jueves, 18 de junio de 2020

951. Glotones y exquisitos

Este post se desencadena a partir de una cosa que leo en un artículo sobre el virus y su origen. Una fuente bien informada, resalta el hecho de que en China, eso de comer murciélagos y pangolines es un placer a cargo de unos pocos exquisitos, la nueva élite de potentados que ha creado el Partido Comunista Chino, después de que el señor Den Xiao Ping proclamara oficialmente el fracaso del Gran Salto Adelante de Mao, que había llevado al pueblo a una situación de depauperación absoluta. Ahora en China hay magnates y supermillonarios, que saben idiomas, juegan al golf y controlan las Bolsas de medio mundo. Pues estos son los que comen murciélagos y otros animales salvajes. Son los únicos que pueden hacerlo, dados los precios a que se vende. Es algo que tiene una lógica; en España, los productos de la caza son también caros y no se encuentran en los supermercados. En China el pueblo no come pangolines, el pueblo come pollo de granja, ramen, arroz blanco y tallarines con salsas compradas en cualquier colmado.

Desde siempre, la comida ha marcado las señas de identidad de las diferentes clases sociales, el caviar y las ostras con champán son seña de identidad de una clase alta exquisita, que marca diferencia con el cocido y las patatas a lo pobre del pueblo llano. Esto es así desde los albores de la historia. Por ejemplo, se sabe que ya los sumerios, que poblaron Mesopotamia entre los años 3.500 y 2.000 antes de Cristo (manda carallo), concedían una gran importancia a la comida como índice de distinción social. Les recuerdo que suelen atribuirse a los sumerios la invención de la rueda, la escritura y el primer alfabeto (cuneiforme), el concepto de ciudad y las primeras leyes escritas (antecedentes del código de Hammurabi), además de la construcción con ladrillos de adobe y hasta los primeros arcos. Y, como no podía ser de otra manera, estos esclarecidos caballeros, ya bebían cerveza, aunque no está claro que la inventaran ellos, probablemente existiera de antes.

Los sumerios escribieron también el primer gran poema épico, dedicado a Gilgamesh, rey de los acadios, un tipo tiránico y despótico que comía y bebía como un auténtico animal, se tiraba unos pedos descomunales y se beneficiaba a todas las doncellas del pueblo, por el llamado derecho de pernada. El pueblo está tan hastiado de su comportamiento que imploran a los dioses que hagan algo con ello. Y los dioses crean a un antagonista, que se llama Enkidu, y es un ser mucho más abyecto y animal que Gilgamesh, específicamente creado para cargárselo. Pero los dos montan una batalla, se zurran de lo lindo y, en un momento dado, cuando ambos están en el suelo agotados de pelear y llenos de hematomas y heridas, les da la risa, se abrazan y se hacen amigos inseparables. A partir de eso, se van de farra y se dedican a comer, beber y follar como si no hubiera un mañana. Cuando los dioses comprueban su fracaso, deciden cargarse a Enkidu.

Pero entonces viene otro giro delicioso de la historia, porque Gilgamesh se lleva un disgusto tremendo con la muerte de su colega de farras. Por primera vez en su vida, es consciente de su carácter de mortal y entra en una fase de melancolía. Deja de comer como un poseso y se obsesiona por buscar la inmortalidad. Oye decir que en los confines del mundo vive el barquero Upnapishtin, el único superviviente del diluvio, que tiene el secreto de la inmortalidad. Emprende un largo viaje y lo encuentra. Pero el barquero le pone dos pruebas que debe superar para ser inmortal. Gilgamesh falla las dos y, definitivamente desanimado, vuelve a su tierra y escribe su historia. Una historia maravillosa, como ven, que fue escrita por sumerios en tablillas de adobe. El rey mesopotamio Asurbanipal, del que tienen abajo un par de representaciones, dio orden de que este poema épico se transcribiera en doce tabletas de arcilla, que se guardarían en su biblioteca, para que sobreviviera por los siglos de los siglos, amén.



















Todo estaba ya en esta obra maestra de la literatura, más de 2.000 años antes de Cristo: la comida, la bebida, el sexo, el poder, la muerte. Y la búsqueda desesperada de la inmortalidad. Los egipcios y los griegos también se daban buenas comilonas y gustaban de degustar buenos caldos. Pero son los romanos los que institucionalizan los banquetes desenfrenados en los que se comían todo lo que les sacaban y acababan durmiendo la mona por las mesas (las famosas bacanales). A Roma debemos también el primer libro de recetas de la historia: De re coquinaria, inspirado por el noble Apicio, un auténtico gourmet del Siglo I de nuestra era, tiempos del emperador Tiberio. Apicio era un patricio obsesionado con probar todas las exquisiteces que pudiera proporcionarle el mundo, por lo que se hacía traer manjares de todos los lugares del Imperio y hasta del más allá. Eso le llevó a arruinarse completamente y al suicidio, al ver que no tenía ya más dinero para seguir comiendo, tal como lo cuenta Séneca.

Los romanos tenían unos hábitos alimenticios muy modernos, puesto que hacían un desayuno abundante y sano, con vino incluido, y luego comían cualquier cosa a mediodía, generalmente de pié (de ahí lo de tomarse un tentempié), para luego hacer una cena larga y copiosa, que empezaba al atardecer y en la que se reunía toda la familia, con un componente ceremonial. Estas cenas llegaron a necesitar de un espacio específico, el triclinio, antecedente de los actuales comedores. Comían mucho pescado azul, como caballas, sardinas y boquerones, y mucha hortaliza y verdura. La carne más utilizada era la de cerdo, del que se aprovechaba todo. Parece que uno de los platos que más le gustaban a Apicio estaba elaborado con matriz de cerda (o útero de gorrina). Sobre la relevancia de la cena en la antigua Roma, vean este fragmento de una carta de Cátulo, el poeta de Verona, invitando a cenar a su amigo Fábulo:

Cenarás bien, Fábulo, amigo mío, en mi casa 
dentro de unos días, si los dioses lo permiten,
si traes contigo buena y abundante cena,
sin olvidarte de una linda muchacha,
del vino, de la sal y de todas las risas.

Y aquí una de las recetas de Apicio, recogida en el De re coquinaria: Coles con aceitunas (Ap., III 9,5):

Poner en una cazuela las coles a cocer en agua, añadir garum, aceite, vino puro, comino, y espolvorear pimienta; echar por encima puerro, comino y cilantro fresco. Mezclar con aceitunas verdes y dejar que hierva todo junto.

Dan ganas de preparárselo un día de estos, debe de estar delicioso. ¿Cómo dicen? ¿Que no saben lo que es el garum? Desde luego, es que no saben ustedes de nada. Menos mal que tienen este blog para enterarse. Bueno, coñas aparte, el garum era un condimento de origen bastante repugnante, que se volvió muy popular, convertido en ingrediente favorito de cocineros de la élite y también del pueblo. El garum se fabricaba con las tripas del pescado azul, que no se tiraban como ahora, sino que se almacenaban en pilas, con una fuerte concentración de sal para evitar que se pudrieran demasiado. Además se aromatizaba la mezcla con cilantro, orégano, eneldo, hinojo y otras hierbas. Y todo eso se dejaba fermentar varios meses al sol, removiendo de vez en cuando (el garum se preparaba en verano). El resultado era una pasta que se comprimía y se comercializaba en ánforas que llegaban a los mayoristas romanos, que luego lo vendían en dados.

Su uso era similar al del moderno avecrem. Cualquier guiso un poco insulso que se tuviera, se le añadía un poquito de garum y se enriquecía con los sabores de los siete mares y de todas las plantas de las montañas del Imperio. Ya no hacía falta añadirle sal ni nada. La mayor parte de los guisos del recetario de Apicio incluyen su toque de garum. Y lo más curioso es que, como es lógico, las factorías que elaboraban el garum estaban localizadas en los lugares de pesca, llegando a ser el proveniente de Andalucía el más apreciado en la capital. Los antepasados de Sergio Ramos fabricaban garum como locos y les salía estupendo, con el mayor grado de exquisitez para el elaborado en la zona de Cádiz, el famoso garum gaditanum.

Lo que más placer me da de escribir cosas como estas es imaginarles a ustedes, queridos lectores, corroídos por la duda de si esto será cierto o les estoy tomando el pelo colándoles una bola descomunal. Hala, vayan a comprobarlo a Internet, si tienen dudas. A Roma llegaban cientos y cientos de ánforas de garum gaditanum, transportado en barco. Junto al puerto de Ostia, los comerciantes rompían y desechaban esas ánforas que tiraban en un montón, que llegó a crecer tanto que se convirtió en el actual Monte Testaccio, en donde los paseantes más ancianos se ufanan en decir que, en contadas ocasiones, cuando los vientos del Valle del Tíber soplan en una determinada dirección y con una intensidad concreta, todavía se intuyen los efluvios del apreciado condimento de sus ancestros.

Podríamos hablar de los banquetes que se describen en el Satiricón, de Petronio, escritor y furibundo opositor político de Nerón, donde se cuentan por ejemplo las cenas de Trimalción, un glotón histórico, que servía cerdos asados enteros, de los que, al abrir el abdomen, salía volando una bandada de aves vivas. El emperador, mosqueado por la sospecha de que ese Trimalción fuera en realidad una caricatura suya, acabó ejecutando a Petronio por descarado. Pero hemos de seguir adelante en esta historia de cómo la gastronomía y la cocina marcan no sólo el estrato social, sino hasta la psicología de las personas y cómo esto se refleja en los textos escritos. Ustedes, lectores, seguro que conocen la primera frase del Quijote, pero muy probablemente desconozcan la segunda, que va a continuación. Cervantes relata lo que come el hidalgo, para darnos en una pincelada una descripción precisa de la persona que va a protagonizar su libro. Aquí el párrafo completo.

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadido los domingos, consumían las tres partes de su hacienda.

El punto frugal y estoico de la manera como se alimenta Don Quijote, nos dice más sobre su personalidad que muchos de los capítulos posteriores. En la literatura, ha habido grandes comilones que expresaban de esa forma una particular manera de enfrentarse al mundo, con un lugar destacado, por encima de todos, para el gran Pantagruel, ese glotón bondadoso creado por el francés François Rabelais en el Siglo XVI, hijo del también bonachón gigante Gargantúa. Rabelais, a quien pueden ver a la izquierda en un cuadro de la época, era médico y siempre dijo que había escrito los cinco libros que componen esta saga para divertir a sus enfermos incurables y aliviar su melancolía, y que le había sorprendido mucho su éxito. Por cierto, los tres últimos libros narran el viaje que emprende Pantagruel a tierras lejanas, en busca del Oráculo de la Divina Botella, del que espera igualmente que le resuelva sus dudas existenciales, también relacionadas con la muerte.

Si nos vamos al mundo actual, habría que hacer referencia a la película La Grande Bouffe (Marco Ferreri, 1973), en la que cuatro personajes de la clase más alta, gourmets inveterados, deciden reunirse una noche con la intención de suicidarse comiendo. En estos tiempos convulsos, el coronavirus ha sacudido nuestras conciencias desmontando muchas de nuestras rutinas pero, en la era inmediatamente anterior, uno de los mayores síntomas de distinción era ir a uno de esos restaurantes en los que te soplan de 200€ para arriba por cabeza (los más caros están entre 600€ y 700€). Yo he estado en alguno en contadas ocasiones y son lugares en los que se tarda un montón en comer, porque te sacan de diez a doce platos minúsculos, que se van haciendo de rogar y que te los traen con mucha prosapia, bajo una tapa esférica de acero, que un camarero descubre de forma ceremonial, para que el chef te describa los diferentes ingredientes, señalando cada uno con el meñique, gesto invariable que imagino que proviene de las escuelas de alta hostelería.

En contraposición con esto, mi padre, que era la personificación del estoicismo cervantino, cuando ya estaba muy mayor y lo sacábamos los hijos a cenar a un buen restaurante para resarcirle un poquito de todo lo que nos había dado desde niños, invariablemente pedía dos huevos fritos con patatas fritas. Lo pedía así, no decía huevos fritos con patatas, sino que precisaba su pedido de forma gramaticalmente impecable. Ya lo he contado en el blog, pero viene a cuento y lo repito. Entonces le regañábamos: papá, ¿para esto te sacamos a un restaurante caro? Cómete un pescadito o algo más especial. Pero nos contestaba que para él eso era la mayor exquisitez, lo que cenaba siempre y lo que más le apetecía en ese momento. ¿No me vais a invitar? Pues entonces yo pido lo que quiero.

En fin, podríamos acabar aquí este post, pero yo sé que muchos de ustedes están salivando como el perro de Pavlov, a la espera de otra de mis recetas para hacérsela luego en casa y agasajar a su familia o a sus amigos. Así que voy a rematar hablándoles del pesto. El pesto es una salsa para aderezar la pasta, creada en la zona norte de Italia, la más rica de la península, concretamente en la región de Génova (Pesto alla Genovese) y exportada internacionalmente desde hace siglos. Si ustedes quieren degustar un pesto en su casa, la primera solución es comprarlo hecho, es una solución cutre, y no está obviamente tan bueno como el artesanal, pero les puede sacar de un apuro. El de la marca Barilla es el más aceptable.

La palabra pesto viene del vocablo genovés pestare, machacar, o sea que en teoría podría elaborarse con cualquier producto que se ponga en un mortero y se convierta en pasta con la mano del mortero. Pero la receta de marca del pesto alla genovese, exige hacerlo con albahaca, piñones, aceite de oliva virgen, un poco de ajo y queso parmesano rallado. Todo esto se puede hacer en el mortero, pero también con una minipimer o una thermomix, sale igual de bueno y es menos laborioso. El problema con este pesto es que los ingredientes son difíciles de encontrar y caros. La albahaca fresca en cantidad suficiente no la tienen en todos los sitios y no es barata. Y en cuanto a los piñones, pues están por las nubes. Eso ha motivado que surjan alternativas más baratas sobre todo en el sur de Italia, que es más pobre, como por ejemplo el pesto di rucola, una receta que me ha llegado directamente desde lo más profundo de la Puglia.

Para dos personas necesitan un paquete entero de rúcula fresca, un puñado de almendras crudas (más baratas que los piñones), medio diente de ajo (no más, para que no salga demasiado fuerte), aceite de oliva virgen en buena cantidad y queso rallado a gusto (piensen en la cantidad que usarían si se lo echaran en los platos). Todo esto se pone en la minipimer y se consigue una pasta espesa, con un olor delicioso y un aspecto similar al del pesto comprado. Se pone a cocer la pasta con agua abundante y sal, el tiempo que diga el paquete para que esté al dente (yo les sugiero tornillos o fusilli tricolore). Importante: al escurrirlos, reserven una tacita del agua utilizada.

Una vez escurridos los fusilli, se ponen en un bol, fuera del fuego (el pesto no se cocina) y se le echa la salsa. Se dan muchas vueltas, para que se remezcle todo y se sirve en los platos. Pero no se olviden de lo que les digo ahora: es el toque maestro. El pesto que acaban de elaborar es una bomba calórica y nutritiva, un reto para su aparato digestivo. Si usted se pone un plato abundante con la salsa tal cual, es posible que por la tarde necesite un alka-seltzer o un almax. Una solución para esto es ponerse poca cantidad. Pero lo mejor es rebajarlo un poco, con el agua que hemos reservado de la cocción de la pasta. Pero han de hacerlo esto poco a poco, añadiendo una cucharadita, removiendo y observando. Si se pasan y les queda demasiado líquido, entonces ya no mola, porque queda desleído y no está tan bueno. Así que este es el toque de artista: a lo mejor basta una sola cucharada, como mucho dos. Hay un punto en que todavía es pastoso, pero ya no es tan indigesto.

Y un segundo toque de artista: cojan unos tomates cherry, partidos por la mitad, añádanselo a la pasta antes de echarle el pesto y luego denle muchas vueltas con todo. Le da un punto de color y sabor impagable. Yo les recomiendo los tomates cherry-pera del Río Guadalfeo. Son especiales pero los venden en cualquier supermercado. Y, por supuesto, un buen vino blanco de Rueda bien frío. Con esto pueden hacerse una comida estupenda y hasta invitar a una amiga vegetariana que quedará claramente predispuesta a pasar con usted, querido lector, a otro orden de placeres más comprometido (a las vegetarianas se las gana uno por el paladar). Que ustedes se lo coman bien, les dejo con un par de imágenes: la salsa preparada y el plato servido. Un plato perfecto para glotones y exquisitos. Sean felices.




6 comentarios:

  1. De siempre he oído que desde el Miño se llevaban hasta Roma lampreas vivas en depósitos de agua.
    Cuando vivía mi padre solíamos ir a As Neves cuando era la temporada. A él le gustaba mucho a la bordelesa, ese plato que para los no habituales resulta bastante difícil. Se prepara con una salsa hecha con la propia sangre del bicho, que por cierto es muy feo.

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    1. He probado en contadas veces la lamprea y siempre también con mi padre. Es un plato con un regusto a cieno que comprendo que eche para a atrás a muchos. En México (Puerto Escondido) probé la tortuga, que ahora está prohibido pescar. Caguama la dicen allí. Tenía también un regusto a cieno, pero estaba deliciosa. También he comido serpiente (muy parecida al pollo) y chapulines (saltamontes) achicharrados y con diferentes salsas, en Querétaro, aunque son típicos de la cocina de Oaxaca, que también he visitado). Todo eso son exquisiteces para ricos de las diferentes zonas.
      En Azerbaiján, lo típico de los banquetes de los pastores nómadas es matar un carnero allí mismo y, cuando aun palpita, meter la mano en sus entrañas y agarrar un puñado de sus vísceras para comérsela tal cual. Cuando tienen un invitado, lo agasajan así y se decepcionan mucho si el tipo se desmaya, o se pone blanco o pierde la compostura.
      Restos de ese pasado bárbaro que nos une a todos.

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  2. Bueno, yo ya me quedo sin palabras. Este es EL POST. Debería usted repensarse su veto a Twitter, un texto como este podría encontrar miles de lectores agradecidos. Conste que, como Santo Tomás, he ido a comprobar sus informaciones a San Google, porque no salía de mi asombro. Enhorabuena.

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    1. Gracias, hombre, tampoco es para tanto. Mi amiga África, que sabe mucho del mundo antiguo, me ha ayudado con algunos datos sobre Roma. El resto está por ahí en la nube. Sólo hay que buscarlo, relacionarlo y darle una redacción un poco atractiva.

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  3. Me quedo con el garum. El mejor de todos es el de Bolonia, al lado de Algeciras. Los ancestros de Sergio Ramos igual eran alemanes que llegaron a Andalucía con la repoblación de Carlos III, pero él debe tomarlo ahora porque tiene un aspecto saludable.

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    1. Una precisión. En vez de "el mejor de todos es" debería usted decir "el mejor de todos era". Ha habido varios intentos de resucitar el garum, como elemento central de una nueva línea de turismo gastronómico andaluz. Pero todos han fracasado. Nadie quiere meter un solo euro en semejante empresa.
      Supongo que frecuenta o ha frecuentado como yo la playa de Bolonia, ese lugar con un punto mágico en que conviven bañistas clásicos, familias de pic-nic, nudistas y pastores que conducen sus vacas a través de la arena entre los turistas tumbados tomando el sol. Muy cerca hay unas ruinas romanas bien conservadas, de las instalaciones donde se elaboraba el mejor garum gaditanum. Sergio Ramos es un ejemplo extremo de nuestra cultura. Si de pronto se desanimara por alguna putada (no se lo deseo en absoluto) y dejara de hacer ejercicio compulsivamente, se convertiría en un pellejudo, un saco de piel desinflada sin músculos, lleno de tatuajes desvaídos. Ojalá no le pase nunca y siga alimentando los sueños húmedos de muchas señoras, empezando por la suya.

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