sábado, 25 de noviembre de 2017

686. Literatura, impostura, locura

Normalmente, cada vez que se habla de literatura en este blog, es para poner por las nubes algún libro que acabo de leer, algo de una belleza inmarcesible, refulgente, maravillosa. De caerse de culo. A continuación suele venir la recomendación de que lo lean, sugerencia que sé positivamente que muchos de mis lectores siguen. Hoy vamos a cambiar el registro, que ya está bien de tanto mamoneo. El otro día, en el club Billar de Letras, analizamos el libro El suicidio de Saúl, de Carlos Eugenio López, una obra singular, divertida y muy interesante, con una cita de la cual, concluí mi post anterior sobre los dioses del fútbol napolitano y los malos vientos que impiden que el equipo de una pequeña ciudad cercana gane ninguno de sus partidos. Estaba presente el autor, un tipo súper majo, algo más joven que yo, que destila ingenio, sencillez, respeto y brillantez, igual que el ruso Yuri Buida, al que escuché hace no mucho. Cuando me llegó el turno, intervine contando algo que resultó llamativo para mis compañeros (como muchas otras veces), pero que es rigurosamente cierto.

Resulta que, para la sesión anterior, la de octubre, se nos había propuesto la lectura del libro Billar a las Nueve y Media, de Heinrich Böll. Resulta que empecé a leerlo y me atasqué, algo que me ha pasado muy pocas veces en la vida (suelo terminar los libros que empiezo, me he tragado dos veces el Ulises de Joyce y otros tochos similares con cuya lectura he disfrutado mucho). Pero con el Billar a las Nueve y Media, no pude. Se me hizo bola, como me sucedía de pequeño con ciertos filetes, para desesperación de mi madre. Lo intenté de todas las maneras, pero no llegué a terminarme ni un tercio del libro. Böll se me hizo bola. Llegué a pensar que me estaba haciendo viejo. Cuando uno llega a edades como la mía, es un hecho que el tiempo pasa a tener un valor redoblado, que uno no está ya para desperdiciar algo tan valioso como el tiempo, que no hay por qué aguantar los coñazos que nos tragábamos en otros momentos de nuestras vidas.

Tal vez recuerden la frase mítica del protagonista del film La Gran Belleza: “El descubrimiento más consistente que hice cuando cumplí 65 años es que ya no puedo perder tiempo en hacer cosas que no quiero hacer”. Pues yo me ponía con Böll y tenía esa misma sensación. Lo que se cuenta en ese libro me importaba un comino. Era insufrible. Una tortura. Dejarlo fue una liberación. Para colmo, por esos días asistí a la presentación del libro Solenoide, la última obra de Mircea Cartarescu, unos de los dos mejores escritores rumanos vivos (junto con Ana Blandiana), eterno candidato al premio Nobel. En ese acto, que les cuento más abajo, me sentí también totalmente fuera de contexto, cual proverbial pulpo en el siempre socorrido garaje. Entré en crisis. Pensé que la literatura no es mi mundo, que ya no quería leer más cosas nuevas, que no podía perder mi tiempo en banalidades. Les recuerdo que mi padre, cuando ya era muy mayor, dejó de leer otra cosa que no fuera el Quijote. Lo tenía en la mesita de noche y lo repasaba una y otra vez de forma obsesiva. 

El caso es que abandoné la esteril rumia de la bola del libro y me enfrenté al dilema: voy o no voy al club, porque para participar en Billar de Letras hay que hacer el trabajo previo de leerse un libro y yo no lo había hecho. Resolví el asunto de forma un tanto vergonzante; le envié un correo a Ronaldo diciéndole una mentira: que estaba hasta arriba de trabajo y no podía ir. Es cierto que estoy hasta arriba de trabajo, pero no hasta el punto de no poder ir a un club literario (el Billar de Letras no es a las nueve y media sino a las 19.30). Este es mi cuarto año en el club y es la primera vez que falto sin una causa justificada. Me creerán o no, pero pensé en dejarlo después de Navidad. Sin embargo, sucedió que luego empecé a leer el libro de Carlos Eugenio López, y recobré mi fe literaria. Me lo pasé en grande leyendo ese libro. Y, el día del club, lo conté todo. Como un participante en una reunión de alcohólicos anónimos, le confesé a Ronaldo, delante de todos, que le había mentido, que no había faltado por exceso de trabajo, sino porque Böll se me había hecho bola. Y que el libro de Carlos Eugenio me había permitido redimirme como lector y recobrar el placer de la lectura, por lo que le daba las gracias (el autor se reía las tripas con mi proclama, igual que Ronaldo). 

La sesión del club tuvo otra serie de dimes y diretes muy interesantes, con el autor en medio de todos los fuegos, pero yo quiero centrarme ahora en contarles el acto de presentación del libro de Cartarescu. De este señor he leído Lulú, una novela atormentada que relata el vertiginoso descenso a los infiernos interiores de un adolescente y que me gustó bastante. Además, había leído que el tipo hace teatro, había visto fotos suyas como la que tienen al lado (no me digan que no está guapo) y con todo ese conjunto de datos me había hecho mi propia composición de lugar, pensando que me iba a enfrentar a un personaje importante, con autoridad moral y literaria, brillante y seductor, con cosas interesantes que contar, porque además ya saben que la Rumanía de Ceaucescu es un tema recurrente en este blog, en el que tiene hasta etiqueta propia. Convencido de que estaba ante una ocasión única para comprarme el libro de mi ídolo y que me lo dedicara, acudí ilusionado, esperanzado y anhelante, a la librería Rafael Alberti, barrio de Argüelles, Madrid.

Llegué con tiempo y ya el autor estaba por allí firmando libros antes del acto. Y, nada más verle, se me cayó el alma a los pies. Cómo decirlo. Cartarescu es un tipo pequeñito, de aire abatido y ensimismado. Vamos, que no tiene media hostia. Ya sé que el físico no lo es todo, pero el lenguaje gestual revela muchas cosas. Con el pelo corto recién cortado, una camisa de cualquier Saldos Arias de Bucarest y, por encima, una rebeca de punto tal vez tejida por una abuela tan triste como él, la imagen de este hombre estaba muy lejos de lo que yo había imaginado. Cartarescu es pequeño y feo, siniestro, taciturno, soturno, con el aire lóbrego que tienen los vampiros por la mañana. Me dio tan mal rollo que tomé dos decisiones sobre la marcha: no comprar su libro (es un tocho de tamaño natural) y sentarme en la última fila, por si tenía que salir de naja a medio acto, en cumplimiento de la frase de La Gran Belleza.

Y empezó la cosa. Público entregado. Se podía cortar el aire. Cartarescu no habla más que rumano y tenía como intérprete no simultánea a su habitual traductora al español. Enseguida supe que no me había fallado el olfato. El tipo meditaba sus respuestas y hablaba en un susurro, dando margen a la traducción de cada una de sus frases magistrales. Hablaron primero de Solenoide, lo que me sirvió para concluir que este señor siempre escribe el mismo libro. Que vive aislado y sólo cuenta cosas de su infancia y adolescencia, en un entorno de represión familiar y opresión soviética. Preguntas del público. ¿Cómo es su rutina cuando escribe una novela? Respuesta fragmentada en mil frases sucesivas musitadas, apenas audibles. Verán, yo puedo estar un tiempo sin escribir nada, mientras va madurando en mi interior el tema de mi siguiente libro. Y, de pronto, un día tengo una especie de iluminación (sic) y sé que ya está, que puedo empezar a escribir. Entonces me pongo. Escribo siempre a mano, en folios. Y dedico dos horas exactas al día. Luego paro. Antes de empezar, repaso mínimamente mi texto del día anterior, para garantizar la continuidad narrativa, y me pongo a ello. Nunca releo mis textos. Nunca corrijo nada. Lo que sale de mi pluma se queda tal cual. Los folios se van amontonando a un costado de la mesa y una secretaria los mecanografía después, pero yo ya no leo ni la transcripción ni la versión que se edita. El editor puede hacer lo que quiera con el material que yo le entrego.

Increíble ¿verdad? Los que hemos escrito, sabemos que eso, o bien es mentira, o bien traduce un componente místico infumable. O las dos cosas. Más preguntas. En Solenoide (y en Lulú) son clave los sueños, las escenas oníricas. ¿Puede contarnos algo al respecto? Respuesta. Yo soy una persona que sueña mucho. Y llevo, desde los diecisiete años, un registro minucioso de mis sueños. Cada mañana anoto mis sueños de la víspera en un cuaderno que ya tiene varios tomos. Todos los sueños que se cuentan en Solenoide están sacados de ese cuaderno, son auténticos, son sueños que yo he tenido. En este punto me hago yo una pregunta: ¿hay alguna diferencia entre el rollo de este señor y el de, digamos, Paulo Coelho? Me contesto yo mismo: no en el fondo, sí en la forma; Cartarescu escribe muy bien y el otro no. Bien, creo que tendrían bastante con lo que les he contado hasta aquí, pero aun me falta la traca final.

Otra pregunta. ¿Cuáles son sus referentes literarios, los escritores que más admira? Pues son dos. Uno, algo así como Peter Smith, o Alan Wilson (no me quedé con el nombre). Cartarescu levanta por primera vez la mirada, observa al auditorio y constata: no lo conoce nadie, ¿verdad? Bien. Este señor era de Chicago y cada día acudía a su trabajo en un hospital. Su trabajo consistía en limpiar los suelos con una fregona. Nunca hablaba con nadie. No socializaba. Simplemente iba al trabajo y luego se volvía a su casa, cerca del hospital. Hizo eso durante 60 años. Hasta que un día no fue a trabajar. Preocupados, sus compañeros llamaron a la policía, que descerrajó la puerta de su casa. Encontraron al tipo muerto, recostado sobre su mesa de escritorio, con un folio a medio rellenar. Y descubrieron que no tenía cama ni apenas muebles ni cuadros en la pared. En una estantería, se encontraron varios obras manuscritas de este señor. Una de ellas, la novela más larga de la Historia, 30.000 folios. Otras dos más cortas, de unos 20.000 folios cada una. Una editorial las tiene y las sigue analizando años después, sin saber qué hacer con ese material, que algunos han calificado de genial.

Pero eran dos los referentes. La historia del otro es similar. Un nombre desconocido, un rumano que se escondía detrás de un seudónimo de una sola palabra (Woycek o algo así). Con 20 años logró publicar una novela, compuesta de cinco capítulos, cada uno de media cuartilla. Fue saludado como el nuevo genio, el gran renovador de la literatura rumana. En entrevistas le preguntaban por qué no escribía otra cosa y se salía con evasivas. Le ofrecieron apoyo los medios universitarios. Le dieron adelantos las editoriales. Nada. Se suicidó con 40 años. Entraron en su casa y encontraron un baúl lleno de folios escritos. Y pensaron: qué maravilla, el legado secreto del gran Woyceck, lo publicaremos y nos forraremos. Pero los folios contenían únicamente las mismas medias cuartillas de su única obra, repetidas obsesivamente hasta el infinito con su letra atormentada. Cartarescu concluyó: ese es el verdadero compromiso del artista o el escritor. Producir arte es algo doloroso, es un sufrimiento y el verdadero compromiso del artista requiere esa entrega sin condiciones.

Digo yo que sobran los comentarios. Recapitulemos. Seguramente, los dos tipos de que hablaba el escritor llevaron su compromiso con la literatura hasta los mismos bordes de la locura y siguieron adelante. Ambos estaban para que les pusieran una camisa de fuerza. Y no creo que ninguno de ellos se jactara de ello. Los dos debían de sufrir bastante. Cartarescu es un tipo siniestro, misántropo, que tal vez bordea la sociopatía. Pero vende ese tinte siniestro como si fuera la hostia. Se tira el rollo. Juega al malditismo. Se las da de héroe de una lucha titánica con las procelosas fuerzas de la creación literaria, vende su sufrimiento, su heroicidad, su atrevimiento, en una exhibición en la que no es difícil descubrir los lúgubres tintes de la impostura. Y vive del invento, en medio de la veneración de sus lectores. Curiosamente contó, con cara de pena, que no había ido esta vez a presentar su libro a Barcelona, por los motivos que todos sabíamos. Vaya valiente.

Ronaldo me dijo que conmigo eran varias las personas que le habían hablado mal de Cartarescu, que su amiga y admirada Ana Blandiana, la gran dama de las letras rumanas, le tiene por un gilipollas y no se habla con él. En fin, una ventaja que tenemos los mayores es que sabemos detectar la impostura. En mi caso además, sucede que he tenido ante mis ojos a escritores o artistas que estaban locos de verdad. Hablo, por ejemplo, de Michel Houellebecq. O de Leopoldo María Panero, con quien tomé cañas un par de veces en Malasaña, hace una eternidad. Otro día les hablaré de ellos. La locura no es algo divertido. En el mundo actual hay ejemplos estremecedores. Vean por ejemplo el caso de David Nebreda. Es un fotógrafo cuya obra se expone y se vende sobre todo en Francia, como propuesta de arte extremo. Está diagnosticado de esquizofrenia desde los 19 años. Vive encerrado en un piso madrileño, con las persianas bajadas y se dice que no toma su medicación.

Su obra es su propio cuerpo, al que somete a ayunos y agresiones increíbles. Sus fotografías, extraordinarias, son como una especie de exorcismo para expresar todo el mal que le tortura. Se puede ver en ellas la herencia del Caravaggio entre otros. Les dejo un link para quienes quieran saber algo más de este ser sufriente. Sólo para estómagos fuertes. Los impresionables absténganse de abrirlo. Han de pinchar AQUÍ. Este señor no es un impostor. Este señor es auténtico. Este señor, literalmente, se está muriendo y lo va registrando con su cámara, en cuidadas escenografías, que nadie sabe cómo resuelve técnicamente. La locura es una cosa, la impostura otra y la literatura una tercera, que no requiere necesariamente de la primera. Yo estoy totalmente cuerdo y, modestamente, trato de hacer literatura en este blog. Que tengan un buen fin de semana. 

6 comentarios:

  1. De acuerdo con su texto en todo. Hay mucho papanatismo, guiado por los medios de comunicación. Hay mucha gente que se lee cada semana el Babelia para saber qué es lo que le tiene que gustar.
    Le diré también que hace muchos años intenté leer el Billar a las Nueve y Media, después de haberme maravillado con Las Opiniones de un Payaso. Y con el mismo resultado que usted. No pude con él. Y no soy tampoco de abandonar la lectura de libros a la mitad.
    Finalmente, no me extraña que le cayera mal el rumano. Porque usted es como una contrafigura suya. Usted parte de un objetivo muy modesto, divertir al lector, y, a veces (no siempre) alcanza cotas de altura. Enhorabuena.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. En la sesión de Billar de Letras averigüé que muchos de mis colegas habían conseguido a duras penas leerse el libro de Böll y se habían quejado a Ronaldo.
      Su opinión sobre mi blog coincide bastante con la mía propia. Desde el primer día dije que iba a primar la cantidad sobre la calidad. Algunos textos me salen redondos y otros no tanto, para mí que soy bastante autocrítico. Pero intento que en cada uno de ellos, los lectores encuentren datos o informaciones que no tenían antes y que en algún momento del texto se dibuje en sus labios una sonrisa. Eso es bastante para mí.

      Eliminar
  2. Tratas de hacer literatura y lo consigues. No hay más que leer esta entrada. Brillante.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  3. Yo creo que siempre alcanzas cotas de altura. Puede que a veces yo no llegue, pero se que soy yo el que no ha llegado

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias, hombre. No creo que estés nunca a menor altura como lector. Lo que pasa es que yo escribo sobre temas muy variados y no es obligatorio que todos le interesen a todo el mundo.
      Un abrazo para ti también

      Eliminar