólico de Madagascar, no tenía otro acceso que el que nosotros usamos, atravesando todo el parque Kirindy por caminos impracticables. Tuve respuesta en cuanto abandonamos el lugar por el lado contrario. En ese sentido, se llega enseguida a una carretera asfaltada magnífica, que te lleva a la ciudad de Morondava, una de las mayores del país, situada a lo largo de la magnífica bahía del mismo nombre, sobre el llamado Canal de Mozambique. Los turistas se alojan en esta ciudad, que tiene incluso aeropuerto y desde allí acceden cómodamente a la gran Avenida. Las agencias ofrecen viajes a Madagascar de una semana, en la que únicamente se visita Antananarivo y luego un vuelo interior te lleva a Morondava para ver la Avenida de los Baobabs y volver enseguida al mundo seguro de Occidente. Incluso la carretera estaba atascada por la gente que volvía a la ciudad al atardecer. Con nuestros todoterrenos recorrimos todo el paseo marítimo hasta llegar al hotel Sun Beach, en la salida norte, junto a la playa.

Era un hotel excelente ¡con aire acondicionado individual en los cuartos! lo que constituye el mejor antimosquitos del mundo. Además contaba con mosquiteras nuevas, buenos servicios y un restaurante muy apañado, con una carta a base de pescados y mariscos, en el que cenamos nada más llegar. Luego, mis compañeros salieron a dar una vuelta nocturna por la carretera de la costa, pero yo no les acompañé, porque quería colgar mi post del día anterior y además seguía bastante cansado de las palizas diversas. A pesar de mis cuidados, tenía ya la proverbial cagalera, para combatir la cual contaba con un remedio estupendo: mis sobres mágicos de Vitanatur Symbiotic C, un preparado a base de probióticos que hay que tomarse antes de desayunar y que te reconstruye la fauna intestinal. Es un soluble que se echa en un vaso de agua, se revuelve y se espera un minuto, para que se revivan los bichos. Luego se toma y se esperan otros diez minutos antes de comer nada. No te soluciona la diarrea, pero te la controla hasta que se cura. Les dejo ya, hasta la próxima entrega. Sean felices.

2 comentarios:

  1. Unas imágenes deslumbrantes, dejando aparte la de los marionetas. El último monigote debería estar manejando una marioneta colectiva, la del muy engañado poble català. Volviendo a las bellezas de Madagascar y a tus tribulaciones para disfrutarlas, te remito a la frase lapidaria de mi última guia turística: Viajar es un trabajo muy duro; lo grato es haber viajado.

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    1. La vida del viajero es dura. La del turista también, pero encima es aburrida. Yo cada vez huyo más del turismo convencional.
      Un abrazo, querida, no sabes cómo te echo de menos.

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