sábado, 21 de diciembre de 2013

213. Azerbaiyán y otros países postsoviéticos

Los de mi generación crecimos en un mundo con dos modelos, el capitalista y el comunista. Los dos se retaban y se mojaban la oreja por turno en la llamada Guerra Fría, hasta que, de pronto, el universo soviético se disolvió como un azucarillo. Muchos como yo, que sentíamos una curiosidad velada de matices admirativos por conocer ese mundo que se nos ocultaba tras el llamado telón de acero, habíamos abandonado hacía mucho toda opinión favorable hacia el modelo soviético, después de presenciar el aplastamiento de la Primavera de Praga y, en mi caso, tras visitar Cuba, Yugoslavia, Berlín, o una entristecida Praga, donde pudimos comprobar en directo el tono gris que uniformaba tanto la forma de vestir como la de pensar de las gentes de esos atribulados lugares, y su contraste con el colorido de Londres o Ámsterdam.

No sé si pueden ustedes imaginárselo, pero en aquellos años uno cruzaba el telón de acero y podía vender en los mercados negros cosas como pantalones vaqueros, discos de los Beatles, camisetas decoradas o pendientes hippies. Te los quitaban de las manos. Entonces pensábamos que el sistema controlado desde Moscú caería antes o después por la presión de la gente en las calles. Teníamos recientes la revolución de los claveles en Portugal y la propia transición española y todo eso nos hacía soñar con la posibilidad de que los pueblos combativos y animosos lograran instaurar regímenes democráticos por todo el planeta. Con la perspectiva del tiempo transcurrido desde la caída del Muro de Berlín, creo que el tinglado se vino abajo por otros motivos, y que el empuje del pueblo sólo fue responsable del empujoncito final sobre unas estructuras caducas, inoperantes y ruinosas desde el punto de vista económico.

La caída de la Unión Soviética fue un eslabón más del proceso de transición desde una economía basada en la industria pesada, hacia la era de las comunicaciones y la tecnología punta. Las estructuras soviéticas, fuertemente centralizadas y basadas en el control estatal de los medios de producción, funcionaron bien durante 40 años, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y llegaron a constituir una alternativa económica real al modelo americano, como se vio en la carrera por el control del espacio. Pero lo cierto es que, poco antes de la caída del Muro, en el mundo occidental las nuevas tecnologías iniciaban una carrera hacia el progreso engrasada por la iniciativa privada, la competencia, las políticas de desregulación de Reagan & co. y el abaratamiento de las materias primas necesarias para los nuevos aparatos que empezaban a vendernos como imprescindibles.

Recuerdo un breve paso por Bulgaria poco antes del derrumbe. El vídeo era una quimera, cuando en occidente ya empezaban a funcionar los primeros ordenadores. Los comercios ni siquiera habían oído hablar del código de barras y los mejores hoteles de Sofía disponían de viejos teléfonos de bakelita en los que había que marcar cuatro cifras. Vamos, una situación que recordaba a mi querida Coruña de los años 50. Ustedes seguramente no habían nacido por entonces, pero en  mi casa de la Plaza de Lugo, había uno de esos teléfonos, como un escarabajo negro gigante. El número de mi casa fue durante muchos años el 2108. Recuerdo la conmoción que supuso el momento en que pasamos a cinco cifras, añadiendo un dos al principio. La gente estaba tan acostumbrada a dar su número antiguo, que seguía diciéndolo igual, pero añadía “con el 2 delante”. En el año 66, se rodó en España una película que se llamaba “Agente 007 con el 2 delante”. Era una parodia de los films de James Bond, que protagonizaba el genial Cassen, que interpretaba al agente Jaime Bonet, un espía con acento catalán.

Con semejante panorama, era cuestión de tiempo que estos Estados, que habían perdido definitivamente la carrera por la modernización, se vinieran abajo. Lo acojonante es el daño infligido en las estructuras, no sólo económicas, sino también morales y mentales de estos países, por 40 años de dominio de la ideología estalinista. Más de 20 años después de la unificación de Alemania, todos los indicadores de calidad de vida, sanidad o cultura de la parte oriental siguen a años luz. A día de hoy siguen existiendo dos Alemanias, a pesar del notable esfuerzo de las políticas de reequilibrio que se diseñan desde Berlín.

En otros lugares, se limitaron a sustituir a los líderes más visibles por otros de segundo rango, pero manteniendo las mismas estructuras predemocráticas. El caso más dramático fue el rumano, en donde se cargaron al presidente y a su señora delante de las cámaras de televisión, para escenificar el punto de inflexión de una transición que nunca se produjo en la realidad. Ceaucescu era un líder provinciano y poco culto que estaba obsesionado con mantener la deuda exterior en cero. Cuando fue sumariamente juzgado y fusilado, tenía al país pasando hambre, acosado por enjambres de moscas, con bandas de perros callejeros agresivos por las calles de las ciudades y con unas pocas horas de luz eléctrica al día, para no tener que endeudarse. Y la televisión contaba con un solo canal, que emitía cuando había luz, y dedicaba el 100% de su programación a hablar del presidente y su familia. Este caso extremo dio pie, tras la llamada transición, a un régimen idéntico, sólo que menos personalista. Los rumanos, que soñaban con la llegada de la democracia, ahora están casi igual de desencantados.

En lugares como Kazajstán o Uzbekistán, las familias que controlaban el cotarro, siguen al frente de regímenes presidencialistas autoritarios, mimados desde occidente para que sirvan de contrapeso al creciente poder de la Rusia de Putin. Un caso emblemático es el de Azerbaiyán, el estado caucásico que se anuncia en las camisetas del Aleti, a quien por cierto espero de líder esta noche, y tal vez también mañana. Azerbaiyán es un pequeño país en el que, en cuanto excavas unos metros, encuentras petróleo. Su presidente se llama Ilham Aliyev, y sucedió en el cargo en 2003 a su padre, el viejo Heydar Aliyev, que fue el presidente durante buena parte de la época soviética, y recuperó el poder en 1994, mediante un golpe de estado en el que derrocó al breve mandatario democrático salido de las únicas elecciones libres celebradas tras la caída de la URSS. En el link que les pongo, pueden ver cómo el petróleo puede hacer que vayan a trabajar a estos países los arquitectos con más caché.

Hace unos años me tocó pasear por el Madrid Río a una delegación de Azerbaiyán. Eran unos quince alcaldes de pueblos pequeños, a los que el partido único que gobierna el país había mandado a que se dieran una vuelta por occidente, como una especie de premio de fidelidad, que no tenían opción de rechazar. El Ayuntamiento de Madrid les había montado una mañana muy apretada con un recorrido por el parque del río y una visita a las instalaciones de Valdemingómez, en donde se procesa toda la basura de la urbe, junto al término municipal de Rivas, que antes se llamaba significativamente Vaciamadrid. Eran todos varones y del mismo corte: fuertes, chaparros, paticortos y con aires de tentetieso. Cabezas potentes, pelo a cepillo, grandes bigotes cuadrados y ojos claros de mirada soñadora.

El viaje de avión ya los había dejado tocados, mareados y agotados. A poco de empezar a caminar por el paseo del río bajo un sol de justicia les dio una especie de soroche colectivo y nos hicieron saber que, en su tierra, a esa hora se solía tomar un té, para afrontar la mañana en condiciones. Paramos en un bar cutre en donde todos se sentaron y tardaron una hora en tomarse el té. Luego dijeron que ya no querían caminar más, que ya habían visto bastante. Adelantamos la visita a la planta de tratamiento de basuras y nos subimos al autobús. Al llegar, al menos tres dijeron que esperaban en el bus, que estaban medio enfermos. Los otros bajaron pero, en cuanto entraron a las instalaciones, el mal olor pudo con ellos (la verdad es que huele muy mal en esos lugares). Volvimos corriendo al bus y les preguntamos qué querían hacer hasta el mediodía. Su respuesta unánime: visitar El Corte Inglés, para comprar regalos.

El conductor y el intérprete aceptaron y entonces todos se pusieron muy contentos. Pidieron música al volumen más alto y se pusieron a dar palmadas y a cantar a coro: se sabían algunos de los últimos éxitos de los 40 principales. A mí me dejaron en Atocha. No se me había perdido nada en El Corte Inglés. El embajador nos pidió disculpas por carta unos días más tarde. Estaba previsto que acompañara a la delegación en todas sus visitas, pero ese día tenía una reunión de negocios inaplazable. Al verse solos, los díscolos alcaldes habían montado una estrategia para cambiar el programa oficial por otro más divertido. Una anécdota indicativa del nivel de este país, controlado por unos dirigentes paternalistas, que hacen por mejorar la vida de sus ciudadanos pero sin perder nunca la manija, y que tiene la suerte de que el petróleo le sale casi a ras de suelo.

Que sigan pasando las fiestas sin problemas. Piensen que en otros lugares están peor.

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