lunes, 14 de septiembre de 2015

426. Cuando los hados se empeñan en joderte la tarde

Les cuento hoy una historia cierta, pero un poco distorsionada por el hecho de circunscribirla sólo a lo sucedido en la tarde del pasado 7 de julio. He de añadir que al día siguiente, 8 de julio, acudí a mi concesionario Toyota donde me atendieron con su amabilidad habitual, despejaron todos los malentendidos, me pidieron disculpas, aceptaron íntegramente mis reclamaciones y, como cada día desde que circulo alegremente por el mundo a caballo de un Auris híbrido, me hicieron sentir parte de la familia Toyota, como reza el eslogan de la marca, sobre la que no puedo tener más que buenas palabras. Lo ocurrido esa tarde cabe atribuirlo sólo a la injerencia de esos hados traviesos y cabrones que de vez en cuando echan los dados y deciden jugar con nuestra suerte y darnos un toquecito de atención para que no nos confiemos. Voy con ello.

Es martes. Me toca ir a nadar al Polideportivo Municipal de Barajas, puesto que el que utilizo en invierno está cerrado. He bajado a tomar un café con un bollo en torno a las 11, con un amigo que me ha venido a ver a la ofi. Eso excluye mi habitual salida posterior a comer algo más contundente, cuando voy a ir a nadar. Cojo mi coche, atravieso el rosario de parkings públicos junto al parque Juan Carlos I y desemboco en la Avenida de Logroño, donde está la piscina. Los 30 largos son un verdadero placer, en un lugar acristalado que permite ver los jardines del entorno, a cubierto de los 40 grados de este verano criminal. Una ducha, me visto, me calzo mis gafas de sol y al coche. Música de JJ Cale, aire acondicionado, asiento cómodo. Me siento limpio y fresco. La vida es bella para los que vivimos en la parte superior de esta desigual tortilla que es el mundo. Una vida hecha de confort, comodidad, seguridad, rutinas amables que se cumplen sin fallos. Mi mente se anticipa imaginando lo que voy a hacerme para comer en cuanto llegue a casa.

Luz deslumbrante, pocos vehículos, un par de detenciones en cruces con semáforo. La realidad fluye con suavidad. Me incorporo a la M-40 en dirección sur y cojo velocidad. Hay mucho tráfico ahora, vamos a 110, los tres carriles se abren a cuatro. Sé que un poco más abajo la vía se desdoblará en Y griega; los dos carriles de la derecha se abrirán para los que salen a Coslada y otros lugares, mientras los de la izquierda siguen hacia el sur. Como no voy a Coslada, circulo por el tercer carril, contando desde la derecha. De forma casi imperceptible, a JJ Cale le brota una percusión adicional. Qué raro. El redoble suplementario va cobrando volumen. Apago la música. Es un extraño trrrrrrrrr. Levanto el pie del acelerador. El trrrrrrrrr va mutando a tptptptptpt, mientras algunos conductores a mi alrededor empiezan a darme ráfagas de luces y bocinazos, adelantándome por los dos lados. Alguien me señala hacia abajo, esquina izquierda trasera.

Es un pinchazo. Pongo el doble intermitente, he de tomar decisiones en segundos. Descarto cruzarme hasta el carril de la derecha, me parece una maniobra peligrosa. Debo seguir adelante perdiendo velocidad, pero el ruido pronostica una rueda en situación catastrófica. Al fin, alcanzo el desdoblamiento y a mi derecha surge un ancho arcén, en el que ingreso y me paro. Me bajo. Un vistazo a la rueda: está destrozada. Extraigo el triángulo rojo y lo coloco bien visible. Mi primer impulso es buscar la rueda de repuesto, pero no llevo. Es una de estas modernidades que no entiendo; anda que no he cambiado yo ruedas pinchadas. Echo un ojo al manual del coche. Dice que incorpora un kit para arreglo de pinchazos. Pero esto es más que un pinchazo. Miro a mi alrededor. Estoy en una isla de asfalto, entre la M-40 y el ramal a Coslada, que se hunde cuesta abajo para pasar bajo la vía principal un poco más adelante. Son las cinco y media de la tarde y yo estoy solo en este no-lugar, bajo un sol inmisericorde a 40 grados, rodeado de vías por las que circulan coches a toda velocidad (ninguno se va a parar a ayudarme) y con un hambre de pelotas.

Es mi primer percance con el Auris y mi mente no tiene procesadas las rutinas de cómo actuar en tales situaciones. Tengo un móvil. Llamo a mi hijo Kike. Le digo que busque en Internet el número de atención en carretera de Toyota y el de mi concesionario y taller de cabecera. En unos segundos me da el primero. Me llamará luego con el otro. Tengo bolígrafo y bloc. Anoto el teléfono. Llamo. Me atiende una señorita. Le cuento lo que me pasa. No se preocupe, enseguida le mandamos una grúa, dígame la matrícula. Se la doy. Sí, efectivamente, ya tengo su póliza en pantalla. Aquí figuran tres conductores habituales: Emilio, Lucas y Enrique. ¿Cuál de ellos es usted? Emilio, los otros dos son mis hijos. El tono de la chica cambia de forma casi imperceptible: hay un problema. Según nuestra base de datos, usted sólo tiene un seguro de gestión, que no cubre la asistencia en carretera. Es increíble, no doy crédito. Un viento de terror recorre por un instante mi cabeza: ¿es posible que lleve dos años circulando por ahí sin seguro?

Protesto, me rebelo, tiene que ser un error, tengo el coche a todo riesgo y los recibos al día. La chica dice que no lo duda, pero que a ella no le consta, porque en pantalla figuro como titular de un seguro de gestión y, en consecuencia, no puede hacer nada por mí. Mi mente trabaja rápido, hay que establecer un orden de prioridades: lo primero es que alguien me saque de allí, ya aclararemos luego el malentendido. La chica parece ansiosa por cortar, pero debo mantener la comunicación, es mi único punto de contacto con esa realidad confortable y rutinaria de la que formaba parte hasta hace unos segundos. Le explico mi situación (dramatizando un poco) y le digo que tiene que ayudarme, que no puede colgarme sin ofrecerme alguna salida. Respuesta: lo único que yo puedo hacer, como un favor, es proporcionarle el teléfono de un servicio de grúas que suele trabajar con nosotros y tiene la base por esa zona. Y usted les llama, como cosa suya. Es increíble. Pero yo soy un náufrago y no tengo otro cabo al que agarrarme.

Anoto el teléfono. Grúas R.P. Llamo. Otra chica. Le cuento lo que me pasa. Ella puede mandarme una grúa, pero se la tendré que pagar. 78€. No hay problema. Me pide la localización. Estoy en la M-40, por San Blas, desde mi posición se ven las obras del Centro Acuático, al lado del estadio de la Peineta. Todo eso no me sirve –dice– tiene que darme el kilómetro. Verá, señorita, aquí a mi lado hay un pequeño indicador cuadrado, blanco y azul, con un cuatro grande y arriba un nueve pequeño. Eso es el kilómetro 4,900. Muy bien, en unos 40 minutos tiene ahí la grúa. Cuelga. Ufff, parece que aún queda algo de sentido común en el mundo circundante. Tengo una llamada perdida de mi hijo. Me da otro número de atención al cliente de Toyota. Llamo. Un loro mecánico me informa que ese servicio cierra a las 6 de la tarde (ya son las 6.05) y que puedo dejar mi mensaje, que mañana me llamarán a primera hora. Le insisto a mi hijo: el número que necesito es el de mi concesionario, donde me conocen y me atienden siempre muy bien.

Por fin lo consigo. La telefonista superamable de otras veces. Por Dios, ¿está usted tirado en un arcén de la M-40 con este calor? Ahora mismo le mando una grúa. No, no, no, ya tengo una grúa que viene de camino. No quiero que se junten aquí dos grúas. Lo que quiero es que me aclaren lo del seguro. Bien, voy a ver si le puedo pasar con el jefe. Unos pitidos mecánicos. ¿Emilio? Estoy aquí atendiendo a un cliente, no puedo dedicarte más de unos segundos. Pero es que tengo un pequeño problema con una avería. Entonces te paso con el jefe de talleres. Ha cortado. No he tenido tiempo de explicarle la situación kafkiana en que me veo inmerso. El jefe de talleres me escucha con paciencia. ¿A qué número dice que ha llamado? Se lo doy. Claro, ha llamado usted al teléfono de atención de Seguros Toyota. Pero su coche tiene menos de tres años y está en garantía. Durante este tiempo, usted no está cubierto por el seguro, sino por la garantía. El teléfono al que debía haber llamado lo tiene en una pegatina de buen tamaño en la solapa interior izquierda del libro de mantenimiento. Se les explica con toda claridad a los clientes cuando compran sus coches y se les insiste mucho en que ese, y no otro, es el número al que deben llamar ante cualquier incidencia.

Bueno, al menos ya sé lo que ha pasado. Protesto otra vez: tengo el coche desde hace dos años y medio, no he tenido ningún problema hasta hoy, tengo 64 años y es normal que se me hayan olvidado las explicaciones que me dieron. Sí, le comprendo y, si quiere, le enviamos ahora mismo una grúa y nos traemos el coche para acá. Que no, coño, se lo agradezco mucho, pero no quiero una segunda grúa. Es absurdo llamar a dos grúas por el mismo incidente. Además, de esa forma, la primera grúa la tendría que pagar de todas todas. Y total para nada. Yo lo que quiero es que venga UNA SOLA grúa, me atienda y ustedes la paguen, de acuerdo con lo que yo tengo cubierto. Como quiera, pero entonces tendrá que pagarle ahora al de la grúa y mañana reclamar. Y los de Toyota lo normal es que no acepten su reclamación, porque el error ha sido suyo por llamar al teléfono equivocado. Le advierto también que nuestro taller cierra a las 7. Horario de verano.
    
Es increíble cómo se puede complicar una situación por una serie de fatalidades encadenadas. Me estoy asando de calor en mi pequeño espacio vital de asfalto, por donde corre un aire tórrido y reseco, con olor a neumáticos. Están cerca de cumplirse los 40 minutos y aquí no viene nadie. Camino un poco hacia el sur, más que nada por explorar el territorio. Y entonces llego al siguiente indicador. Tiene un cinco grande y un nueve pequeñito arriba. Horror. Vuelvo al coche y me entra una llamada del grueiro. Me está buscando en el kilómetro 4,900. Y yo estoy en el 9,400. Claro, es que si usted nos da mal los datos… OJO, yo lo único que he dicho es que había un poste con un cuatro grande y un nueve pequeño. Es su telefonista la que ha deducido cuál era el kilómetro. Además le he dado otras indicaciones que podrían haber ayudado, pero ha pasado de ellas. Vale, no se altere, somos una empresa pequeña, no podemos contratar para el teléfono a la campeona del Pasapalabra. Está bien, disculpe. Y dése prisa, que me cierran el taller.

El sol empieza a declinar y yo sigo allí, náufrago en mi isla de asfalto recalentado. Llamo al concesionario, pero ya no me contestan. Debe de ser el horario de verano. Son las 6.40 cuando llega el camión grúa. El conductor empieza por dejar claro que es imposible llegar al concesionario en 20 minutos. Ni en helicóptero –dice. Pero él se puede llevar el coche a la base y mañana quedar conmigo en la puerta del taller a la hora que le diga. El único problema es que eso ya son dos desplazamientos: 156€. Muy bien. Adelante. El tipo saca un albarán, me pide que firme la conformidad y empieza las maniobras correspondientes, sin dejar de refunfuñar, cargado de razón. ¿Entonces usted no tiene seguro? Sí, pero hay un malentendido. ¿Qué malentendido ni que leches? ¿No tiene el teléfono del que le vendió el coche? ¿Le ha llamado? Ahhhh, o sea que el tipo primero le cuelga y ahora ya ni se le pone: ¡ese es un liebre! Al comprar todo son facilidades, y luego mire.

Tenemos el coche sobre el remolque. Me subo al asiento de copiloto. Hay allí una botella de agua de las de litro y medio, mediada. Le pregunto si puedo beber un poco. No hay problema. Pocas veces he bebido con tanta ansia. Joder, jefe, que me ha dejado usted sin agua. Disculpe, ahora se pilla usted otra. Era broma, hombre. De camino le puedo acercar a una parada de taxis, para que le lleven a casa. Mañana, cuando hable con el liebre, que le pague la grúa y el taxi. Le digo que basta con que me deje en un lugar donde haya Metro y un bar con buena cerveza. Me contesta que la mejor cerveza del barrio es la del Gambrinus de la plaza de Grecia. Y tiene el Metro no muy lejos. Allí me bajo, por fin de regreso a la civilización, como un robinson rescatado. El  bar está vacío. Me pido una jarra de medio litro y les digo que llevo sin comer desde por la mañana. Entonces, lo que usted necesita es el plato especial de la casa –dice un chef de gesto afable, con gorro y delantal blanco. La cerveza está fabulosa. Y el plato especial de la casa son unos huevos rotos con jamón, pimientos y champis. Y a precio de San Blas.

Un rato después salgo caminando en busca del Metro. Sigo las indicaciones de un transeúnte que me encamina otra vez al lateral de la M-40, en donde parece correr un poco de airecillo. Allí, en medio de la nada, hay una estación de Metro rodeada de zarzales. Estadio Olímpico, se llama. Efectivamente, a la luz menguante del crepúsculo, se ve al fondo la silueta inacabada de La Peineta. En esa estación en medio de la nada, lógicamente no hay nadie. Hay un andén central para la única línea que pasa por allí. A un lado circulan los trenes que van a Coslada. Al otro los que llevan al centro de Madrid. He de esperar siete minutos, según un cartel luminoso. Saco el móvil y me pongo a navegar por Internet. Llega el Metro, me subo y miro las paradas que me faltan para llegar al cambio que debo hacer. Me siento. El tren va medio lleno. En la primera estación intuyo que baja y sube mucha gente, pero yo estoy abstraído en el móvil, leyendo las noticias del día.

Llegamos a una segunda parada. Las puertas se abren y cierran. El tren empieza a salir de la estación y lanzo una mirada afuera, para ver el nombre de la parada y comprobar que voy bien. No voy bien. El nombre de la estación es Estadio Olímpico, sólo que ahora estoy saliendo en sentido contrario. Es como si estuviera en un bucle diabólico, como el de El Día de la Marmota. Hablo con un vecino de aire ecuatoriano. Oiga, por favor, no sé si me estoy volviendo loco pero me he subido en un tren que iba al centro de la ciudad y ahora voy para atrás. El tipo reprime su risa entre dientes y luego me lo explica con respetuosa paciencia: señor, la línea antigua de Metro llegaba sólo hasta Las Musas. Cuando lo de las Olimpiadas, le añadieron este tramo que es en lanzadera. Va y viene. En Las Musas hay que cambiarse de vagón. Si no, lo traen a uno otra vez para acá.

En fin, una eternidad después, el convoy llega a la estación Barrio del Puerto, en el pueblo de Coslada. Allí he de bajar, cambiar al andén del sentido contrario, esperar catorce minutos, tomar el tren de vuelta, atravesar la estación de Estadio Olímpico una hora después de haber salido de ella, seguir hasta Las Musas y transbordar al tren correcto. Y luego hacer dos cambios de línea más hasta Atocha. Me creerán o no, pero eran cerca de las 11 de la noche cuando llegué a casa, vacié mis bolsillos en la mesita de noche y me derrumbé exhausto en el sofá, con la sensación de haber sobrevivido a una pesadilla. Ni fuerzas tenía para prepararme un vermú.

Por fortuna, al día siguiente, todo fue como la seda, como he contado en el primer párrafo. Pero es que el día siguiente era un día diferente. Los hados también se habían ido a descansar, después de pasárselo en grande a base de tocarme las pelotas durante una tarde interminable. Yo creo que pretendían darme un aviso. Para que no relaje mi atención. El mundo en que vivimos se rige por un orden genérico aparente, que es más frágil de lo que imaginamos. Por eso hay que estar muy atento. Porque en un segundo se puede ir todo a la mierda. Vigilen, amigos, ustedes también. Que luego pasa lo que pasa.
   

8 comentarios:

  1. Parece mentira que hable usted maravillas de la marca, después de pasar por ese calvario.

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    1. Pues estoy encantado con ellos. Este incidente fue resultado de una serie de coincidencias funestas concatenadas. Al otro día, como me habían pronosticado, me dijeron que no me pagaban la grúa. Como cada vez que tengo cualquier relación con Toyota, un auditor de la marca me llamó días después para preguntarme si estaba conforme con el trato recibido. Le dije que no y me puso en contacto con una persona a la que expliqué en detalle lo que me había pasado. Como resultado de esta gestión, me pagaron los 156€ que les reclamaba, me pidieron disculpas por escrito y hasta forzaron a la chica que me había atendido por teléfono en primer lugar, a llamarme para excusarse conmigo personalmente, algo que me pareció incluso excesivo. Como para no estar satisfecho. Además el coche es cojonudo y va como un reloj.

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    2. ¡Qué bárbaro! ¡Menuda propaganda haces tú a Toyota! Seguro que te mandan una cesta de navidad como de las mil y una noches.

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    3. ¡Hombre! Como que estoy compitiendo por el título de cliente del año...

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  2. Ya sabemos lo cojonudo que es tu coche y lo bien que te tratan. Pero este comentario no va sobre eso. Va de felicitarte por la literatura.
    También me gusta lo que pones sobre los viajes y las músicas, pero lo que más me gusta de lo que pones es la literatura.
    Claro que sobre Mas también se puede hacer literatura y con mayor motivo ahora, aunque ya no sabría en que género encajarla, pero prefiero ésta.
    Por cierto, Olmo ya está en Francia.

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    1. Me alegro un montón de las buenas noticias. Francia es un lugar mucho más seguro que Kobane. Te agradezco las flores, a mí también son los temas que más me interesan: literatura, música y viajes. Si acaso añadiría los idiomas y el urbanismo, mal que me pese; la ciudad es el medio en que me he movido siempre y el estudio de las dinámicas urbanas es apasionante.
      Un fuerte abrazo, amigo.

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  3. Bueno, ya le han dado caña los demás lectores, pero no me puedo reprimir. ¿No es un poco excesivo el pelotilleo con la marca Toyota? Sorprende en una persona crítica como usted. No se lo tome a mal, sigo su blog casi con avidez, pero me ha dejado un poco descolocado tanto jabón con una marca concreta. Me siento menos raro después de leer los otros comentarios.

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    1. Vale, no me den más la coña con esto. Este asunto, con variantes, sucedió hace dos meses. No lo conté entonces, porque pensé que los de la marca podrían sentirse molestos y buscarme un lío. Pero las posibilidades literarias de la anécdota me venían de vez en cuando a la mente. Por fin me decidí a contarlo en el blog. Cuando ya lo tenía escrito, me pareció que todavía podía ser molesto para Toyota, una marca que ciertamente se porta muy bien conmigo. Así que añadí un primer párrafo laudatorio. Parece claro que se me fue la mano, puesto que casi todos los comentarios escarban en la herida. Pero ya no lo voy a cambiar, siguiendo las normas de este foro. Mis disculpas.

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