miércoles, 8 de noviembre de 2023

1.256. Family Man

Escribo ya desde Madrid, felizmente regresado, y me quedan dos entradas para completar el relato de mi viaje londinense, de las que ya les adelanto que la primera tiene un punto más familiar, mientras que la segunda vuelve a mostrar lo que en el post anterior he llamado hechos prodigiosos. Realmente yo soy un tipo bastante familiar, no había estado en Londres desde mi visita para contar el Madrid Río a los planificadores de la TfL (Transports for London), preludio de mi fractura de húmero en el año 2016, que xa choveu, y tenía mucha gente con la que encontrarme allí. Ya les he hablado de Lucas y su chica Laura, de Pedro Cubino propietario del restaurante Rayuela y de Samantha Fish. Pero tenía en programa más encuentros.

Andrew Roachford es un músico británico de cerca de 60 tacos, que canta y toca teclados con bastante energía. En 1989 lanzó su carrera en solitario con un disco en el que incluía un tema que se llama irónicamente Family Man y que fue un bombazo. Yo, que por entonces estaba bastante al tanto de la aparición de nuevos artistas, me compré el disco, deslumbrado por la potencia de esta canción hipnótica y ya de primeras comprobé que el resto del álbum era bastante inferior. Eso y el carácter de Roachford, bastante alérgico a la fama, hicieron que su carrera no durase mucho. Desde 2010 forma parte como teclista de la exitosa banda Mike and the Mechanics, donde desempeña un papel secundario, en la sombra, como a él le gusta. Pero el tema Family Man es buenísimo y les pido que lo escuchen.

Nos quedamos el otro día al final del sábado 28 de octubre, día en el que Lucas, Laura y yo regresamos de Bexhill tras ver el concierto de Samantha Fish y visitar también Hastings. El domingo 29 me quedé por la mañana en casa escribiendo un post para ustedes titulado Living in the City. Y nada más terminarlo, mis hijos y yo cogimos bus y tren para acercarnos a Hampsted West, un elegante barrio residencial donde vive mi sobrina Elena, con su marido Pelayo y sus tres hijos. Habíamos quedado a comer juntos en un pub cercano a su casa, que se llama The Railway, cerca de la estación de tren correspondiente. Allí nos vimos inmersos en un lugar ruidosísimo, con múltiples pantallas de televisión de diferentes tamaños, en las que se podía ver el derby futbolero británico por excelencia: Manchester United versus Manchester City. Es decir un lugar perfecto para pulsar el ambiente british más auténtico.

En el pub, la mayoría de la gente era del United y aullaban cada vez que su equipo iniciaba un contraataque, porque el City de Guardiola dominaba claramente el partido, que acabó ganando por tres a cero. Para mi faceta de seguidor del futbol fue la única mala noticia del fin de semana (me encanta que pierda Guardiola), porque ganaron el Depor, masculino y femenino, y también el Real Madrid femenino de mi querida Athenea del Castillo. En un lugar tan enxebre, aproveché para tomarme el plato british por excelencia: fish and chips. Es un simple pescado blanco rebozado, con patatas fritas, pero la verdad es que estaba bueno. Al final, los chicos se adelantaron para volver a su casa y los mayores nos quedamos haciendo sobremesa. Pero, visto el estruendoso ambiente, decidimos subir nosotros también a conocer la casa y tomar allí el té. Después, nos hicimos la foto de rigor. 

Elena y su marido son arquitectos que se ganan la vida en estudios prestigiosos y me gustó mucho visitarlos. Llovía a cántaros cuando salimos de su casa y caminamos hasta la estación para volver a casa. Allí dejamos correr la tarde de domingo, siempre un tanto deprimente para la gente que trabaja y más bajo un diluvio persistente. Cenamos pronto y nos fuimos a dormir. Eso nos lleva al lunes 30, el octavo día de mi viaje. Tras desayunar con mis anfitriones y recoger la cama de colchón hinchable, bajé a coger el bus 55 y luego el Metro hasta la estación de Baker Street, que tiene para mí una resonancia especial.

En 1978 el músico británico Gerry Rafferty compuso una canción con ese nombre, una balada sencilla que en principio no tenía nada de especial y donde contaba sus andanzas por esa calle que siempre visitaba cuando venía a Londres. El caso es que, durante la grabación en un estudio londinense, a alguien se le ocurrió añadirle un saxo para darle más cuerpo al tema. Llamaron a un prestigioso saxofonista de estudio y el tipo se marcó un riff espectacular, inolvidable, demoledor, que yo creo que todos hemos oído muchísimas veces. Y que, cómo no, les voy a pedir que disfruten una vez más.

Rafferty expresaba aquí su visión del ajetreo de la gran ciudad desde su punto de vista más rural. Y yo me disponía a seguir el camino contrario: conocer el campo y su tranquilidad desde mi punto de vista de urbanita irredento. Desde el Metro de Baker Street hube de caminar un poco todavía hasta llegar a la estación de ferrocarril de Marylebone. Allí debía tomar el tren que va a Oxford City, para bajarme en la segunda parada: la de Beaconsfield. Subí al tren mostrando en el lector correspondiente mi tarjeta Visa y atravesé los verdes prados del norte de Londres. En la estación de Beaconsfield me esperaba Ian Standish, mi hermano británico.

Conocí a Ian y Louise hace más de diez años, a través de alguien que me los presentó y me preguntó si podía hacerles de guía para mostrarles lo más interesante de la ciudad de Madrid. Estuvimos un día entero visitando Madrid Río y otros proyectos (Ian es ingeniero civil jubilado), así como el centro histórico, donde cerramos la visita con unas buenas cervezas en la Plaza de Santa Ana. Ese día sellamos nuestra amistad, fortalecida por el hecho de que les comenté que tenía un blog y me pidieron que les incluyera en el mailing para recibir los avisos de cada nuevo post publicado. Les advertí que mi lenguaje era un poco particular y difícil para un extranjero, pero me dijeron que eso era precisamente lo que ellos querían, utilizarlo para practicar un español más cotidiano que el que se aprende en cursos.

Desde entonces, Ian lee mis posts y me hace frecuentes comentarios, no en el blog mismo, sino por e-mail. Y me contó que, efectivamente, mi lenguaje les supone un nivel intermedio entre el español coloquial con el que te puedes mover por España y pedir algo de comer en un restaurante, por ejemplo, un nivel que ellos dominan de largo, y el lenguaje de noticiarios y documentales, que les resulta más envarado y formal. Aunque Ian me confesó entre risas que no se lee mis textos enteros, que mira los santos y lee hasta que se cansa. Es normal y a mí me hace mucha ilusión tener unos seguidores fuera de España, lo que sólo sucede con ellos, algunos mexicanos y colombianos y mis hijos cuando les da por leer alguna de mis paridas.

Pero en la estación de Beaconsfield me encontré con que los tornos de salida no admitían mi tarjeta de crédito. Ian no sabía cómo había hecho para entrar con ella, porque la compañía de ferrocarril (que, por cierto, es privada) no contempla esa forma de pago y hay que comprar un billete. Ian me ayudó con el jefe de estación, que lo primero que hizo fue venderme un billete sólo de ida y me dijo que los temas con la TfL los resolviera directamente con ellos. Nos explicó que en la estación de Marylebone hay tornos que sirven para trenes y Metros y por eso había yo podido acceder al andén con la Visa. A mí me preocupaba que, habiendo entrado con ella y no salido por ningún lado, me cobraran el máximo posible. Pero hicimos una reclamación con el teléfono, vía chat, y la cosa se solucionó, como pude comprobar al día siguiente cuando me cargaron únicamente lo correspondiente al bus 55 y el Metro a Baker Street.

Solucionado el problema, Ian me llevó con su viejo Land Rover hasta su casa, que está en un lugar llamado Flackwell Heath. En esta zona, como en Galicia, el caserío está disperso en pequeñas agrupaciones de casas entre las que, de vez en cuando, hay pueblos más grandes, como Beacosnville, estructurado en torno a la estación, o Marlow, que también visitaríamos. Saludé a Louise, que estaba ocupada en diferentes asuntos y nos tomamos un café. Como Ian sigue el blog, sabe que soy un buen caminante y que, aunque prefiero la ciudad para mis caminatas, no desdeño el senderismo rural. Lo que pasa es que Ian enseguida detectó que yo no disponía del calzado más apropiado para andar por caminos embarrados y me ofreció unos zapatos suyos de obra, duros pero muy eficaces. Me los puse y salimos ambos a caminar por los suaves paisajes del anillo verde que rodea Londres, resultado del plan urbanístico de Abercrombie.

Es un paisaje idílico, muy verde en esta época del año, por donde pueden verse muchos tipos de aves de todos los tamaños y hasta pequeños ciervos. Cruzamos con cuidado algunas carreteras y llegamos a un pub perdido en medio de la campiña, que se llama The Crooked Billet y tenía un cartel de cerrado en la puerta. Pero Ian me guiñó un ojo, llamó al timbre y nos abrieron. El dueño del pub es amigo suyo y un tipo muy particular, porque tiene el pub como hobby más que como negocio y siempre tiene el cartel de cerrado para abrirle sólo a los amigos o a los que le caen bien. No quiere que se le llene de turistas. Nos pedimos un par de pintas y nos las tomamos con él en la terraza, porque el tiempo nos estaba dando un alivio. Un par de imágenes del lugar.


El edificio del pub era muy antiguo, con estructura de madera y unas vigas enormes. Preguntado al respecto, el dueño nos contó una historia interesante. No todos los barcos de la llamada Armada Invencible terminaron en el fondo del mar. Algunos fueron derrotados pero no los hundieron, sino que los llevaron a Londres adonde entraron por la desembocadura del Támesis. Allí fueron desguazados y muchas de las traviesas fueron vendidas a agricultores y ganaderos locales, que las subieron río arriba y las usaron para construir sus casas y sus establos y graneros, como era el caso de esta construcción reconvertida luego en pub. Pasamos, en fin, un buen rato en compañía de este señor, representante de la Inglaterra rural, que es el contrapunto del ajetreado mundo urbano de Londres.

Regresamos por los caminos hasta encontrar la casa, en donde Louise nos preparó una comida rápida con cordero que nos supo a gloria. Después tuvimos una larga sobremesa, trufada de confidencias e informaciones personales cruzadas, que nos sirvieron para conocernos mejor y reforzar nuestra amistad y que, obviamente, no les voy a contar aquí. Ya anocheciendo, Ian propuso ir a cenar al pub que se anuncia como el más antiguo de Inglaterra, el Royal Standar of England, que está en Beaconsville, adonde fuimos en coche. Es un lugar precioso donde sirven unos platos muy elaborados, a la altura de la decoración. No hice fotos porque mi móvil no va muy bien con la iluminación nocturna, pero a cambio les pongo unas bajadas de Internet. 


Regresamos a casa, en donde mis anfitriones me habían preparado una habitación de invitados con una cama fastuosa, a años luz del colchón hinchable de casa de mi hijo, en la que dormí como un auténtico pachá. Con Ian habíamos medio acordado que llegaríamos a un equilibrio entre mi pulsión urbana y el mundo rural paradisiaco en el que ellos viven, consistente en que pasaríamos un día de tranquila vida en su zona y otro en el que me acompañarían a la City para enseñarme algunas de las zonas más monumentales. Así lo hicimos, de forma que el martes 31 de octubre, noveno día de mi viaje, desayunamos en la casa de Flackwell Heath y fuimos en coche a visitar sucesivamente Beaconsville y Marlow, pueblos de la corona metropolitana de Londres, en los que me dijo Ian que hay zonas muy lujosas en las que viven actores, futbolistas y millonarios diversos. El resto es gente que va cada día a trabajar a la ciudad, en tren o en coche, generando los atascos correspondientes. Aquí sí que hice unas cuantas fotos que les muestro.






Las dos últimas corresponden a Marlow, que está Támesis arriba, donde estuvimos viendo los edificios de la antigua fábrica de cervezas, hoy reconvertidos a diferentes usos culturales y comerciales. Después, hube de calzarme de nuevo los zapatos de obra de Ian para hacer un largo paseo de ribera hacia el Este recorriendo un tramo de río también lleno de toda clase de patos y aves diversas, incluso pelícanos. Volvimos a casa a comer y pasamos una larga y agradable tarde charlando de nuestras cosas, viendo alguna serie de TV y con las persianas bajadas hacia el lado de la carretera, por si venían los niños de Halloween a pedirnos caramelos con su habitual trick or treat. Cenamos y nos fuimos a dormir.

El día 1 de noviembre, décimo día de mi viaje, desayunamos y recogí mis cosas para subir al coche de mis anfitriones para ir todos juntos a la estación de Beaconsfield a tomar el tren para nuestra visita a la zona más monumental de Londres. En Marylebone buscamos un bus que nos llevó a Picadilly Circus y desde allí fuimos bajando por Picadilly street en dirección al río. Intentábamos llegar a la zona de Westminster, pero de pronto se desató el aguacero y Ian nos dirigió hacia un lugar realmente peculiar: el club de los aviadores y miembros de la RAF, la fuerza aérea del Reino Unido. Descubrí aquí que Ian fue piloto de aviones (ya sabía que es patrón de barco y ha recorrido con su velero la mayor parte de las costas británicas). Con su carné de miembro del club, entramos sin demasiados problemas; a Ian le pidieron que se quitara la gorra y a mí me miraron de arriba abajo.

Aprovechamos ya para comer algo, en mi caso un curry excelente, y dimos una vuelta por las instalaciones del club, que en los pisos superiores tiene habitaciones en las que pueden alojarse no sólo los miembros del club sino, por ejemplo, cualquier miembro en activo del ejército español, por ser colegas de la OTAN. Vimos por allí inscribiéndose en la recepción a algunas parejas muy ancianas, con el marido con aires de haber sido compañero de Montgomery y señoras muy peripuestas y orgullosas de su papel de consortes. Todo el edificio respiraba un aire como vetusto, de una alcurnia muy rancia y auténtica; a mí siempre me han fascinado estos lugares tan exclusivos, que sólo se pueden ver si alguien te franquea la entrada como amigo. También aquí hice algunas fotos que les muestro. 




Seguimos nuestro camino y atravesamos primero el Green Park, uno de los numerosos parques del centro de Londres, no tan conocidos como el Hyde Park, pero igualmente llenos de encanto, con mucha gente paseando y numerosas ardillas y aves de todo tipo por allí pululando. A continuación seguimos por el Saint James Park, de similares características. Entre ambos parques, a modo de charnela, se sitúa el Palacio de Buckingham, residencia oficial de los reyes, pero que en este momento no usan salvo para recepciones y actos oficiales, puesto que viven en otro de sus palacios. Lo vimos por fuera y es ciertamente impresionante. Y, ya al otro lado del Saint James Park, junto al Támesis, están algunos de los edificios más famosos de la ciudad: la abadía y el palacio de Westminster, sede del parlamento británico, con el Big Ben y el 10 de Downing Street, así como otros menos conocidos como las sedes centrales del MI-5 y Scotland Yard. Algunas fotos más.


Decidimos hacernos los tres un selfie, testimonio de nuestra amistad y de nuestro venturoso encuentro. Aquí lo tienen.

Gente encantadora, mis hermanos británicos, a los que tras este viaje conozco mucho mejor. Con ellos continuamos nuestro camino por la orilla norte del río, a la altura de la gran noria que se ve al otro lado. Aquí un par de fotos más.


Cruzamos por el puente de Waterloo al otro lado, enlazando con la zona de la south bank por donde yo me había movido durante los días anteriores, el National Theatre y la Tate Modern. Mis amigos querían mostrarme un lugar más. En el edificio OXO, que yo había visto por fuera, se puede subir a una cafetería que hay en la octava planta, en donde hay unas vistas fabulosas de Londres. Allí nos tomamos el último té mientras la noche iba cayendo sobre la ciudad, de la forma lenta y deliciosa en que anochece en estas tierras tan al norte. Después nos despedimos con fuertes abrazos y ellos caminaron hacia el Este, en busca de un Metro que les llevara a la estación de Marylebone, mientras yo crucé hacia el norte, en busca de la línea de bus 26, para volver a casa de Lucas y Laura.

Ambos me esperaban para salir a cenar a un bar de ramen muy de moda, en cuya puerta hubimos de hacer un poco de cola bajo la lluvia. El ramen que nos sirvieron, con uno de los llamados huevos milenarios incluido, era ciertamente una exquisitez. Y desde allí cogimos de nuevo el bus de vuelta, para recogernos debidamente de la lluvia y el frío. Terminó así mi fase más familiar del viaje, a la espera de nuevos hechos relatables durante los días londinenses que me restaban y que les contaré en el post siguiente. Sean buenos.

2 comentarios:

  1. Algunos datos complementarios sobre el tema Baker Street. La canción no acababa de estar al gusto de la banda, así que decidieron contratar a un músico de sesión, para añadirle el riff de saxo. Encontraron a Raphael Ravencroft, que trabajaba con Pink Floyd y otros y el tipo se salió. De entrada le pagaron 27 libras por su trabajo pero, cuando el tema se convirtió en un exitazo mundial, le compensaron sobradamente, como confirmó él mismo.
    Y, por cierto, Baker street era también la calle donde vivía Sherlock Holmes.

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    1. Magnífica su aportación. Con lectores como usted da gusto mantener el blog. Mil gracias.

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