viernes, 26 de enero de 2024

1.267. Perfect days

Pues en esta especie de diario que les voy desvelando en estos textos ahora un poco más espaciados, la verdad es que han sucedido bastantes cosas de las que se suelen contar en el blog. El sábado fui a clase de yoga, desayuné en La Casa de las Torrijas y me dirigí a Sol para coger el Metro en dirección sureste, hasta el antiguo pueblo de Vallecas. Allí, en el auditorio de Las Trece Rosas, escenario de tantas actividades culturales y vecinales históricas, la Big Band Vallecana que dirige sin batuta mi amigo Henry Guitar, daba una lección teórico-práctica sobre la historia del jazz, a una audiencia formada sobre todo por abuelas del barrio que asistían muy atentas a las explicaciones de Henry entre canción y canción, en medio de un frío considerable, que hacía que la gente fuera corriendo las sillas para aprovechar el sol lateral que intentaba elevarse sobre el barrio.

Al final, la historia del jazz derivaba en su infiltración en el mundo del rock y del pop, lo que llevaba a la interpretación de Smooth Operator y otras canciones extraordinarias en las que se lució María, la cantante que actúa puntualmente con la orquesta. Les pongo abajo el cartel anunciador del evento, que se pegó por todo el barrio y un par de vídeos que grabé yo mismo, el primero con un fragmento del Smooth Operator y el segundo con un momentazo del que los músicos no se enteraron, concentrados en hacer música, mientras el servicio municipal hacía oídos sordos al concierto y seguía a los suyo, a vaciar los contenedores de basura que estaban detrás. Fue el colofón de una performance que luego nos llevó a Palomeras a trasportar los instrumentos, incluida la batería de Críspulo con todos sus pertrechos, y cerrar la mañana ya cerca de las cuatro de la tarde en el bar Los Cuñaos.



Fue el primero de una serie de días en los que todo me ha salido bien, toquemos madera pero no cabe duda de que estoy en una cierta buena racha tras un comienzo de año puñetero. El domingo por la mañana había pedido cita en la tienda de Orange del Centro Comercial Príncipe Pío, en donde tengo contratado el WiFi. Me enteré de que los domingos abre, aunque más tarde, a las 11.00 y pensé que era un buen momento para ir a verlos. Tenía dos cosas de que hablar con ellos. La primera, derivada del hecho de que, cada vez que vienen a casa mis hijos, me dicen que me están estafando, que yo pago 69€ al mes por el WiFi, mientras ellos pagan como 35. Hablé con la chica y me aclaró algunas cosas. Por ejemplo, yo tengo una línea fija de teléfono que no uso, además de una segunda línea de móvil que tampoco uso y el acceso a las ofertas de la Televisión Orange de la que tampoco hago uso alguno. La chica me dijo que la línea fija es necesaria porque por ella entra la fibra y que las otras dos cosas, si no las uso, no me generan ningún coste adicional mensual.

Lo cierto es que el contrato que tengo suscrito con ellos me incluye la suscripción a Netflix, que sí uso, y algunas otras cosas. La chica me convenció de que estaba bien lo que pagaba y pasamos al segundo punto. Se trata de que yo necesito cambiar de móvil. Mi Huawei yo creo que lleva conmigo doce o catorce años y va bastante bien, pero la batería se descarga enseguida. Cuando estoy de viaje, por ejemplo en mis recientes visitas a París y Londres, yo salía por la mañana con el móvil a 100% de carga y a las dos de la tarde ya no tenía nada, con lo peligroso que es quedarse sin batería en una ciudad que no conoces muy bien. Un amigo me dijo que vaciara un poco los archivos de fotos y vídeos que tengo en el móvil. Lo hice y pasó a apagarse a las tres de la tarde. Le cambié la batería en unos chinos al lado de mi casa y la hora del colapso se retrasó a las seis. Estaba claro: necesitaba un móvil nuevo.

Y aquí, la chica de Orange me hizo una oferta de las que decía don Vito Corleone que no se podían rechazar. Por 3,50€ al mes durante dos años, me daban un nuevo Huawei, que ahora se llaman Honor, y que son cojonudos. Llevaba previamente la idea de no llevarme nada así de primeras, para consultarlo con la almohada. Una precaución que tenemos los anticonsumistas recalcitrantes. Pero luego consulté con un amigo que sabe del tema y le pareció bien. La cosa tiene una explicación. Yo tengo con ellos un contrato sin permanencia. Si yo acepto esa oferta, les garantizo una permanencia de dos años, hasta que termine de pagar el móvil. La guerra entre compañías es como la ley de la selva, el capitalismo salvaje en estado puro. Y Orange tiene claro que le compensa ofrecer esa ganga con tal de blindar a un cliente por dos años. A mí me viene cojonudo, estoy contento con Orange y no pensaba dejarlos, pero necesitaba un móvil nuevo y ya lo tengo, como les contaré después.

El lunes no hubo nada fuera de lo normal, estoy trabajando en la preparación de mi presentación en París y en otro proyecto que todavía no les puedo desvelar y, aparte mi clase vespertina de yoga, no salí de casa. El martes tuve mi clase de inglés por la mañana y después me acerqué a la tienda de Orange para llevarme el nuevo aparato. Pregunté si me podían echar una mano para pasar los datos de uno a otro terminal y me dijeron que para eso tienen un servicio gratuito en la tienda de la Puerta del Sol, para el que pedí cita. Por la tarde había quedado con mi amiga S. para ir a ver la exposición de Luis Gordillo en Alcalá 31. Luis Gordillo es el gran pope del arte abstracto en España, está a punto de cumplir los 90 y se mantiene en una forma envidiable. La exposición muestra únicamente su trabajo de los últimos veinte años y es ciertamente sorprendente. Se iba a cerrar a primeros de año, pero han decidido prorrogarla hasta mediados de marzo, a la vista de la afluencia de público, sobre todo muy joven, ya que el arte de este hombre interesa a las nuevas generaciones. Hice algunas fotos de obras que me gustaron especialmente y una de conjunto del espacio expositivo.




Después de la exposición, caminamos un rato en el atardecer que empezaba a traer un aire templado y nos llegamos a Casa Manolo, frente al Teatro de la Zarzuela, un clásico del vermú y la cerveza de barril en el que suele uno encontrarse a los diputados del Congreso, cuando terminan sus jornadas agotadoras de discusiones e insultos. El miércoles había quedado a comer en el restaurante Jai Alai con mis antiguos jefes de la Oficina del Plan, en un grupo al que solía acudir con mi querido Amigo X y que esta vez se convirtió en un homenaje a su memoria, al que invitamos a la que fue su secretaria durante la mayor parte de su carrera. Pasamos un rato muy agradable, alrededor de unos bacalaos al pil pil soberbios. Y por la tarde, cogí el coche para bajar a Palomeras a mi clase de guitarra de cada miércoles.

Pero realmente, el día más decisivo de toda esta semana era el jueves, como les cuento ahora. Ese día, tuve mi clase de inglés y luego me afeité, duché y perfumé profusamente, antes de coger el Metro hasta la estación Begoña, al norte de la ciudad. Desde el Metro, caminé por el borde del barrio para llegar al Hospital Ramón y Cajal. Allí, en la tercera planta, tenía la consulta de control de la estenosis de mi arteria carótida derecha. Hace dos años me dieron el susto del siglo con motivo de esta historia, como les recuerdo brevemente. La doctora a la que visité para un chequeo de rutina, me prescribió una prueba que se llama eco-doppler. En la prueba, se detectó una estenosis importante, por la que un matasanos de la medicina privada me quería rajar para limpiármela como si fuera un experto en saneamiento de tuberías de la edificación.

Ante ello recurrí a la medicina pública, donde un doctor cantarín dictaminó que mi estenosis era de 50/70, lo que no requería en su opinión cirugía de ningún tipo, sino un seguimiento del tema que empezó seis meses más tarde con una segunda revisión en la que se verificó que la cosa seguía exactamente igual. Otros seis meses más tarde, el resultado volvió a ser idéntico, lo que determinó que la siguiente revisión sería en un año. Un año que se cumplía precisamente este jueves. Me atendió esta vez un residente, que volvió a encontrarlo todo igual y con el que hice una cierta amistad que le llevó a abrirse conmigo.

Así de modo informal, me dijo que él, obviamente, no iba a contradecir a su jefe, pero que había comprobado una serie de variables en relación con el flujo sanguíneo, la velocidad de circulación, etcétera y, en su opinión, ciertamente la observación determinaba un 50/70, pero para él mucho más cerca del 50 que del 70, tanto esta vez como las tres anteriores. Está la cosa bien clara. El doctor cantarín no quiso llevarle radicalmente la contraria a los de la privada y se curó en salud, teniendo en cuenta además que las estenosis de 50 a secas no se tratan, porque las tiene todo el mundo a nuestras edades. Yo tengo claro que esa estenosis proviene de los tiempos en que tenía el colesterol alto, algo que no me pasa desde hace bastantes años.

Así que no me podían haber dado una noticia mejor. La sensación de alivio fue arrasadora, porque uno va siempre a estas cosas un poco cagado y más a ciertas edades. El caso es que desde allí, cogimos el Metro (la chica que me acompañaba y yo) para llegar a la zona de Plaza de España, en donde nos obsequiamos con una comida de celebración en un restaurante japonés de la calle Buen Suceso. Caminamos luego por la zona del Templo de Debod, en una tarde ya decididamente primaveral y continuamos hasta Ópera donde nos despedimos y yo caminé hasta mi casa a echarme una siesta con el gato. Era luna llena y eso determinaba que no tenía clase de yoga, pero yo necesitaba salir a celebrar las buenas noticias. Así que me acerqué al Ricla, a tomarme unas alubias pintas con morro y costilla, acompañadas de una cerveza y un par de vasos de Rioja. Y desde allí caminé hasta el cercano Cine Ideal.

Había sacado por Internet una entrada para ver Perfect Days, la película que Win Wenders ha rodado en Tokio con actores japoneses, que es una maravilla, un colofón digno de un día de verdad perfecto. Hace una eternidad, Wenders nos emocionó a todos con unas cuantas películas fabulosas, especialmente Alicia en las ciudades, El amigo americano y París-Texas. Tres auténticas obras de arte. La siguiente, El cielo sobre Berlín, a mí ya me pareció un poco coñazo, con su misticismo y su rollo trascendente. Y después hizo una serie de bodrios que a mí dejaron de interesarme, hasta el punto que dejé de ver sus películas. Y ahora, a la vejez, parece retomar su carrera con un brío insospechado. La película cuenta la vida cotidiana de un tipo cuyo trabajo es limpiar los baños públicos de la ciudad de Tokio, una mañana tras otra y que es feliz así, recorriendo la ciudad de un baño a otro con un cochecito en el que va escuchando cassetes con unas canciones que componen una banda sonora fabulosa.

El actor protagonista es extraordinario y consigue expresar la felicidad de un tipo que no le pide más a la vida y su carácter metódico que le ayuda a sentirse mejor cumpliendo puntualmente con las rutinas que él mismo se ha establecido. En el desarrollo del film van sucediendo otras cosas que no les voy a desvelar, pero que cuentan bastante sobre cómo el tipo ha llegado a ser limpiador de váteres. Les diré que salí emocionado y caminé en mitad de la noche por entre las masas de juerguistas de jueves hasta mi casa, en donde dormí como un cura. Hoy he disfrutado de mi condición renovada de hombre sano, he subido a Sol a que me configuraran el nuevo móvil y he aprovechado para comprar café en La Mexicana, para alimentar mi estupenda cafetera De Longhi Magnífica. Y, tras descansar un rato, me he puesto a escribir para ustedes.

Les diré que ya tengo hora para que me extirpen los carcinomas del pecho y el cuero cabelludo el próximo día 31; por suerte se han dado prisa en convocarme. De aquí a entonces espero que los acontecimientos sigan fluyendo suavemente y me permitan preparar mi clase del próximo día 16 de febrero. El tiempo primaveral y las temperaturas templadas contribuyen también a generar esta serie de perfect days que estoy viviendo, en la compañía impagable de Tarik Marcelino. La película de Wenders (que les recomiendo que vean sin dudarlo), saca su título de una canción de Lou Reed, que se escucha a mitad de metraje y que les dejaré de regalo al final de este post. El día en que murió Lou Reed, yo escribí un post en su memoria en el que contaba algunas cosas de esta canción, que no les voy a repetir aquí, porque es muy tarde y tengo que cortar.

Escúchenla y pórtense bien, como suelo decirles. Si un limpiador de váteres puede ser feliz con la simple compañía de unos cassetes, resulta casi obsceno que nos quejemos de nuestra situación, y menos si pensamos en lo que está sucediendo en Gaza y en Ucrania. Así que lo dicho: que sean buenos y pasen una buena noche.

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