sábado, 10 de junio de 2023

1.229. La conexión holandesa

Es miércoles 7 de junio y les estoy empezando a escribir desde un avión de Air France que me lleva a Madrid, en donde debería estar desde ayer, pero ya habrá tiempo de contarles lo que me ha llevado a estar volando 24 horas después de lo previsto. Nos habíamos quedado en que me instalé en el hotel Avenue de Ámsterdam el viernes 2 de junio, bien pasada la medianoche. El sábado, me levanté y fui a buscar un pequeño café donde me gusta desayunar cuando vengo a este hotel. Tras mi café y mi croissant, subí un instante a la habitación para lavarme los dientes y demás rutinas posteriores al desayuno y salí de nuevo, ahora en dirección a la Centraal Station. Allí cogí el primer tren a Utrecht. Esta ciudad está a unos 25 minutos de Ámsterdam y hay trenes cada 15 minutos.

Había estado una vez en Utrecht, en una visita que quedó reseñada en el blog y tenía el recuerdo de un centro urbano medieval muy bonito, con calles empedradas y serpenteantes, mucho frío, ventisca y poca gente por la calle, hasta el punto de que tuve que refugiarme en un lugar vegetariano en el que ofrecían una sopa de verduras bien caliente a los ateridos visitantes. Nada que ver con el Utrecht que he visto ahora: en pleno verano, con un sol permanente, mucha gente en camiseta, sobre todo jóvenes y un ambiente bullanguero superior incluso al de Ámsterdam, con músicas a todo volumen saliendo de los bares y toda la gente muy contenta. Saliendo de la estación por la puerta principal, uno se da de bruces con un centro comercial gigantesco, que se llama el Hoog Catharijne. Y las señales que indican el camino hacia el centro histórico, marcan precisamente ese enorme edificio.

Es algo así como lo que sucede en los aeropuertos: que para llegar a tu puerta de embarque, a veces te hacen atravesar toda la zona del duty free, para ver si picas y te compras algo. Así que atravesé el gran espacio, entre los escaparates de las marcas más prestigiosas, bajé una planta por unas escaleras mecánicas y accedí al otro lado. Allí está la plaza Vredenburg, que alberga un mercadillo callejero muy interesante, centrado en productos de la tierra, como flores, quesos, embutidos con una pinta estupenda, frutas y hortalizas de la tierra, miel y vinos artesanales. Le eché un ojo a un puesto de quesos, pero decidí comprar algo allí a la vuelta, para no estar todo el día con el queso a vueltas. Y me interné por las callejas intrincadas de la zona medieval que empieza justo en ese mercadillo.

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He puesto estos asteriscos porque eso fue lo que me dio tiempo a escribir en el avión. Después aterricé directamente sobre mi vorágine madrileña habitual, igual que esos grandes ánades que toman tierra en una superficie plana y echan a correr inmediatamente hacia adelante para no desequilibrarse. Hasta hoy, sábado 10 de junio por la tarde no he podido encontrar un momento para dedicarlo a escribir y terminar de una vez el post sobre mi breve paso por Holanda, un país que aprendí a llamar así en la escuela y ya a estas alturas de mi vida no voy a cambiar mi forma de designarlo. El nombre oficial actual es Nederland, una designación que abarca a todos los pueblos unidos en ese estado, que no son sólo los holandeses, sino también los frisones y otros. Con el nombre Holanda, parece que los demás pueblos se sentían minusvalorados. Es el mismo caso que Myanmar, que abarca las numerosas etnias que lo habitan, no sólo los birmanos que son los que controlan el poder. Pero Nederland, significa países bajos y ahora resulta que en francés ya no se debe decir Hollande, sino Les Pays-Bas y, en español, Los Países Bajos.

Pero, como ya he declarado en algún post anterior, yo voy a seguir llamándoles Holanda, porque llamar a Holanda Los Países Bajos me resulta tan ridículo como llamar a los calzoncillos la ropa interior. Con perdón. Y ya para seguir en este nivel general, les recuerdo aquella definición del país que dio un escolar español, oportunamente glosada en el libro Antología del Disparate: Holanda es un país en el que, de cada cuatro habitantes, uno es vaca. Se ve ciertamente bastante ganado vacuno desde la ventanilla del tren, pero es hora ya de que regresemos al punto en el que me quedé en el vuelo de vuelta de París. Empecé a callejear por el centro de Utrecht sin un destino predeterminado, al albur de donde me llevaran mis pasos. Y vean algunas imágenes de esta preciosa ciudad.





Recordaba haber subido a la torre del Dom, que corresponde a la antigua catedral medieval y desde la cual se ve una vista panorámica magnífica de toda la ciudad. Pero la busqué y me la encontré rodeada de andamios forrados con tableros de contrachapado, decorados con fotos de la propia torre. Pregunté por allí y me enteré de que la torre lleva años en obras y le quedan todavía unos cuantos años más hasta que terminen de repararla. Pero se podía entrar a verla en visitas guiadas. Me sumé a una que estaba a punto de empezar y llegamos a subir hasta el penúltimo nivel, porque el último es en el que está ahora centrada la obra de rehabilitación. El guía era muy joven y muy simpático y contó cosas curiosas.

Por ejemplo, en la segunda planta vivió durante cerca de un siglo el guardián de la torre, con toda su familia, que se encargaba de tocar las enormes campanas. Y, como le pagaban poco por su trabajo, puso un bar allí mismo, al que debían subir los parroquianos si querían tomarse un chato. Un precursor de los actuales usos complementarios de la vivienda en los planes generales. Ahora hay una campanera oficial que sube a tocar cuando ha de hacerse un toque especial y las campanas son gigantescas, la mayor pesa 18 toneladas. Por lo demás, parece que la torre estuvo unida a la primera iglesia, pero la parte central se la llevó un huracán y la nueva iglesia calvinista, que era más austera que la católica decidió reconstruir sólo la parte trasera y dejar una plaza entre ella y la torre. Vean algunas fotos de esta catedral.



Entre unas cosas y otras, los jóvenes bulliciosos y coloridos que llenaban las terrazas de los bares empezaban ya a comer, horario europeo, así que fue verlos y entrarme algo de hambre. Entre todos los bares que observé, me llamó la atención la Taberna Lebowsky, un homenaje a una de mis películas favoritas. Estaba bastante lleno, pero vi una mesa de madera que se quedaba libre y le pregunté a la oronda y risueña camarera si me podía sentar allí a pesar de ser uno solo. Me dijo que por supuesto, que la mesa estaba preparada para mí. Me pasó la carta y me pedí una pinta de Heineken y un plato variado vegano que resultó estar bastante apetitoso. Vean el anuncio del bar y la birra que me pedí.


Por cierto, tenían también una cerveza artesanal, de nombre Lebowsky, pero vi que tenía nada menos que siete grados y preferí decantarme por la Heineken, que tiene 4,5. La que era de alta gradación era la camarera, una mujer grande, neumática, ágil, que controlaba la terraza sin apuros con una alegría y una coña permanente. Hablé con ella en varias ocasiones, le dije que venía de España y que me sorprendía la intensidad de la actividad callejera que había en una ciudad que yo recordaba como solitaria en medio de una especie de nevisca. Muerta de risa, me preguntó si no sabía el porqué de ese bullicio. La miré sin entender y entonces me dijo que ese día se celebraba en Utrecht el Pride, el gran acontecimiento mundial del colectivo LGTB que se celebra de forma rotatoria cada año en una ciudad.

La verdad es que no tenía ni idea. Siguiendo con la coña, la chica añadió con un gesto bastante sugerente: ꟷEntonces tú no has venido por el Pride. No, estaba claro que no pertenezco a ese mundo. Tras pagar con mi VISA, le dije a la chica si me permitía que nos hiciéramos un selfi. Con su mirada más coqueta me preguntó por qué. Pues ꟷle dijeꟷ porque eres una mujer que destila felicidad y yo adoro a las personas felices. Entonces me dijo que, si la razón era esa, estaría encantada de hacerse un selfi conmigo. Abajo tienen el resultado.

Bueno, pues, si era el Pride, había que sumarse al cachondeo. Y entonces descubrí que la tradicional caravana con los travestis, Drag Queens, etc, bajo el chunda-chunda de la música disco a todo altavoz, se celebraría esta vez en grandes barcas a lo largo del canal principal de la ciudad. Recordé entonces una historia que estaba por ahí almacenada en mi memoria. En Utrecht se decidió y desarrolló un magno proyecto urbano que supuso la recuperación del histórico Catharijnesingel, el gran canal que durante la Edad Media constituía el principal eje de transportes y suministros a la ciudad. En el frenesí del automóvil de los años 70, ese canal fue secado para situar encima una autopista de nada menos que doce carriles. El proyecto de recuperación del canal es, en cierta forma, la contrapropuesta del Madrid Río.

Para empezar, la ciudad organizó un referéndum para ver qué quería la gente que se hiciera, una consulta en la que se especificaba el coste de la obra pública necesaria. Y la ciudadanía votó mayoritariamente por recuperar el canal. O sea, exactamente igual que Gallardón. Vale, estarán ustedes conmigo en que, si nuestro alcalde faraónico llega a preguntar a la gente, seguro que no se había hecho nada a día de hoy. Las obras del canal empezaron en el año 2000 y se terminaron el 2020. Otras diferencias: el canal esta conseguido a partir de una derivación de un río real y caudaloso, no como el Manzanares. Eso quiere decir que es navegable para pequeñas lanchas, que tiene peces y que se puede incluso practicar la natación. Y la circulación de los doce carriles se ha mandado a otro lado, no se ha metido en túnel, lo que abarata los costes.

Este tema de la comparativa entre proyectos, creo que se merece un texto específico más amplio. El caso es que estuve un rato recorriendo el canal recuperado, que incluye numerosos puentes peatonales sobre el cauce, desde los que hice algunos vídeos de la caravana del Pride. Aquí los tienen.



Siguiendo la línea del Catharijnesingel, resultó que el canal se acaba por meter debajo del Hoog Catharijne, el enorme centro comercial a la entrada de la ciudad. No tengo datos, pero parece claro que el gran mall se construyo a la par que la recuperación del canal. Y esta es una operación inmobiliaria muy lucrativa que seguramente habrá servido para pagar buena parte de la obra pública acometida. Otra diferencia con la obra de Madrid en la que Gallardón se empeñó en que no se construyera un solo metro cuadrado lucrativo. Ya hablaremos de todo esto. Entré en el centro comercial y descubrí que hay zonas en las que el suelo es de cristal y por debajo se ve pasar los barcos y las aguas del canal.

Salí al mercadillo de la plaza y compré dos potentes secciones de queso holandés para regalar a mis anfitriones parisinos y a los anfitriones madrileños de mi gato Tarik. Volví en dirección a la Centraal Station. En la plaza intermedia, frente al mall, estaba todo el cachondeo del Pride. Había travestis y chicas con disfraces preciosos. En mi tierra, a los travestis se les llama travelos. Encontré a uno de estos travelos que simulaba una mariposa con unas alas que tenían un trabajo fino detrás. Ya puestos al tema, le pedí hacerme un selfi con él/ella y, con un vozarrón de barítono, me dijo que claro que sí, guapo. Abajo el resultado.

Cogí el tren de vuelta y llegué a Ámsterdam ya anocheciendo. Estaba cansado y me tumbé un rato en el hotel, justo para pillar el final del partido del Depor femenino. Con bastante mala fortuna, porque, cuando me conecté estaban empatados a cero y en el ratito final le metieron dos goles. Por cierto, hoy han jugado la vuelta de la final del Play-Off de ascenso y han ganado uno-cero, así que se quedan en segunda división. Una vez descansado, salí de nuevo a buscar un sitio para cenar una ensalada. No piensen que me estoy volviendo vegetariano, es que me dejé mis pastillas contra el colesterol en casa de Kike, así que tuve que comer sano esos días. Eso sí, sin perdonar la cerveza. Acudí al restaurante Grashoppers, a la entrada del barrio rojo y me atendió una chica indonesia muy amable.

Por cierto, cuando me falló mi primer plan de venir por estas tierras con una amiga con la que me iba a encontrar, llamé a mi soul sister indonesia Tantri, pero me contó que estaba de viaje esa semana, así que no podríamos vernos. Después de cenar, me di una vuelta por el barrio rojo y me fui a dormir. El domingo, lo dediqué a callejear por Ámsterdam, recuperando mi recorrido favorito. Caminé desde el hotel al Damm, tomé la Kalverstraat, donde se concentran las tiendas de las marcas principales, seguí por el mercadillo de flores que bordea uno de los canales y luego crucé la Koningsplein para tomar la Leidsestraat hasta la Leidseplein. Más abajo les pongo algunas fotos de las que tomé.

En la Leidseplein está expuesto un tanque ruso destrozado por la artillería ucraniana. Visité el Paradiso y el Melkweg, los dos templos de la música en directo. Samantha Fish tocó allí hace no mucho, estuve sondeando si me sacaba una entrada y me dijeron que tenía que hacerme socio del club. Y ya saben que no me gusta hacerme socio de nada y menos en un lugar tan lejano. Siguiendo hacia la izquierda, encontré la pequeña placita frente al Hard Rock Café, en donde hay un ajedrez callejero. Las piezas siguen intactas y había un par de chavales jugando una partida. En Madrid, en tiempos de Tierno Galván, se intentó poner uno de estos juegos de ajedrez en la Plaza de Santa Ana, pero la gente se robaba las piezas. Cuando ya no quedaba ninguna, el armario para guardarlas por la noche empezó a ser usado de dormitorio por un par de vagabundos. También encontré una plaza con esculturas de lagartos bastante curiosas. Seguí por el canal bordeado por palacetes muy bonitos, en dirección a la explanada de los museos. Vean las fotos prometidas.




Intenté entrar en el Rijksmuseum a ver la exposición de Vermeer, pero era imposible. Las entradas llevaban agotadas semanas. Regresé hacia la zona de los canales y encontré una terracita para tomarme un Aperol Spritz. A la hora de comer, volví a la Leidseplein a comerme una ensalada Cesar en el De Waard, que es un restaurancito que conozco de otros viajes. Por la tarde me di un paseo por la zona de la casa de Anna Frank y finalmente me fui al hotel a descansar y escribir el post anterior para ustedes. Pensaba ver después el partido del Depor de chicos, pero, como les dije, no se podía ver, así que rematé mi post y bajé a comerme otra ensalada en el Grashoppers. Y el lunes cogí el tren de vuelta a París. Esa noche invité a mis anfitriones a cenar en un lugar coqueto del Marais que eligieron ellos. El martes hice el equipaje, cogí el RER al aeropuerto pero, después de numerosas vicisitudes que no me apetece contárselas hoy, hube de coger el tren de vuelta porque el vuelo se había suspendido. Todo esto ya se lo cuento en el próximo post. Sean buenos.

4 comentarios:

  1. Pues a usted también se le ve risueño y feliz, al lado de la oronda y neumática camarera, seguramente con parte de sangre asiática. Siga viajando de esa manera. El blog y sus lectores lo agradecen.

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  2. Lo del tanque ruso semi destruido es muy fuerte. ¿Estamos locos o qué? Este mundo no tiene remedio.

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    1. Sí, la verdad es que es acojonante. Tenemos todos una tortícolis moral crónica de tanto mirar para otro lado ante cosas terribles. Y encima normalizamos la guerra como algo cotidiano y ya ni nos acordamos de la pandemia. El ser humano es así.

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