lunes, 31 de marzo de 2014

241. El Metro

El Metro de Madrid es un lugar lleno de recuerdos y referencias para mí, lo he visto crecer y modernizarse, he podido compararlo con otros como los de Nueva York, Londres o París, y creo que ahora mismo, para los madrileños nacidos por todo el mundo (como yo), constituye un entorno grato, eficaz y seguro, en el que es fácil orientarse y desplazarse con agilidad en condiciones de comodidad incomparables (como me lean los de la compañía, me fichan de propagandista).

La primera línea de Metro la inauguró Alfonso XIII en 1919 y lleva en funcionamiento desde entonces. Se trata del tramo de la Línea 1 entre Sol y Cuatro Caminos. En su primera configuración, contaba con las estaciones (de norte a sur) de Cuatro Caminos, Ríos Rosas, Martínez Campos, Chamberí, Glorieta de Bilbao, Hospicio, Red de San Luis y Puerta del Sol. El billete sencillo costaba inicialmente 15 céntimos (de peseta, no de euro). Mi padre contaba que, cuando él llegó a Madrid pocos años después, una peseta le llegaba para salir de farra al centro en la noche del sábado. Eso incluía transporte de ida (10 cts. el tranvía), cena con café, copa y puro (40 cts.), entrada a un café cantante con consumición (25 cts.), copa de medianoche (10 cts.), tranvía de vuelta al barrio (10 cts.) y propina al sereno (5 cts.).

Las estaciones de Puerta del Sol y Red de San Luis tenían los andenes a mucha profundidad, por lo que, en una y otra, se decidió habilitar sendos ascensores. Para proteger la entrada de esos ascensores, se pensó en construir unos templetes, a la manera del Metro de París, cuyos proyectos se encargaron a Antonio Palacios, el autor del Palacio de Correos en Cibeles, Círculo de Bellas Artes y Hospital de Maudes, entre otros. El templete de la Puerta del Sol, que pueden ver en la primera imagen, fue demolido en 1934, en plena República (Bienio Negro), pretextando necesidades del orden público y el tráfico (en ese momento confluían allí la mayor parte de las líneas de tranvía, más manifestantes, vendedores, buhoneros, descuideros, carros y carretas y los primeros automóviles).

El de la Red de San Luis sobrevivió hasta 1970, yo llegué a conocerlo. La magnífica marquesina de hierro y cristal, sobre el muro de sillares de granito, daba acceso al ascensor, y a una escalera de caracol que lo rodeaba, por la que bajaban los apresurados y subían los afectados de claustrofobia. En 1970 se desmontó pieza a pieza y fue llevada a Porriño (Pontevedra), localidad natal del arquitecto. Allí se reconstruyó en un jardincillo tranquilo, desde el que esta preciosa construcción tal vez recuerda los años pasados en una ciudad ruidosa y enloquecida, en la que le tocó presenciar, entre otras barbaridades del ser humano, como se desarrollaba una guerra fratricida de tres años. No tengan ninguna duda de que los edificios, como las estatuas, tienen recuerdos. Otra cosa es que no sepamos entender su lenguaje silente.

Entre 1920 y 1925, la red se cuadruplica. La Línea 1 se prolonga hacia el sur, con las nuevas estaciones de Progreso, Antón Martín, Atocha, Menéndez Pelayo, Pacífico y el Puente de Vallecas. Algunas de sus estaciones cambian de nombre: Martínez Campos pasa a ser Iglesia, Hospicio a Tribunal y la Red de San Luis a Gran Vía, mientras que Sol y Bilbao ven reducida su denominación. Además se construye la línea 2, desde la Plaza de las Ventas hasta Quevedo. E inmediatamente el Ramal Ópera-Norte, la tercera línea más antigua. Cuando llega la guerra, la Línea 1 se ha prolongado por el norte hasta Tetuán, la línea 2 se ha conectado con Cuatro Caminos y se ha construido un ramal Goya-Diego de León, cuyo servicio se interrumpirá para dedicar sus andenes a refugio antiaéreo.

Durante el franquismo la red de Metro creció continuamente, extensión que no paró hasta la llegada de la actual crisis económica (2007). Cuando yo llegué a Madrid en 1968, había sólo cuatro líneas: la 1 Plaza de Castilla-Portazgo, la 2 Cuatro Caminos-Ciudad Lineal, la 3 Moncloa-Legazpi y la 4 Argüelles-Diego de León. Además estaba el Ramal Ópera-Norte y el Suburbano que se cogía en Plaza de España, salía a superficie en la Casa de Campo y te llevaba hasta Aluche y Carabanchel. El precio del billete era de 6 pesetas. Guardo en mi memoria la excitación de las primeras veces en que me monté, el estruendo, el gentío, las aglomeraciones. Me gustaba especialmente sentarme detrás del conductor, para ver la perspectiva de las vías. Y los vigilantes de puertas, que sacaban un pie fuera, miraban que ya no entrase nadie más y giraban la palanca que las cerraba todas. Recuerdo que se fumaba en los vagones, pero creo que ya no estaba permitido escupir (en los bares sí, en las correspondientes escupideras de latón).

Algunas estaciones conservaban la decoración original de azulejos, como esta que ven en las imágenes. Se aprovechaba hasta la contrahuella de las escaleras para anunciar el bicarbonato Torres Muñoz. La Estación de Chamberí había sido cerrada y, cuando pasaba el convoy por sus andenes vacíos en penumbra, uno sentía un escalofrío imaginando historias de fantasmas que vagaban por el subterráneo. Alguien me contó una vez que allí había vivido una colonia de vagabundos que se cobijaban de la intemperie, pero supongo que era una leyenda: en aquellos años los grises los hubieran sacado a porrazos. En los vagones de entonces no había pintadas ni grafitis, pero en todas las unidades se repetían los pequeños carteles oficiales con advertencias como esta: “Tengan cuidado de no introducir el pié entre coche y anden”. Querían decir andén, pero lo escribían así, sin acento, lo que llevaba a un significado cuando menos equívoco.


El más extraordinario caso entre estos cartelitos dorados, sujetos a la pared del vagón con dos tornillos, era uno que rezaba: “En beneficio de todos, entren y salgan rápidamente. No obstruyan las puertas”. Cuando yo llegué a Madrid, TODOS los carteles (había uno en cada puerta de cada vagón, es decir, eran miles) habían sido manipulados con una cuchillita, de forma que la leyenda se convertía en “El pene de todos entre y salga rápidamente. No uyan las putas”. Era algo asombroso, miles de carteles habían sido sometidos a esa cirugía minuciosa para alterar su mensaje. En un tiempo en que la férrea censura impedía la aparición de frases como esa en ningún medio o lugar. Estoy convencido de que ese fue un trabajo perpetrado por una sola persona (un hombre). Es imposible que fuera de otra manera. Si hubieran sido varios, los letreros presentarían diferencias, y (quizá mis lectores lo recuerden) la manipulación era idéntica.  

Muchas veces he fantaseado con la idea de encontrar al autor de esa tropelía legendaria, de ese acto de vandalismo minimalista, auténtico precursor del grafiti, el street art, el arte povera y las performances al estilo Yoko Ono. Supongo que ya se habrá muerto y agradecería cualquier información al respecto. En una España todavía no recuperada del miedo de la posguerra, imagino a este señor como alguien pequeñito, con vista de lince y pulso de arquero, tal vez vengándose de algún viejo agravio sufrido por su familia. Lo imagino también culto (nadie de estratos modestos usaría la palabra pene, que muchos ni siquiera conocían). Puede haber sido alguien con un cierto trastorno obsesivo-compulsivo. Y desde luego, un hombre muy tenaz: no dejó un solo cartel sano. Muchos años después, los miembros del grupo de rock vigués Siniestro Total, homenajearon a este señor incluyendo en su merchandising unas camisetas con el lema en cuestión. Aquí tienen la foto de una de ellas.


En 1995, cuando Gallardón llegó a la presidencia de la Comunidad de Madrid, la red de Metro tenía 120 kilómetros. Al final de su segundo mandato, ocho años después, totalizaba 235. La ampliación incluía el llamado Metrosur, que une las localidades obreras del sur de la comunidad, con una línea circular. Esta línea se construyó contra la opinión de los directores de la compañía, que argüían que el servicio iba a ser muchos años deficitario. Desde el punto de vista empresarial, es preferible que los barrios se edifiquen sin Metro, que luego sus habitantes salgan a la calle con pancartas reclamándolo y construirlo sólo entonces. La obra es mucho más cara, pero el servicio es rentable desde el momento cero.

Frente a esto, Gallardón entendía que era una oportunidad única de coser el territorio sur del área metropolitana, que nada da más cohesión a los barrios que el Metro y que, si el servicio era deficitario al principio, a él se la sudaba. Y ya saben que este señor es cabezota, tenaz y minucioso, como el autor del cartelito manipulado del que les hablaba antes. Ahora que lo pienso: ¡No habrá sido el propio Gallardón el autor de la gran tropelía!

Que pasen una buena noche, a pesar del horario a contrapié.

6 comentarios:

  1. Todavía sigo lamentando que quitasen el templete de los ascensores de la Red de San Luis. Aún ahora estaría bien en su sitio.
    Reconozco la buena intención de los de Porriño llevándoselo a su pueblo, pero tiene muy poco sentido tenerlo allí en un parque. Es una sombra fantasmagórica del objeto original. Está vacío, reconstruido como una cáscara de piedra ¡y sin la marquesina! Tal vez nunca encontraron presupuesto para completarlo o, como son de Porriño, quizá solo le dan importancia al granito. De todas formas, lo triste para mí es lo que perdió Madrid.

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    1. Tienes razón. Yo creía que la habían reconstruido entera. Sin marquesina tiene un aspecto bastante desangelado. En este país somos un poco brutos con el patrimonio edificado. Si ya no hacía falta el ascensor, podrían haber puesto la entrada detrás y dejar el templete como bar, por ejemplo.
      En cualquier caso, parece que vamos mejorando. En los treinta, agarraban la piqueta y arramplaban con el templete de la Puerta del Sol sin más complejos. También era precioso. Por cierto, qué feo es el tragabolas actual. Que pena que un hombre tan brillante (como teórico, pensador y profesor) como Antonio Fernández Alba sea tan mal arquitecto como para firmar ese engendro.

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  2. Me encanta la historia del letrerito manipulado. Se me había olvidado, pero ahora recuerdo los letreritos dorados rascados, supongo, con un bisturí, un cuter o algo similar, que permitiera hacer el trabajo con la precisión requerida. No se me había ocurrido pensar que lo hubiera hecho una sola persona. Puede que fuera como usted dice, o que la gracieta se extendiera por imitación. A mí me suena a broma de estudiantes de la época.

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    1. Si es como usted imagina, estaríamos hablando de estudiantes de Medicina, por lo del bisturí, o de Arquitectura por lo del cutter (se escribe con doble t, perdone la pijotería). Yo tengo mis dudas, el raspado de las letras sobrantes era idéntico, de una homogeneidad lacerante. Tal vez fue una persona, como yo digo, pero de la tipología que usted sugiere. En ese caso, a lo mejor en estos momentos es un cirujano capaz de reconstruir brazos, o un pintor hiperrealista, de esos que hacen cuadros difíciles de diferenciar de una fotografía. Resultaría asombroso que llegara a leer el blog y se identificase (aunque fuera como anónimo). Eso llevaría a este foro a una nueva dimensión, próxima a los programas de Lobatón: quién sabe quién, cómo y por qué.

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  3. Pues a mí me seduce más la idea de un solo autor del estropicio. Yo pienso en alguien con talento para la falsificación de billetes. O tal vez en una persona que lo hiciera por una apuesta (incluso consigo misma). No tiene nada que ver pero, en ocasión de una de las primeras elecciones libres de nuestro país, inauguramos la costumbre de ir al colegio electoral en los días previos, a consultar las hojas del censo, para comprobar si nuestro nombre estaba incluido. En mi caso, alguien me comentó que el recientemente fallecido Suárez pertenecía a mi mismo colegio, y tuve la curiosidad de comprobarlo también. Alguien se me había adelantado y había agregado una palabra al lado del nombre completo de Suárez. La palabra era "cabrón" y la habían escrito imitando perfectamente las letras del nombre, escritas a máquina, de forma que apenas se notaba si no ibas directamente buscando el renglón concreto. Ahora que he leído su post, estoy convencido de que el autor de esa gamberrada fue el mismo de los letreritos del Metro.

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    1. Bueno, la imaginación de mi lectores va unos pasos más allá de la mía. Estoy alucinado. Con la mitad de los sesgos que ustedes imaginan o se figuran, Cortázar haría un relato extraordinario. Les propongo una cosa (a usted y al comentarista anterior): mándenme ideas de este tipo. A mí lo que se me da bien es escribir (o sea, redactar). Con mi pluma y su imaginación haríamos maravillas.
      Dicho esto, coincido con usted: el tipo que fue capaz de insultar al presidente de esa manera sibilina y minimalista, no pudo ser otro que el artista de los letreros alterados del Metro.

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