miércoles, 30 de enero de 2013

83. La Gerencia tomada

Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos… (Julio Cortázar: Casa tomada, 1946)*

Es enero y lunes y todo tiene un aire fundacional, naciente, embrionario. Una nueva época está empezando, los augurios no son precisamente buenos, pero tal vez todo deba irse de una vez al carajo para que de las ruinas emerja una nueva realidad más luminosa, transparente, digna de ser vivida. Hace días que salgo a mediodía de mi despacho cargado con mis libros más queridos, los que quiero salvar de la hoguera. Me amenazan con un traslado cada vez más inminente a un edificio sin despacho para mí, en el que no tendré espacio para mi amplia biblioteca, acumulada a lo largo de treinta años de trabajo.

No puedo quejarme, al menos tengo derecho a plaza de garaje. Mi plaza en el sótano es el doble de grande que el espacio que me reservan arriba, delimitado por estanterías de altura media. He pedido que me dejen instalarme en el garaje con mis muebles actuales, que caben holgadamente. Así podría salvar todos mis libros. Pero no me lo autorizan: dicen que eso va contra las normas de higiene y salubridad en el trabajo. No estoy muy seguro de que el puesto de trabajo que me reservan cumpla esas mismas normas, ni siquiera las del sentido común.

La Gerencia Municipal de Urbanismo no existe administrativamente desde hace años. Pero nosotros seguimos llamando al viejo edificio La Gerencia, incluso La Geren, diminutivo que subraya el carácter entrañable de un lugar donde hemos trabajado mucho tiempo. En el edificio sobrevivimos apenas un diez por ciento de sus antiguos ocupantes, agrupados en pequeños rincones vivideros, semiacondicionados con radiadores que conectamos al llegar cada mañana. Para ir de uno a otro de esos refugios residuales, hemos de esperar a que se haga de día y el sol alumbre los despachos desolados. Porque a primera hora resulta acongojante circular por los corredores helados al tenue resplandor de las luces de emergencia; uno tiene la sensación de estar atravesando los pasillos aterradores de una cámara frigorífica, el ambiente sobrecoge y la oscuridad propicia visiones de piezas de vacuno desolladas, alineadas, colgando del techo fuertemente sujetas por potentes ganchos de fierro.

Hablando de mataderos, el ordenanza que nos queda, antiguo oficial mondonguero (ver post #76), aparece de vez en cuando sin avisar y se lleva algún mueble o pertrecho con destino al nuevo edificio. Juro que lo he visto cargar con la fotocopiadora sin demasiado esfuerzo y salir tropezándose con el marco de la puerta entre juramentos y maldiciones. En nuestro despacho-cueva aguardamos temerosos el siguiente hito del desahucio, entre ruidos de carritos de mudanzas que circulan por los pasillos. Con el corazón en un puño los escuchamos acercarse amenazadores. Y luego el alivio, cuando pasan de largo ante nuestra puerta.

Hasta aquí lo que escribía yo el lunes, pasando a limpio mis notas para entretener el tiempo infinito, el prolijo discurrir de la mañana eterna, en la que nada sucede, el teléfono no suena y nadie viene a visitarnos, porque el guardia de la puerta los manda a todos al edificio nuevo. Ayer llegué antes de lo habitual y, con el edificio a oscuras, decidí aventurarme por el lóbrego pasillo antes de que llegaran los compañeros. Quería llegar a la fotocopiadora más próxima para hacer una copia de mi recurso por la denegación del premio de 30 años de servicio, un premio al que tuve derecho durante 29,5 años, hasta que llegó Rajoy con la tijera. 

Tuve que conectar la fotocopiadora, que se despertó quejosa con el repertorio de ruidos con que suele desperezarse. Ya entonces me pareció oír otros sonidos a mi espalda, como vestigios de conversaciones susurradas. Miré detrás de una estantería llena de archivadores vacíos, pero no había nadie. Una especie de lamento angustiado surgió entonces por el fondo, antes de que yo recogiera la última fotocopia y saliera corriendo hacia la puerta por la que había accedido a la zona prohibida. Al otro lado, Amparo, una secretaria amiga mía que se estaba tomando un café de la máquina, me dijo que cómo se me ocurría entrar en esa parte del edificio antes de la salida del sol. ¿Es que no sabes que esa zona está tomada? –añadió.

Me explicó que, a medida que se iban desocupando sectores, se cerraba la puerta de acceso y se ponía un cartel de “No pasar”. Lo que sucedía al otro lado nadie lo sabía, pero circulaba el rumor de que las zonas abandonadas iban siendo invadidas por los fantasmas de la antigua Gerencia. Estos fantasmas ocupaban la parte tomada y circulaban por allí libremente hasta el amanecer, cuando el sol disolvía sus figuras evanescentes. La chica relataba estas confidencias como quien cuenta un chiste. Pero mi curiosidad ya estaba irremediablemente desatada.

Hoy he llegado a las 6.30. He aparcado mi coche fuera y he esperado a que el guardia abriera la puerta. Enseguida he accedido a la zona prohibida. No he encontrado a nadie por los despachos hasta que he llegado al viejo Salón de Actos, donde tantas veces he hablado a las delegaciones extranjeras. Allí estaban los fantasmas de los viejos conocidos. Tenían montada una fiesta fastuosa, en torno a un jamón de los que traía Matías, en los tiempos dorados de Patrimonio. Por allí andaba Ibarrondo, el arquitecto aristócrata, a quien su chofer traía un rato a las 11 de la mañana para que despachara la firma, antes de llevarlo al Club de Golf. Y Contreras, el antiguo guardia civil con plaza de administrativo, habitante de la zona de los ordenanzas, que solía ponerse en el centro del pasillo con las piernas abiertas a pedirles la identificación a los que venían a hacer alguna gestión.

Y Rosario, devota del Padre Pío, que aprovechaba los tiempos de espera de los visitantes para hacer proselitismo antiaborto. Y su hermana Quinita, capaz de dormir sentada en su puesto y despertarse instantáneamente cuando entraba un administrado, para decirle: ¿Qué desea? Y Óvilo, el arquitecto caído en acto de servicio, que retrocedió hasta el centro de la calle para tomar perspectiva del edificio que inspeccionaba, sin advertir que venía un coche a toda velocidad. Y el general Barriga, que dirigía el cotarro como si de un cuartel se tratase. Y El Blanca Nieves, el jefe de la policía municipal que no podía evitar tocarse la pistola cada vez que  yo me acercaba a preguntarle algo.

Me encontré a gusto entre esos fantasmas del pasado, que me acogieron como a uno de ellos. Comían jamón, bebían vino tinto y reían con las viejas anécdotas. Bailaban viejos valses entre torres de expedientes medio podridos, con sus ropajes llenos de telarañas y las cabezas adornadas con guirnaldas de balduque rojo. Luego empezó a apuntar una mínima claridad por el lado de Guatemala, y yo me dispuse a regresar al mundo real, pero entonces comprobé que los fantasmas del pasado me tenían sujeto, seguían contándome historietas y no me soltaban.

Una parte de mi mente me empujaba a dejarme ir, a quedarme con esta gente a la que pertenezco y con quien viví tantos tiempos gratos, con trabajo, con medios, sin crisis, sin recortes, sin políticos corruptos, sin banqueros usureros. Estaba claro que yo era uno de ellos, que mi mundo era ese, y no este otro desquiciado en el que cada vez me siento más de prestado. Pero un último instinto de supervivencia me llevó a luchar contra ese sentimiento. Logré desprenderme de las manos fantasmales que me retenían y corrí a la salida. 

Encontré desierto el siguiente tramo y seguí a la carrera. A mi lado, Amparo corría también, empujando un carrito con su ordenador y su impresora. Esta mañana han tomado el ala de Puerto Rico –me informó, sofocada por el esfuerzo–. Vino el ordenanza, se llevó al peso la máquina de café y apenas he tenido tiempo de salvar el ordenador para seguir trabajando.

Amparo está ahora instalada en mi despacho. Como no sabe qué tiene que hacer, me ha dicho que, si necesito hacer fotocopias o que me pase algo a máquina, que se lo diga. Hace años que me hago yo solo los escritos y las fotocopias, pero le he agradecido el detalle. Resistiremos juntos hasta que tomen el sector siguiente. Después ya veremos donde podemos refugiarnos. 
  
*Casa tomada es un relato de Julio Cortázar publicado por vez primera en 1946, en la revista Los Anales de Buenos Aires, dirigida por Jorge Luis Borges. Posteriormente fue incluido en su primer libro de cuentos, Bestiario, publicado en 1951, el año en que yo nací. Los analistas se empeñan en asignarle un mensaje político, de sentido antiperonista, algo que no fue confirmado ni desmentido por el autor. 

2 comentarios:

  1. Ya que te pones melancólico, nos ponemos todos, que a eso a mi no me puede nadie. Te transcribo los primeros y últimos versos de Viaje a Ítaca (Kavafis)

    Cuando emprendas tu viaje a Itaca
    pide que el camino sea largo,
    lleno de aventuras, lleno de experiencias.
    ...
    Itaca te brindó tan hermoso viaje.
    Sin ella no habrías emprendido el camino.
    Pero no tiene ya nada que darte.

    Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado.
    Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
    entenderás ya qué significan las Itacas.

    Javier

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    1. Si eres el Javier que yo creo, me dejas atónito. No conocía tu vena poética y tu dominio de la melancolía. De cualquier forma, gracias por tu aportación. Es cierto que últimamente estoy un poquito crepuscular. Qué le voy a hacer. El entorno no acompaña y uno no puede estar siempre de buen humor.

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