martes, 24 de mayo de 2022

1.140. Exile on Escosura St

Ya estoy por fin instalado en mi casa de acogida en la calle Escosura. Mis amigos África y Boni han tenido la amabilidad de darme alojamiento en estos días en que me he quedado sin casa, por estar la mía desmantelada y llena de pintores, por ahora, y muy pronto de acuchilladores, perdón, parquetistas, un respeto, que no es lo mismo. Estoy aquí estupendamente atendido por mis anfitriones, ayudados por sus dos hijos, que son cariñosos, educados y tranquilos y eso me hace sentirme en una especie de balsa de paz y tranquilidad, que sucede en mi vida a ese período de alto estrés que les anticipé cuando les anuncié mi programa del mes de mayo, compuesto por la preparación e impartición de tres bolos sucesivos en inglés de bastante compromiso y dificultad, un viaje exprés a Coruña con mi hijo Kike y los trabajos de recoger toda la casa para permitir que entraran los pintores que, para colmo, adelantaron su llegada dos días, como ya les conté. 

Ese estrés me ha llevado a espaciar mis posts de forma infrecuente, incluso a saltarme algunas jornadas de running, pero se evidencia también en otro efecto que no me esperaba y que les cuento. Escribiendo el post anterior, proclamé que, en cuanto lo terminase y publicase, me afeitaría y ducharía para llegar bien aseado a mi cita en Ciudad Real. Para ello, los pintores tuvieron que despejarme un caminito hasta la ducha, que se había quedado detrás del montón de muebles que atestan mi cuarto de baño. Ya duchado, se me ocurrió comprobar mi peso en canal, o en pelotas, como lo prefieran. Tengo una báscula de baño estupenda, que ya había guardado, pero era posible rescatarla sin hacer mucho estropicio en la montaña de muebles. La extraje de su escondite, la puse en el suelo y me subí encima. Marcaba 72,5 kilos y llegué a la conclusión de que se había estropeado o desconfigurado por guardarla sin mayores cuidados: la anterior vez que me había pesado, marcaba 75, mi peso habitual de los últimos años, desde el principio de la pandemia.

Pero luego, ya instalado en casa de África, vi que tienen también una báscula de baño. La usé y, para mi sorpresa, marcaba más o menos lo mismo: 72,8. Boni me aseguró que su báscula es de alta precisión y no se desvía ni medio gramo. O sea, que en estos avatares del mes de mayo he perdido dos kilos y medio. Quién lo diría. La gente que me conoce piensa que soy tranquilo, que no me inmuto, incluso que me gusta este tipo de sobrepresión. Pero hay que pensar que tengo 71 años y que mis reservas de energía no son como las que podía tener a los 30 o los 40. En fin, por retomar el relato en donde lo dejé el otro día, les diré que salí por última vez de mi casa con mis dos maletas, una de las cuales la dejé en mi coche aparcado, donde ya estaban la guitarra y las dos almohadas que debía cargar para mi aventura de trashumante. Con la maleta más pequeña, me dirigí a la estación de Atocha a coger el AVE a Ciudad Real.

El tren salió con un retraso próximo a los tres cuartos de hora, del que no recuperó nada en el trayecto. Ya llegando, una chica enterada dijo a todo el mundo que podíamos reclamar el coste del billete, a partir de 24 horas de la llegada y durante 90 días. La verdad es que por 22€ que me costó la ida con la tarjeta dorada (17 la vuelta en sábado) no sé si me merece la pena, pero tal vez lo intente. Allí me esperaba mi amigo Rafa, apenas con tiempo para llegar a la hora a la terraza del Bar de los Calamares. La verdad es que lo pasamos bien, parece que este año ya no nos da tiempo a organizar ningún viaje como los anteriores, pero nos prometimos hacer algo para 2023, y se habló bastante de la zona sur de Etiopía, por algo será. El viernes caí en la cama rendido y dormí como un tronco a pesar de los cantos de los gallos de madrugada y el croar de las ranas con el día ya amanecido.

El sábado, Rafa me llevó al tren y esta vez el viaje fue puntual. Salí de la estación de Atocha, llevé mi maleta al coche aparcado y subí un momento a ver cómo iban los pintores. Después caminé media hora hasta la puerta del restaurante La Llorería, donde había quedado con mi hijo Lucas y una amiga suya alemana a la que no conocía, que estaba de camino hacia Valencia. He hablado del restaurante La Llorería en posts anteriores y es ya hora de que les cuente de qué va este lugar. Se trata del restaurante que ha montado José, el hijo pequeño de mi amigo Joe, mi hermano mexicano. José dijo siempre que se quería dedicar a la alta cocina. Estudió en la escuela de la Casa de Campo, que es muy buena, y luego hizo estancias con Arzak y otros portentos. Y, después de trabajar durante diez años como jefe de cocina en una serie de restaurantes de primera línea, ha querido ahora montar un pequeño negocio en el que, en sus propias palabras, “se coma al nivel de este tipo de restaurantes de primera línea, pero a precios asequibles, de forma que puedan ir sus amigos, sus padres y los amigos de sus padres”. Pueden encontrar la reseña de El País pinchando AQUÍ.

El lugar es pequeño pero está teniendo un éxito fulgurante, porque realmente es diferente de cualquier otro. José tiene una socia y entre ambos atienden todo con un ayudante eventual. Bastará decir que yo ya he ido cuatro veces en el mes escaso que lleva abierto. Así que, si viven en Madrid, o se les ocurre venir por aquí, es una recomendación a tener muy en cuenta. Este sábado comí con Lucas y su amiga alemana que se llama Patri y es muy simpática. Lucas le había hablado de mí como de un experto en historia de la ciudad y la chica, que hizo un Erasmus de seis meses en Madrid, estaba muy interesada en conocer detalles de la época árabe fundacional de la ciudad. Así que tuvimos tema suficiente. Les propuse visitar el museo de San Isidro, que ella no conocía, a pesar de haber vivido seis meses prácticamente al lado. Y nos aprestamos a ir caminando hasta allí. Pero antes, la chica quiso hacerse una foto conmigo a la puerta del restaurante. Aquí pueden verla.  


De vuelta del Museo de San Isidro, los chicos propusieron tomar algo en el bar Sala X, pero yo opté por dejarlos a su bola, porque me quedaba una cosa más que hacer en la tarde/noche del sábado. Así que bajé por la calle Atocha hasta mi garaje, cogí el coche y me fui hasta mi nuevo refugio en Escosura street. Los hijos de África me ayudaron a descargar y luego llevé el coche a su plaza de garaje de residentes. De vuelta a la casa, hicimos una parada para que yo comprara un pack de birras Estrella Galicia, una vez que los chicos me informaron de que en su casa no había. Tras cenar cualquier cosa me fui a la cama y dormí otra vez como un bendito. Y el domingo por la mañana me levanté directo a cumplir con mi último cometido de esta locura: coger el coche de nuevo y llevarlo otra vez a mi propia plaza junto al Museo Reina Sofía, para dejar libre la otra y que pudieran aparcar allí su coche mis anfitriones, cuando volvieran del pueblo. Llevé pues el coche a mi garaje, subí un momento a casa a ver cómo iban los trabajos y, satisfecho, bajé de nuevo a la calle.

Era domingo, en torno a las doce del mediodía, hacía una mañana muy agradable, ligeramente más fresca que los días anteriores, y de inmediato sentí una sensación extraña. Es que, de pronto, tras más de un mes de agobios, me encontraba sin nada que hacer. Y les juro que es una sensación impagable, porque las cosas nunca se valoran tanto como cuando se han perdido. Así que, en medio de ese sentimiento como de una cierta irrealidad, eché a andar sin un rumbo predeterminado, a donde mis pies me llevaran. Y mis pies me hicieron cruzar la mitad del Paseo del Prado para incorporarme a la otra mitad, que los domingos por la mañana se corta al tráfico y se llena de paseantes, corredores, patinadores y ciclistas, que se apoderan del espacio normalmente reservado al automóvil privado, mostrando durante unas horas lo que podría ser esta ciudad con una política de movilidad que realmente mereciera tal nombre.

Mis pasos continuaron por la Cuesta de Moyano arriba, por entre los puestos de los libreros, y luego hasta la glorieta del Ángel Caído, en donde ya tomé una diagonal para deambular un rato por el jardín japonés con sus arroyos y sus puentes de madera, llegar al Palacio de Cristal, en donde entré brevemente para ver una exposición que no entendí, y luego hacia el paseo de coches, donde está ya preparada la Feria del Libro que se inaugurará un día de estos. Encontré un banco a la sombra y estuve un rato leyendo cosas en el móvil. Se acercaba la hora de comer y quise poner un colofón adecuado a este espacio/tiempo de libertad, comiendo en un restaurante al otro lado del Retiro, por la zona de Ibiza/Sainz de Baranda. Es el barrio que sus habitante suelen llamar La Salamanquilla, porque es menos lujoso y pijo que el de Salamanca propiamente dicho.

Tengo dos amigas que viven en este trozo de la ciudad y le escribí un Whatsapp a una de ellas para que me dijera nombres de tabernas con un orden de prioridad. Mi querida amiga Cr. me indicó en primer lugar el Taberna y Media, en Lope de Rueda ya cerca de O’Donnell. Me acerqué y tenían un sitio libre hasta las 15.00. Comí como un rey, media de ensaladilla de la casa y unas cocochas de bacalao al pil pil extraordinarias, todo ello regado con un verdejo de Rueda bien fresquito. Me atendió un camarero latinoamericano muy eficiente y amable. Entre uno y otro plato le propuse un juego: a que era capaz de adivinar de dónde era, por su acento. Acerté a la primera: cubano. Le dije que tenía buenos amigos cubanos, como el escritor Ronaldo Menéndez, y me pareció que no se sentía demasiado cómodo, así que no seguí por esa línea. Al final, le propuse a cambio un juego inverso: que él adivinara mi edad, prometiéndole que no me enfadaría aunque me dijera que 90 años. Me estudió con ojo crítico y dijo: 65. Cuando le confesé la de verdad, su sorpresa fue auténtica, así que le dejé una buena propina.

Caminé después hasta Escosura, aprovechando la tarde más fresca después de los días de bochorno. Me eché una pequeña siesta y salí de nuevo a la calle, esta vez para coger el Metro a Atocha. Tenía allí una cita con mi hijo, que acababa de dejar a su amiga en la estación. Nos tomamos una tónica y luego salimos en el coche al aeropuerto, para que cogiera su vuelo de vuelta a París. Dormiría en casa de su hermano y el lunes se iría a Lille en el primer tren, para incorporarse directamente al trabajo. Volví a dejar el coche en el garaje y cogí el Metro de vuelta. Mis anfitriones ya habían llegado y tuve mi primera cena en familia. Ayer lunes fui normalmente a mi clase de yoga y esta mañana he tenido mi clase de inglés on line con Ed. Y aquí me tienen, como un niño de acogida veterano, maravillosamente atendido, por África, Boni y sus hijos, de los que ya he dicho que son cariñosos, educados y tranquilos.

Como África es lectora habitual del blog y frecuente comentarista, algunos de ustedes pensarán que escribo esto para hacerles la pelota, a ella y a su familia. Pero no lo escribo por eso, sino simplemente porque es verdad. Y he dejado para el último lugar a los gatos: Ulises y Mina. Estos dos preciosos animales son también cariñosos, educados y tranquilos. Mina me observó nada más llegar con sus ojos felinos dignos de Michelle Pfeiffer y decidió al instante que yo era uno más de la casa. Desde entonces se mueve en torno a mí con total familiaridad, como los gatos hacen sólo con la gente que conocen desde hace tiempo. Ulises es algo más tímido, pero ya se va acostumbrando a mi presencia. Y ambos me permiten cogerlos en alto y darles besos y achuchones sin mayores apuros.   

Creo que es justo que añada que este mío es un exilio muy raro. Porque mis anfitriones me están haciendo sentir en familia, o sea que mis sentimientos son como si estuviera en un hogar de verdad, no como en mi casa de Atocha en la que vivo solo, aunque estoy contentísimo. Es decir, que se trata de una especie de exilio inverso, o a la viceversa, que yo tengo aquí en Escosura un verdadero hogar aunque sea por unas pocas semanas y que el auténtico exilio es el que estaba viviendo hasta ahora y al que me reincorporaré en cuanto me acondicionen la casa. Tal vez entonces me haga también con un gato, para que me haga compañía y me ayude a sentirme yo también en un hogar. De momento es sólo una idea, pero no lo descarten. A menos que encontrase una compañera que quisiera, cuando menos, hacer las cucharitas por las noches.

Por lo demás, ayer al levantarme me encontré con un correo de Samantha Fish en persona. Me confirmaba su programación de conciertos en la que, como yo me presumía, ha incluido una serie de bolos extra para no limitar su minigira europea a Cazorla y Rumanía. Parece que tocará en el Cazorleans el primer día del festival, luego tiene un par de fechas en Canarias, después salta a Odense (Dinamarca), Estonia, Italia, Rumanía y vuelta a España para tocar en días consecutivos en Jerez de la Frontera y Pontevedra, antes de reanudar su gira por USA. Me extrañó que Er Dani no hubiera dicho nada de esto en Facebook y pensé que es que no se había enterado todavía. Así que le pasé el soplo por Whatsapp. Me contestó que, efectivamente no sabía nada, y que estaba flipando en colores: después de haber tocado una sola vez en España, en Hondarribia 2012, Sam se descolgaba ahora con cinco fechas en nuestro país y una de ellas a 15 kms de su casa.

Le dije que me pensaría si acercarme a Jerez a finales de julio para escucharla otra vez en su compañía, aunque le planteé la cuestión de si no sería una especie de empacho verla tantas veces (luego asistiré a su concierto de París en noviembre). Con su acento más genuino de El Puerto, me respondió: Kiyo, no te equivoque’, que de esta vamo’ a zalir tú y yo mehore’ perzona’. Aunque parece que él pidió la devolución del dinero de las entradas de París, asi que no estará en el Bataclán. Por lo demás, Sam anda estos días por Los Ángeles y eso le ha permitido acercarse a ver el concierto que daba Sheryl Crow el otro día. Ya saben que, como ella ha contado, con 12 años su padre la llevó a ver un concierto de Sheryl en Kansas City. Se quedó tan alucinada que decidió dejar la batería, cambiarse a la guitarra y trabajar para ser una gran estrella como ella.

También saben que Sam es muy mitómana, así que le pidió a su adorada Sheryl un selfie. Abajo pueden verlo. También se dio una vuelta por el Paseo Marítimo de Santa Mónica, incluyendo la playa de Venice (que yo recorrí cuando estuve en LA y luego describí en el post correspondiente). Allí, encontró una nueva heladería presidida por una imagen muy al estilo Marilyn. Así que ni corta ni perezosa, corrió a vestirse y maquillarse a juego con la tienda y esa es la segunda de las dos imágenes que les dejo como despedida. Sean buenos, como de costumbre.



     


4 comentarios:

  1. La foto de Sam con Sheryl fue a petición de la primera, claramente. Pero la suya con la jovencita alemana, ¿de quién fue idea? No nos mienta.

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    1. Es usted un malpensado. La chica quiso hacerse una foto con el padre enrrollado de su amigo. Otra cosa es que no me tuvo que insistir para ello.

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  2. Los cubanos, además del acento característico, tienen un acusado sentido comercial, aguzado por las necesidades que llevan sufriendo décadas. Seguramente el tipo le estudió y pensó: este quiere que le diga una edad menor que la que aparenta, para sentirse mejor. Y consiguió lo que pretendía: una buena propina. No se lo digo por desanimarle en cuanto a su juvenil apariencia arrasadora...

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    1. Otro malpensado. En este caso, tal vez tenga razón. A mí me pareció sincero, pero nunca he sido muy vivo para identificar a los que me hacen la pelota interesadamente.

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