sábado, 5 de octubre de 2019

875. África es diferente

Escribo hoy desde la Salary Bay, la bahía de Salary, un lugar perdido en el fondo de la isla de Madagascar, en donde las condiciones del WiFi me pueden permitir colgar un texto breve, no sé si con fotos. África es un lugar diferente, en donde las condiciones de vida son primitivas y te puede pasar cualquier cosa. Este es mi primer viaje al África subsahariana y lo estoy disfrutando como se merece. Desde que terminamos nuestro descenso del río Tsiribihina, nos hemos movido en tres todoterrenos por los caminos inexistentes de las tierras malgaches occidentales, para acercarnos a lugares como Belo sur Mer, o Andavadoaka, poblados remotos de las etnias Sakalava y Vezo, en donde nos hemos mezclado con la población, comido sus pescados recién capturados y cocinados al grill y, en general, aceptado su vida de sol a sol, porque no hay electricidad y después de las 6 de la tarde el mundo se acaba hasta el día siguiente. 

Viajar por África es duro, a menos que se haga en las condiciones de lujo que ofrecen las agencias. A mí esta dureza me recuerda en cierta forma al esquí, que yo aprendí de mayor y que practiqué durante unos años, hasta que se disolvió el grupo al que me había apuntado. Quiero decir que esquiar no es lo mismo que hacer carrera de fondo, que es mi deporte más querido. Para correr, yo simplemente me calzo unas zapatillas, me pongo cualquier camiseta y bajo al Retiro a disfrutar. Para esquiar has de coger el coche, cargarlo con pertrechos sin cuento, atravesar zonas heladas en las que a menudo has de ponerle las cadenas a las ruedas, dormir en lugares apenas acondicionados con un frío de la hostia. Luego, después de desayunar, has de vestirte con una especie de armadura, culminada en unas botas que te aprietan por todos lados y te impiden andar, versión moderna de la tradicional bota malaya, cargar con los esquís, hacer unas colas tremendas para subirte en un remonte que las primeras veces te tira de espaldas al suelo, aceptar que te agarre por los huevos y te suba en una pequeña cumbre en la que un profesor te enseña a hacer la cuña y, medio muerto de miedo, consigues hacer unas cuantas eses.

Después de varios días de tortura en los que terminas agotado y lleno de golpes para comprobar que apenas avanzas en el aprendizaje, cuando ya te estás preguntando si toda esa parafernalia tan costosa y aperreada merece la pena para bajar una pista verde a poquitos de cuña en cuña, de pronto hay un día en que, casi de forma mágica, te sale el paralelo y empiezas a deslizarte armoniosamente, mientras en tu mente suena algún olvidado vals de Strauss, y entonces es cuando empiezas a entender un poco lo que es el esquí y por qué le gusta tanto a sus forofos. Pues esto de África es lo mismo. Aquí has de empezar por calzarte un interminable viaje en avión y pasar una frontera en la que te cuesta más de dos horas que te pongan el sello de entrada. Luego pernoctar en lugares penosos, en los que has de protegerte de los mosquitos que te pueden transmitir la malaria y otras diez o doce porquerías (por no hablar de las vacunas y profilaxis que has de tomarte antes de viajar).

Levantarte cada mañana, ducharte con agua fría, contemplado por algunas arañas impasibles y salamanquesas amigas. Luego darte un protector solar para no acabar el día convertido en un cangrejo hervido. Y encima del protector solar una loción antimosquitos. Luego desayunar un café infame con algunos bollos más o menos apelmazados y enseguida montarte en un cuatro por cuatro, para afrontar un camino polvoriento, bajo un sol inmisericorde, a menudo sin aire acondicionado, y meterte al cuerpo un trayecto de siete u ocho horas, en el que apenas has podido hacer unos 200 kilómetros. A todo esto, has de sufrir la proverbial cagalera, además de constipados o conjuntivitis por el polvo del camino, que hace que tu ropa de color claro acabe el día roja y asquerosa. Para llegar a un hotel que sólo tiene de tal el nombre, porque apenas tendrá un camastro con una mosquitera remendada y un plato con una espiral de esas que se ponen a quemar para ahuyentar a los diversos insectos.

Pero hay un día en que te sobrepones a todo eso, que admites las incomodidades como algo consustancial a la realidad africana y hasta integras la cagalera como algo cotidiano e inocuo. Y, como el día en que, esquiando, te sale el paralelo, empiezas a disfrutar de una auténtica experiencia iniciática, en tu mente resuenan cánticos primitivos elegíacos y te vas extasiando sucesivamente ante tanta belleza como encierra este continente, en sus bosques, en sus gentes, en su cultura. Este viaje está para mí lleno de escenas y peripecias acojonantes, de las que he ido tomando nota y de las que les informaré con todo el detalle en cuanto tenga tiempo a mi vuelta. Como el propio descenso del río, la visita al Tsingi grande, los baobabs gigantescos de reminiscencias prehistóricas, o el cruce de ríos sobre una especie de almadía de madera, de la que tiran a mano un porrón de negros hundidos en el río hasta la cintura, que mueven a pulso la plataforma con los tres coches encima, porque se ha acabado la gasolina para el motor del ingenio, o el gobierno la ha subido y ya no la pueden comprar.

Y todo eso rodeado por una gente de una humanidad extraordinaria, que te dan su comida, que te cantan y te bailan melodías ancestrales sin apearse nunca de su risa de sandía recién cortada. De todo esto les hablaré en mis textos al respecto. Además, he de decirles que Madagascar es diferente del resto de África, porque es el resto de otro continente, Godwana, hundido en el mar en su mayoría. Por eso su fauna y su flora son diferentes. Aquí es el único lugar del mundo en el que hay lémures, el primate más antiguo y primitivo del mundo, con cara más de zorro que de mono. Y seis de las ocho especies de baobabs registradas en el mundo por los botánicos se dan únicamente en Madagascar. Hoy voy a intentar subir este texto con unas fotografías elegidas al azar, alguna de ellas ya mandada a muchos de mis lectores por whatsapp. Y, a modo de aperitivo, les voy a contar también una pequeña historia. En Madagascar hay tres zonas de influencias culturales diversas. La asiática que visitamos los primeros días, la africana que influye en todo el sur y una tercera: la árabe, del extremo norte.

Y en esta zona de ancestros árabes se realiza una fiesta que no tiene parangón en ningún otro lugar del mundo: la fiesta de los muertos. En esta zona, los muertos se entierran envueltos en una mortaja directamente en la tierra, como hacen los árabes. Pero, cinco años más tarde, se hace en su honor la fiesta de los muertos. Se desentierra el cuerpo, se le coloca (a lo que quede) una mortaja nueva y se le pasea por todo el pueblo entre cánticos, danzas y mucho alcohol. Las familias se gastan todo su dinero en esta fiesta y a menudo se endeudan de por vida, para honrar debidamente a sus mayores y garantizarles el descanso definitivo, tras esos cinco años de situación transitoria, que son como una especie de purgatorio. Es una costumbre bárbara, ligada a tradiciones animistas, que sostienen que el alma no muere, sino que el difunto permanece entre sus familiares y se puede cabrear si no se le honra adecuadamente.

En nuestro trayecto pasamos cerca de alguna de estas celebraciones (en preparación) y le preguntamos a nuestro guía Alain si podíamos acercarnos. Nos dijo que ni de coña. Esa es una fiesta privada, sobre la que no se debe bromear o frivolizar. Y ellos saben que los blancos no compartimos sus creencias. Les dejo unas cuantas fotos.   






2 comentarios:

  1. Tal como lo describes, no parece muy atractivo un periplo africano. Y menos con mi "salamanquesofobia". Pero el baobab es impresionante. Por no hablar de la simpatía de los nativos ¡qué espléndidas sonrisas!

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    1. Aquí a buen recaudo en casita, lo de Madagascar empieza a quedar lejos, aunque lo tengo a medio contar. Gracias por tu apoyo.

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