lunes, 4 de febrero de 2013

85. Incidente de tráfico II (primera parte)

Mis followers se parten el culo de risa con las aventuras automovilísticas que les cuento, porque saben, por el sentido general de este Blog, que no les voy a abrumar con ningún asunto especialmente dramático, sino que les voy a obsequiar con el relato de mis pequeñas tribulaciones cotidianas, hilarantes de puro ridículas. El lector tiene además la ventaja de que, por mi tono, intuye que todo va a acabar bien, pero a lo largo del incidente yo no tengo esa certidumbre y les juro que a veces las paso canutas. Hecha esta salvedad, les cuento lo que sucedió el jueves.

Debía yo ese día intervenir en el Consejo Territorial del Distrito X, para explicar el proceso de Revisión de Plan General, en el que está inmersa el Área de Urbanismo para la que trabajo. Los Consejos Territoriales son un órgano de participación ciudadana, presidido por el concejal del Distrito y del que forman parte representantes de asociaciones de vecinos y otras entidades de la sociedad civil, así como ciudadanos que lo solicitan a título individual. Se reúnen periódicamente en la Junta de Distrito, en sesiones a veces públicas, para debatir sobre los temas que afectan al distrito. En ocasiones se adoptan acuerdos no vinculantes pero que, si están suscritos por unanimidad, pueden llegar a hacer cierta fuerza.

Estos consejos empezaron celebrándose por la tarde, porque se daba por sentado que los representantes vecinales tenían trabajo y sólo podían venir al salir. Mi experiencia en este tipo de foros me indica que, últimamente, esos esforzados ciudadanos son casi todos jubilados. Sin embargo los consejos se siguen celebrando a las 18.30 por mantener la tradición. Ese día, el concejal de turno viene dispuesto a quedarse discutiendo temas nimios hasta las tantas de la noche y mentalizado para ejercitar largamente la virtud de la paciencia. Cuando hay un invitado que viene a contar un proyecto municipal, como el Plan General, suelen cederle el primer turno. Luego lo invitan amablemente a irse o quedarse según su voluntad. Yo siempre me voy.

El jueves, terminé mi jornada matutina y me fui a casa a echar una cabezadita, de acuerdo con la costumbre de Casares Quiroga (#84). Luego me vestí, me puse mi mejor corbata y me monté en mi viejo coche de matrícula de Barcelona. Me pareció que la calle O’Donnell era un buen camino, prolongado luego por el llamado retúnel (que cruza por debajo del túnel de Doctor Esquerdo). Llevo puesto un disco suavecito de Norah Jones y circulo tranquilo, por el carril de la izquierda, con un tráfico bastante fluido. Una cuesta arriba, un semáforo que se pone rojo y me paro. El coche hace una serie de ruidos menguantes, remata con una especie de eructo y se apaga. En el garaje me había costado un poco encenderlo, pero no esperaba que se parase.

Intentos repetidos de arrancar, todos fallidos. El semáforo se pone verde. Subo el freno de mano, pongo el doble intermitente y me bajo. Coro de bocinas, grandes cabreos, los de detrás intentan salirse a su derecha, los del carril contiguo aceleran para impedírselo, dos casi se dan un golpe, lo normal. Sensación de impotencia. Algo tengo que hacer. Tiro de manual mental: lo primero, ponerse el chaleco amarillo. Me queda un tanto holgado y los faldones se remueven con vida propia, mecidos por el vientecillo serrano. Hace un frío que pela. Lo segundo: armar el triangulo rojo y ponerlo a cierta distancia. Corro por la mediana cuesta abajo entre la indiferencia de los conductores de ambos sentidos, lo sitúo en el suelo y regreso andando.

De manera automática, aparece un móvil en mi mano: nadie se va a parar a ayudarme, no hay ningún peatón y tengo que llamar a pedir socorro. Además, estoy a media hora de que empiece el Consejo Territorial. Llamo a Nicasio, mi mecánico habitual. Nicasio era segurata de la Gerencia y me resultaba muy cómodo: yo le daba las llaves, él se llevaba el coche al taller y me lo devolvía revisado. Ahora que se ha jubilado de segurata, sigo llevando el coche a su taller, porque es mi amigo y nadie me lo deja como él. Lo que pasa es que el taller está nada menos que en Sevilla la Nueva, más allá de Navalcarnero. Me contesta enseguida:

            –¡¡¡Don Emilio, cómo le va, hombre!!!
–Nicasio, joder, que estoy tirado en O’Donnell, en el carril de la izquierda y no me arranca el coche.
–No joda. ¿No se le habrá quedado sin gasolina?
–Qué va. Lo llené ayer. Nicasio, que estoy aquí en el puto medio, con una prisa de la hostia y un chaleco amarillo puesto, coño, me he puesto un chaleco amarillo y no se para nadie a ayudarme.
–A ver, Don Emilio, lo primero, no se ponga nervioso. Dígame una cosa. Cuando intenta arrancarlo, ¿qué ruido hace? ¿Hace: chiquichiquichiquichiquichiquichí? ¿O, por el contrario, hace: uó, uó, uó, uó?
 –¡Joder, Nicasio! Yo creo que hace uououó.
–Entonces no falla: se ha quedado sin batería. Eso se arregla fácil, se la miramos aquí, se la recargamos y, si está muy mal, se le cambia.
–Sí, pero ahora ¿qué cojones hago?
–Hombre, si usted quiere, ahora mismo le mando una grúa, pero ya le digo que no va a llegar antes de una hora. Si tiene tanta prisa… ¿Usted no es de la Mutua? Llámeles al teléfono de emergencias. Ellos se la van a mandar antes, la grúa.

En fin. Llamo a la Mutua. Tengo que repetir dos veces los datos, DNI, número de póliza y la Biblia en verso. Total, para decirme que todas las grúas están ocupadas. No pueden mandarme una antes de hora y media. Deben de ser los recortes. Veinte minutos para la hora del Consejo. Tengo un teléfono de contacto de la Junta y se me ocurre llamarles. Mano de santo. Que no me preocupe, que enseguida me mandan al chofer de la Concejala. Estupendo, pero tendría que intentar quitar el coche de en medio. Por la acera baja un grupo numeroso de chavales de estética punky, pendientes diversos en orejas y cejas, aretes colgándoles de las narices como mocos, perillas, tatuajes, pantalones ajustados, chupas de cuero, cigarrillos encendidos, andares canallas. Una pandilla suburbial que viene andando al centro a pasar la tarde-noche del jueves.

Les pregunto a voces que si me ayudan. Se apuntan de manera entusiasta y con una coordinación sorprendente. Dos de ellos paran el tráfico con decisión, otros tres se arremangan para empujar el coche y el que parece ser el líder del grupo me dice: –Usted, póngase al volante, jefe, que no tardamos ná en arrimarlo a un lado. La maniobra es rápida, pero se escucha un tímido bocinazo que proviene de un Audi conducido por un tipo con melenita, jersey sobre los hombros y gafas de sol sobre el pelo claro. El líder se va a por él y lo pone verde: –¡¡QUÉ TE PASA A TI, MAMÓN!! ¿QUIEJ’ QUE TE BAJE DEL COCHE Y TE MANDE ANDANDO DE VUELTA, GILIPOLLAS?

La celeridad del grupo me hace pensar que no es la primera vez que cortan el tráfico en alguna algarada callejera. Con el coche aparcado en el arcén, les doy las gracias. El líder me contesta: “No hay por qué darlas, jefe, pa’ eso estamos loj’colegas, a mi viejo le pasó lo mismo el otro día y no se paró ni Dios en una hora”. Los chavales siguen su camino, dándose empujones y palmadas en la espalda, en medio de grandes voces, del estilo “TÚ, NO TE LIMPIES EN MI CHUPA, TÍO CERDO”. 

El coche oficial de la Junta llega enseguida y aparca detrás del mío. El conductor se baja y me mira muy serio. Su rostro me suena vagamente. Entonces, su cara se abre en una sonrisa de medio lado y dice: “Qué pasa, Don Emilio, ¿que ya no conoce usted a los amigos?”. Ahora sí lo he reconocido, un segundo antes de fundirme en un abrazo con él. Han pasado muchos años, pero ¿cómo olvidar al bueno de Isaías, al que sus compañeros apodaban El Metralleta? La continuación de la historia en el post siguiente.

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