jueves, 9 de junio de 2016

516. Hablemos de literatura

En plena ola de calor, ayer me tocó recorrer el Madrid Río completo, a las horas centrales del día, bajo un sol inmisericorde. Como les dije, debía acompañar a un alto cargo peruano, pero en todo momento tuve la sensación de que tenía mal la información sobre este señor (durante unos días llegué a creer que era ecuatoriano). El martes fui a mi oficina para escuchar lo que le contaban sobre las nuevas directrices de nuestra Área y, como me temía, tenía mal las coordenadas del visitante. Dos de los datos eran ciertos: era peruano y era alto (más bien grandote, morocho y con hechuras de oso). El otro era erróneo: no era cargo, sino un simple estudiante del máster del INAP, el mismo que yo hice allá por la noche de los tiempos, dos cursos completos de un año (él está en el primero, desde octubre). Quedamos, pues, para el día de ayer; al salir de mi rehab crucé la plaza de Legazpi y le esperé en la Cantina del Centro Cultural Matadero. Entre que se retrasó y que yo me extendí luego con mi presentación power point (cargaba con mi pesado portátil), pues no echamos a andar hasta la una.

Aunque le había advertido de lo que nos esperaba, el tipo no tenía gorra ni sombrero. Con sus hechuras y el calor aplastante, confiaba en cansarlo, pero al final fue él quien me agotó a mí. Es que ni siquiera sudaba. Ni pedía parar a beber un poco de agua, o a hacer pis. A las tres y cuarto, a la altura del Puente de Segovia, le invité a una cerveza doble (yo la necesitaba ya a nivel casi físico) y le expliqué como llegar al final del parque. Yo debía tomar el Metro en Puerta del Ángel para ir a mi oficina, en el otro extremo de Madrid, para una reunión de una hora relacionada con la red ONU-Hábitat. A las 5, comí un sandwich en mi restaurante favorito de la zona y cogí el Metro para casa. Pero antes de llegar, me llamó el amigo que me ayuda a hacer la declaración de la renta. O la hacíamos ya, o no tenía más horas libres hasta final de mes (hay que presentarla antes de que empiece julio). Así que, a la carrera, acabamos la cosa y hasta pude llegar por los pelos a mi taller de inglés hasta las diez de la noche. Este es un tipo de día bastante habitual en mí y supongo que no muy recomendable en una persona de baja.

Y mañana viernes tengo consulta a primera hora con el doctor Gárate, a ver qué me dice sobre la consolidación de mi hueso. El resto del día es más liviano: a las 13.45 he de presentarme con mi portátil en el restaurante Samarkanda, a cien metros de mi casa, a los postres de una comida de 14 arquitectos holandeses, a los que daré una charla en inglés de media hora sobre los nuevos desarrollos urbanos construidos en los años de la burbuja, a cuya visita me he excusado de acompañarles (llevan un buen cicerone). Eso pondrá a mis pies la alfombra del fin de semana, en el que anuncian una suavización de temperaturas. Esta tarde tengo, pues, un interregno, en el que estoy en mi casa, cómodamente en pijama, y no quiero pensar en el doctor Gárate y su manía de contarme que Santa Marta tiene tren, pero no tiene tranvía. Lo que me tenga que decir, a la vista de las nuevas radiografías, se sabrá mañana. Y, para distraer la mente en esta larga y calurosa tarde, pues eso: hablemos de literatura.

Un momento, que me pongo una mano en la oreja, como hacen ciertos futbolistas cuando marcan gol; ¿qué dice el coro? VALGA LA REDUNDANCIA. Bueno, eso lo han dicho ustedes, no yo. Lo que yo hago no es literatura en sentido estricto. Yo hago un blog atípico (casi nadie escribe tantos textos, tan largos y durante tanto tiempo). Es un  blog de naturaleza mixta. A veces es literatura, a veces es periodismo, a veces es rock’n roll, a veces sólo entretenimiento y a menudo no pasa de ser un simple diario personal. Ni siquiera es original: mi amiga Judy, de San Diego, escribe cada noche un diario de lo que le pasó o le interesó a lo largo del día, y lo cuelga en la nube. Mi amigo Mariano, siempre tan extremo en sus entusiasmos, me dice que he inventado un nuevo género literario. Es una exageración; existen las novelas por entregas, las series de TV con sus temporadas y muchas otras modalidades narrativas a plazos. A mi favor está la definición de Unamuno, que decía que la literatura consiste en extraer lo universal de las entrañas de lo cotidiano. Tal vez sea ése mi objetivo. Si lo alcanzo o no, es algo que han de decidir ustedes, mis seguidores.

Tengo mucho tiempo libre, ahora que estoy de baja, y lo que pasa es que en este blog sólo hablo de los libros que me han gustado mucho, a título de recomendación (Intemperies, El Sueño de la Aldea Ding, Cirkus Columbia). Pero yo leo muchos otros libros. Por ejemplo, el último de Maylis de Kerangal, joven escritora francesa de éxito. Sus novelas se venden como churros y ha recibido diversos premios. La última se llama Reparar a los vivos y narra un trasplante de corazón. El tema me interesa, tengo un buen amigo, colega de senderismo, que vive con un corazón trasplantado, del que sospecha, medio en serio medio en broma, que proviene de una donante femenina, porque dice tener sentimientos cada vez más femeninos. Bien, el libro no está mal, se recrea mucho en las circunstancias del donante, un joven que se mata en un accidente de tráfico, se describe al milímetro la desolación de su novia, la difícil papeleta de sus padres que han de autorizar la donación en medio de su shock.

Pero el texto se organiza en torbellino hacia el clímax de la propia operación de trasplante, punto final de la novela. Y no cuenta nada de lo que viene después (que es lo que a mí me interesaba). Además, carga mucho las tintas en la parte emocional, para que el lector siga el hilo acongojado, con el alma en un puño. Y, en mi opinión, se le va un poco la mano. Les transcribo un fragmento, para que vean de qué hablo. Cordelia, una de las enfermeras que participa en el proceso, joven y bonita, a la que la historia le pilla en medio de la ruptura de su pareja, hay un momento en que ya no soporta la tensión y sale a fumarse un cigarrillo al entorno desolado del hospital, en las afueras de la ciudad, y lo hace con su uniforme liviano, aunque la temperatura está bajo cero. Así describe De Kerangal su estado de ánimo en esa circunstancia:

(Cordelia) está sola y decepcionada, es desdichada, patalea y le castañetean los dientes cuando su desilusión devasta sus territorios externos e internos, ensombrece los rostros, pudre los gestos, tuerce las intenciones, hincha, prolifera, poluciona ríos y bosques, contamina los desiertos, inficiona las capas freáticas, desgarra los pétalos de las flores y deslustra el pelaje de los animales, macula la banquisa allende el círculo polar y mancilla el alba griega, embadurna los más hermosos poemas con una viscosidad doliente, saquea el planeta y todo cuanto lo puebla desde el Big Bang hasta las astronaves del futuro y sacude el mundo entero, ese mundo que suena a hueco: ese mundo desencantado.

Tras ese párrafo, la chica tira la colilla al asfalto y la pisa con el pié. No sé qué les parece a ustedes, pero a mí la cosa me da un tufillo a Paulo Coelho que echa para atrás (más teniendo en cuenta que no se trata de uno de los personajes centrales del drama). Yo no les recomendaría este libro en mi blog. Mi amigo Eduardo Waisman, cuyas Calles Alquiladas ya me he terminado, no necesita tanto desarrollo para expresar sentimientos muy profundos. En su texto De qué hablamos cuando hablamos de soledad, diferencia dos tipos de soledad, la soledad física y esa otra más interior y dolorosa, relacionada con la sensación de abandono. El narrador acaba de llegar a una ciudad en la que va a vivir solo durante un tiempo y regresa de vagar por sus calles bajo la lluvia.

Llego a casa, me seco mientras escucho el ruido atenuado del tráfico. Voy a estar solo un mes, eso es raro para mí. Sé, como la mayoría de los mortales inteligentes, que una parte de mi soledad es radical. Solo en mi disparatado viaje de remota posibilidad, solo al tratar de pensar mis propios pensamientos, solo al luchar por mi integridad, solo por saber que somos "El olvido que seremos". Con esta soledad pacto, aparto mi muerte del pensamiento, trato de sentirme único en el caos. Con la otra soledad no puedo, no puedo. 

Por cierto, El olvido que seremos es una excelente novela del colombiano Hector Abad Falciolince que, si no la han leído, se la añado encarecidamente a mi lista de recomendaciones. La prosa de Waisman es sencilla de leer, pero intensa y emotiva, resultado de un esfuerzo de abstracción considerable. Pero se puede ser complejo sin caer en el exceso que les he puesto más arriba. El libro que he empezado ahora (para el cierre de esta temporada en Billar de Letras) es Lulu, de Mircea Cartarescu, el eterno candidato a ser el primer Nobel de Literatura rumano. Por lo que llevo hasta ahora, es un libro de difícil lectura, pero hipnótico, no se puede parar de leer. El narrador, alter ego de Cartarescu está intentando empezar una novela para librarse de la locura. Les he seleccionado un fragmento estremecedor, digno del mejor Kafka.

Lo que intento hacer es precisamente lo único que puedo hacer. Me aferro ahora, como a una última brizna de esperanza, a la idea de que tal vez consiga curarme a través de la literatura. Es decir, desenmarañar, mientras me queden fuerzas, este ovillo, este manojo de intestinos, este mandala enredado en mi cabeza. Si la escritura es, como dicen, una terapia, si puede curar, debería poder hacerlo ahora. Voy a emborronar una página tras otra, voy a utilizar las hojas como vendas impregnadas no de tinta, sino de lo que mi vieja herida supura. Quizá, finalmente, todo se empape en ellas y, a medida que se vuelvan más y más purulentas, más burbujeantes, yo mismo me vaya vaciando de veneno.

En fin, mis preferencias y mis gustos están claros, aunque no todos los lectores de este blog han de estar de acuerdo con mis juicios y opiniones. Podría añadir otros libros recientes, pero ya me estoy pasando de tamaño. He empezado a escribir a eso de las ocho de la noche, cuando mi hijo ha salido de marcha. Son ahora las once. He cubierto mi objetivo de no pensar durante un rato en el doctor Gárate. Ya les iré contando. Que pasen un buen fin de semana, a pesar de los calores.

6 comentarios:

  1. !Glups! Por la última cita. Y mucho bueno mañana con el doctor que necesita intérprete y tiene indigestión refranera.

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    1. Querida, supongo que compartes mis juicios literarios. Cartarescu me tiene fascinado, aunque su lectura es difícil. En cambio, Maylis de Kerangal, pues se excede bastante y alarga demasiado su libro. Aunque el arranque de la novela es espectacular: la narración de una partida de surferos que salen de noche en El Havre, para pillar de madrugada la ola perfecta. A la vuelta es cuando sufren el accidente.
      Lo del doctor refranero y colchonero ya lo contaré en algún próximo texto.
      Besos.

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  2. La literatura es muy curativa. Mira Alfredo Sanzol, cómo se cura del mal de amores con "La respiración"

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    1. Las capacidades terapéuticas de la literatura están bastante acredidatas, especialmente para las dolencias mentales en las que, por desgracia, no se puede recurrir a los clavos de titanio.
      Pues un beso también para ti.

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  3. La chica esa Karagunis o como se llame se ha pasado varios pueblos. La verdad es que yo no he leído nada del tal Coelho, ni creo que lo haga, después de lo que usted dice...

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    1. En cuestión de gustos literarios no hay reglas universales. A mí, Paulo Coelho me remite a un pseudomisticismo que me resulta muy exasperante. Pero hay gente que devora sus libros, como sucede con Ruiz Zafón y otros que tampoco son santos de mi devoción. Porrom-pom-pon.

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