martes, 25 de octubre de 2016

567. Religión, trabajo y cagaderos en Japón

Antes de nada les aviso que he creado dos nuevas etiquetas, Rusia y Japón, para individualizar los posts relativos a estos países, sacándolos de la etiqueta genérica Países lejanos en que estaban hasta ahora, igual que hice en su día con Rumanía o Polonia. Me adelanto así a la previsible cascada de textos relacionados con mi viaje a la tierra del sol naciente, de cuyo jet lag aun me estoy reponiendo, tarea a la que no ayudan ni la lluvia ni los resultados del fútbol de ayer. El Dépor perdió con el Celta, lo cual no es una gran sorpresa, si tenemos en cuenta que se enfrentaban un equipo muy malo, el mío, con otro superior y más conjuntado. También cayó el Aleti, del que es forofo mi hijo Kike. La única alegría en este terreno fue que al equipo de Mourinho le metieron 4-0. Ya saben que Mourinho me parece, además de un personaje siniestro, un mal entrenador que ha llegado a donde ha llegado a base de potra. Sueño con que un día tenga que volverse a Portugal a entrenar al Paços Ferrreira o similar.

Hecho este preámbulo, sigo con Japón. En realidad, el nombre con el que se le conoce en Occidente es una derivación de la denominación malaya Ja-Pang. Los japoneses llaman a su país Nippon, el nombre que les pusieron los chinos y que significa precisamente País por donde sale el sol (China ha dominado culturalmente toda esta región de Asia desde hace milenios; el propio nombre China significa de forma reveladora El país del centro). Como les conté en el post anterior, Japón mantuvo una estructura política feudal hasta la revolución Meiji, a finales del Siglo XIX. Entonces el país se abrió al mundo y se incorporó a la modernidad. Salieron de la Edad Media y tomaron un camino equivocado, que les llevó en poco más de 50 años a sufrir dos bombas atómicas y tener que empezar desde cero. Japón estuvo ocupado militarmente por los USA hasta 1952, lo que no le impidió arrancar y convertirse en el gran país que es hoy.

Esta historia no se explica sin la existencia de una sólida filosofía colectiva, la misma que les permite superar los numerosos terremotos que sufren, al estar todo su territorio en zona sísmica del grado más alto. Los japoneses en su inmensa mayoría se rigen por una religión sincrética del budismo y el sintoismo. No son dos religiones, sino una sola que resulta de la incorporación de los principios de la filosofía budista al sintoismo que practican desde siempre. El sintoismo es una forma de animismo, con multitud de dioses provenientes de la naturaleza, a los que se hacen ofrendas para conseguir objetivos prosaicos: que me aprueben el examen, que me asciendan en el trabajo, que fulanita se fije en mí y me acepte como pareja. No se pide por la paz mundial o por los refugiados del mundo. Y si la cosa no sale, puedes abandonar a ese dios concreto y recurrir a otro de los muchos que pululan por los campos adelante. 

El sintoismo era, pues, una tendencia eminentemente práctica, que incluía una serie de normas de conducta aplicables a la vida cotidiana, que se aplicaban a rajatabla los samurais (élite de soldados al servicio del Emperador), pero que impregna el bushido por el que se rige la mayoría de los japoneses. Pero al sintoismo le faltaba una explicación de temas más trascendentes: de dónde venimos, a dónde vamos, cuál es el propósito de nuestra existencia, qué hay después de la muerte. El budismo, oriundo de la India y llegado a través de China, vino a completar ese vacío. Aunque ahora componen una sola religión, la realidad es que sobre el terreno se diferencian los templos budistas de los santuarios sintoistas (aunque a veces están mezclados en un solo lugar), identificándose los segundos por la presencia de un Torii en la entrada, como el que ven en la foto de abajo. 



La forma de relacionarse con el trabajo está directamente determinada por estos códigos de conducta. El japonés ve el trabajo como una forma de realización personal y una contribución a la prosperidad de su país. Jamás se siente cansado, nunca regatea esfuerzos, de forma natural hace horas extra, independientemente de que las cobre o no y se toma muy pocas vacaciones. De hecho, el Gobierno hubo de sacar hace unos años una Ley por la que se obligaba a los trabajadores a disfrutar de sus vacaciones reglamentarias, porque mucha gente renunciaba a ellas. El japonés trabaja por objetivos y subordina toda su vida al trabajo. Es normal que una persona trabaje toda su vida en una misma empresa, algo muy valorado socialmente (en USA, por el contrario, puntúa más el haber tenido una gran movilidad laboral). Sin embargo, eso de la huelga a la japonesa, a base de trabajar más, es una leyenda urbana. El japonés, sencillamente no hace huelgas. Y no puede esforzarse más de lo que ya se esfuerza.

Además, el trabajo en las empresas está fuertemente jerarquizado. El jefe es alguien cuyas decisiones no se discuten. A veces, el jefe decide salir a cenar, o directamente a beber y todos han de seguirle. Si alguien no sigue la pauta, porque no le apetezca salir esa noche, se le tacha de raro y se le critica a sus espaldas. En esas ocasiones, el jefe suele pagar las copas de todos. Y, cuando el jefe deja de comer, está mal visto que alguno de los presente siga comiendo. Para cualquier tipo de oficio se requiere una cualificación específica, en cuyas pruebas se valora la capacidad y la vocación del sujeto para ese trabajo concreto. Hasta los últimos oficios resultan así vocacionales. Por ejemplo, hay conductores de rickshaws, en los que se montan dos turistas o los novios de una boda, que han de pasar unas pruebas bastante duras. Son todos hercúleos y guapos, generalmente estudiantes que se ayudan a pagar sus estudios.

Se fomenta mucho el trabajo en grupo, por el carácter motivador del esfuerzo colaborativo. Se ven muchas cuadrillas de trabajadores encargados de la limpieza de las calles o del mantenimiento de los parques, donde sacan una a una las malas hierbas, o las agujas secas de los pinos. Puede decirse que el paro está en el nivel cero. Además, la inmigración está severamente restringida. Sólo se permite establecerse en el país a los inmigrantes cualificados, como ingenieros, financieros o empresarios. Entrar al país como camarero o lavaplatos es imposible. Para eso tienen a los japoneses, piensan, en una clara diferencia con Occidente, donde los locales no quieren asumir los trabajos más duros, que se nutren de la inmigración. La impresión que te llevas es que todo el mundo está ocupado en tareas dirigidas a que todo funcione correctamente. En el Metro hay gente dirigiendo a los pasajeros, que a veces han de empujarlos al vagón y que hacen las señas al conductor para que cierre puertas y arranque.

En el post anterior les conté que se circula por la izquierda y que los enchufes son diferentes a todos. Pero lo realmente peculiar son los wáteres. Si en España es la casa Roca la que lidera ese sector, en Japón la marca puntera es Toto, que se anuncian como los sanitarios del futuro e intentan difundir su modelo a otros países. En cuanto uno abre la puerta, de forma automática se inyecta un líquido caliente dentro de la tapa, de forma que uno se sienta en calentito. Una vez cumplida la función específica del lugar, uno dispone de una serie de botones, que pueden ver en la imagen.



En el hotel, los wáteres de la habitación tenían una tecla más, marcada con una nota musical. Pensé que tenía por objeto amenizarte la cagada con una música de Vivaldi pero, cuando la pulsé, únicamente simulaba una falsa descarga del agua. Pensando sobre ello, llegué a la conclusión de que su único objetivo era camuflar el ruido de los pedos. Al fin y al cabo, se trata de habitaciones dobles. Aquí a la izquierda pueden ver el tablero de mandos de un modelo más antiguo, que encontramos en un bar. Está escrito sólo en japonés y el despiste que causa a los turistas extranjeros ha obligado al dueño del local a suplementarlo con un adhesivo en la pared indicando de manera inequívoca dónde está el botón de descarga de la cisterna.



Parece que este tipo de sanitarios es relativamente reciente y la marca los anuncia como western-style toilet, es decir, wáteres de estilo occidental. Antes, los japoneses se las arreglaban con las típicas tazas turcas. En zonas rurales es frecuente encontrar cuadros de instrucciones de uso, para que los campesinos los utilicen correctamente. Ya saben que a los nipones les encanta encontrar instrucciones precisas para todo, que les permiten disfrutar del placer inherente a la sensación de estar haciendo lo correcto. Abajo tienen uno de estos hilarantes anuncios. Queda claro que no hay que subirse en la taza, ni ponerse cara a la pared. Que el papel higiénico se tira en la taza, pero los pañales, papeles, compresa y demás deben ir a la papelera. Y que, después del uso, hay que tirar de la cadena.



En Tokio, en el barrio de Ginza, está el principal teatro Kabuki de Japón. Es éste un tipo de teatro en el que una serie de músicos y cantores marcan el ritmo de una especie de danza que interpretan los actores principales, todos varones y mayores, incluso en los papeles femeninos. En el Youtube tienen ejemplos a cientos de este arte, casi ininteligible para los occidentales. El día que llegamos a Tokio lo vimos por fuera (es un edificio precioso) y nos picó el gusanillo de asistir a una representación. Y otro día, después de una jornada agotadora de visitas, nos acercamos y nos pusimos a la cola (no se pueden hacer reservas anticipadas). Cuando nos llegó el turno, sólo quedaban entradas de pié en el gallinero. Entramos y me fui a los aseos.

Con el cansancio del día, no me fijé en los botones y pulsé el símbolo de la ducha culera, para ver si el masaje acuoso en tan sensible parte del cuerpo aliviaba un poco mi agotamiento. Pero se conoce que el anterior usuario del excusado era un vicioso del tema, porque lo había puesto a la presión máxima. El daño que me hizo el puto chorro es algo ciertamente indescriptible, y eso que enseguida le di al stop. Es como si me hubieran taladrado con una Black&Dekker. Accedí al salón principal del teatro totalmente dolorido, hasta el punto de que mis dolores de brazo, y otros que me afligen habitualmente, habían desaparecido por completo. Menos mal que mi localidad era de pie, que si me tengo que sentar las hubiera pasado canutas.

Sean felices. 

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