martes, 1 de junio de 2021

1.056. Burla, burlando al torno (presuntamente)

Esto de la pandemia nos ha cambiado totalmente la perspectiva y resulta que, de pronto, ya estamos otra vez en junio y hay que hacer la declaración de Hacienda, cuando en mi mente tengo la sensación de que acabo de hacer la del año pasado. El tiempo pasa deprisa y despacio a la vez, como sentenció mi amiga y flamante recién casada Tantri. A mí, por ejemplo, esto de la pandemia me ha ayudado a superar el trance de la jubilación de una forma más gradual y como en segundo plano, fuera de foco. En medio de una circunstancia tan tremenda como una epidemia mundial con tres millones y medio de muertos, lo de jubilarse pasa a ser una especie de minucia, una insignificancia, una futesa. Y así la estoy viviendo yo, como algo mucho menos decisivo, una simple transición de una situación buena a otra aún mejor.

Con la pauta de vacunación completa, empiezo ya a maquinar mis primeras salidas fuera de Madrid, que me servirán para certificar que por fin estamos saliendo del túnel en el que hemos vivido año y medio. Como se ha dicho en el blog, en general los mayores hemos pasado el trago anímico mucho mejor que los jóvenes; por eso se montaron botellones gigantes en cuanto se pudo, al grito de Libertad-libertad-libertad, porque los chavales estaban hasta los huevos del encierro y necesitaban liberar esa presión. Los mayores estábamos de entrada más expuestos a la enfermedad y sus versiones más graves, pero a la vez ya venimos bregados de muchas situaciones agobiantes y hasta claustrofóbicas que nos tocó sufrir en el pasado, desde los últimos años de franquismo, hasta toda clase de vicisitudes posteriores. Esa veteranía ayuda bastante en situaciones de emergencia como la que hemos vivido (y lo que nos queda).

Por ejemplo, ya les he hablado del funesto trienio negro que me tocó vivir durante el mandato de Mrs. Bottle en el Ayuntamiento, una Mrs. Bottle contra la que no tengo nada, excepto el hecho de que dejara el urbanismo de Madrid en manos de una señora incompetente, ignorante, maleducada, y encima con miedo escénico. Ya he contado que, en los casi 40 años de mi desempeño municipal, es la única responsable de urbanismo que no pasó a saludar a los funcionarios uno a uno. Nada de eso: se encerró en su despacho de la última planta y no le vimos más el pelo. Tampoco cambió a los altos cargos de su predecesora, en el fondo le importaba un rábano quiénes fueran, total ella no iba a hacer nada de cosecha propia.

Con una excepción: la carcelera nazi que se trajo para que cuidara de que cumpliéramos el horario, al parecer lo único que le preocupaba. El horario estaba mal diseñado de antes; nosotros teníamos que cumplir un número de horas concreto al día, que se había establecido por los convenios de los años anteriores. En esos años previos se instalaron unos tornos que medían exactamente a qué hora entraba y salía cada uno, de forma que se pudiera computar a final de mes si había cumplido o no el número de horas estipulado. A mí no me parecía mal, era justo, aunque pudiera fastidiar. Ese control horario era administrado con generosidad por la gente de recursos humanos, de modo que, si un mes no cumplías por poco, no pasaba nada. Y los que no éramos muy madrugadores, podíamos quedarnos hasta las 18.00 para compensar, de modo que la cosa era llevadera.

Empezó a joderse el sistema cuando el a la sazón alcalde, señor Gallardón, se quiso hacer el moderno en asuntos medioambientales y de conciliación y dio la orden terminante de que el trabajo municipal se parara a las 17.00. Resultado: los tornos se programaron para que el tiempo trabajado a partir de esa hora dejara de ser computable. También se empezaron a apagar todas las luces a las cinco, pero eso duró poco. La gente se seguía quedando después de la hora límite por necesidades del trabajo. Y ese tiempo extra ya no te lo contaban, pero daba igual: los de recursos humanos sabían quiénes éramos los que hacíamos nuestro trabajo sin fijarnos en el reloj de fichar y hacían la vista gorda si no nos ajustábamos a las horas pactadas. No hace falta que les diga que la mera presencia física no garantiza un rendimiento laboral adecuado; uno puede cumplir estrictamente el horario y pasarse el día leyendo el periódico, o jugando al solitario en el ordenador.

Pero aún hubo otra vuelta de tuerca al tema antes del comienzo del trienio negro. Con motivo de la crisis económica de 2008, el señor Rajoy nos bajó el sueldo, nos quitó los moscosos y nos aumentó las horas de trabajo de 35 semanales a 40, todo eso con el único propósito de presumir de gobernante duro ante los organismos económicos de Bruselas para que no nos rescataran. Con esas cinco horas extra semanales, ya era imposible cumplir el horario, salvo dándose el madrugón. En cuanto te retrasaras un día, por un pequeño atasco o un fallo en el Metro, acumulabas un déficit de horas trabajadas que ya era imposible de recuperar. Pero las cosas siguieron rulando, porque los que controlaban el sistema eran compañeros nuestros que lo aplicaban con cabeza y con la flexibilidad que hiciera falta.

Hasta que llegó la carcelera y dijo que, si el sistema estaba mal calibrado no era culpa suya, que ella era la responsable de aplicarlo y sabía cómo se hacían estas cosas. Entonces se convirtió en un horror, en el que llamaban a la gente por diferencias de 15 minutos mensuales y les echaban unas broncas monumentales a voz en grito, que incluían amenazas de descuentos en el sueldo. Ya les he contado cómo ese régimen en el que se me obligaba a unas determinadas horas de presencia física, sin tener cómo llenarlas (entre otras cosas porque esta señora, la jefa de la carcelera, tuvo a bien cesarme de mi puesto de Subdirector General y desterrarme al exilio interior), estuvo en el origen de que empezase a escribir un blog. Algo tenía que hacer. Por mis actividades actuales, pueden ver ustedes que yo no puedo estar quieto. Y, cuando la realidad se pone de nalgas, el recurso a la ficción ayuda bastante

En esos años fue cuando representé al Ayuntamiento en dos congresos en el extranjero: Querétaro, a gastos pagos en destino y usando días de mis vacaciones y Nueva York, en las mismas circunstancias, pero pagándome yo personalmente una parte de los gastos, lo que me abrió la mente a embarcarme en viajes como el de Lepzig, Erfürt y Dresde a contar el Madrid Río en sus tres universidades corriendo con todos los gastos del viaje, y algún otro desplazamiento a mi costa, que ya ni recuerdo. Y una cosa que nunca le perdonaré a estas señoras: Madrid se perdió de presentar el Madrid Río a los Premios Europeos de Urbanismo, porque no me aprobaron los 1.000 euros que costaba la inscripción. Un premio que teníamos ganado.

Pero volvamos al cumplimiento del horario y los tornos. Como se imaginarán, en ese tiempo era imposible pedir un permiso para hacer una gestión bancaria, o acudir a una consulta médica. Tenías salidas posibles para fumar (5 minutos) y tomar un café (30 minutos), que se marcaban con un código específico en el torno. Nada más. Comprenderán que personas como algunos de nosotros, que teníamos carreras universitarias, que llevábamos mucho tiempo sirviendo al Ayuntamiento desde puestos técnicos de peso dejándonos la piel y haciendo más horas de las que se nos pedían, no podíamos quedarnos parados ante ese atropello. Así que mi amigo X y yo nos pusimos a trabajar para diseñar un sistema que nos permitiera burlar los malditos tornos. Aquí estamos entrando en ese terreno literario en el que las diferencias entre la realidad y la ficción se difuminan.

Le he pedido permiso a mi amigo, que está ya jubilado como yo, para citarlo por su apodo habitual en el blog y me ha dicho que lo que yo quiera, total, casi nadie sabe quién es mi amigo X, uno de los seguidores más conspicuos de este foro y ciertamente un alma gemela a quien quiero mucho. Por favor, quédense con una idea clave: todo lo que les voy a contar a partir de ahora puede ser imaginario. O no. Digamos que sucedió presuntamente como se indica en el título del post y, como toda historia que se mueve en el difuso terreno entre la realidad y la ficción, la voy a incluir en la etiqueta Relatos, no vaya a ser el demonio que lo lea quien no debe, lo entienda mal y nos busquemos un lío. Antes de la llegada de la carcelera nazi, algunos colegas habían usado tretas sencillas, como por ejemplo, pasar dos de una vez en una vuelta del torno. Si quien pasaba delante era una chica de buen ver, el de detrás de paso aprovechaba la ocasión para arrimar cebolleta, todo hay que decirlo. Pero ese truco lo pillaron rápido y, para evitarlo, instalaron cámaras de vigilancia en todas las baterías de tornos, lo que acentuó la sensación de agobio y claustrofobia.

La técnica que diseñamos mi amigo y yo se basaba en que los tornos, como cualquier artilugio mecánico, son tontos. Y averiguamos que no discriminaban las entradas de las salidas. Cada paso de torno era una incidencia neutra para el sistema, de modo que al final del día cada funcionario tenía que tener un número par de pasos de torno tras sus eventuales entradas y salidas a fumar o tomar café. Comprobamos esta circunstancia con una actividad casi de guerrilla. Mientras X tapaba la cámara con un panel, yo salté por encima del torno. Al día siguiente me llamaron a capítulo porque, llegada la hora final del día, mi cuadro de control de horario mostraba un número impar de fichajes, el sistema dio la alarma y pensaron que me había quedado dentro. Incluso me estuvieron buscando despacho por despacho, pensando que me había muerto y nadie se había dado cuenta. Puse cara de inocente, dije que seguramente se trataba de un fallo del sistema y se lo tragaron.

Hecha esa comprobación, diseñamos el procedimiento. Tuvimos que hacer unos gráficos con muchas flechas. Y luego aprendérnoslo, porque la cosa era difícil y teníamos que fingir serenidad delante de las cámaras, para no dar el cante. Cualquier mínimo fallo nos podía poner ante el paredón virtual de la carcelera. He de decir que usamos este truco con mucha moderación, sólo en las ocasiones en que alguno de los dos tenía que ir al notario o a visitar a un familiar enfermo, por ejemplo. Y ni una sola vez nos falló, llegamos a ser unos especialistas avezados. El sistema que ideamos exigía que uno de los dos fuera el jefe y el otro el pringao, papeles que representábamos alternativamente en las diferentes ocasiones en que lo pusimos en práctica. Y voy a contar en detalle cómo lo hacíamos, en forma de relato. En esta ocasión, el pringao voy a ser yo, y el jefe mi amigo.

Día XX del mes XX de 2014, por citar un año del trienio comentado. Mi amigo y yo hemos acordado burlar hoy el sistema, para facilitar que él se pueda ir a El Escorial, donde ha de hacer unas gestiones de mañana y tarde. Ambos tenemos despachos abiertos en la misma planta, en paredes opuestas, en realidad chiqueros delimitados por muebles bajos laterales, en continuidad con el gran espacio central en donde están todas las secretarias y la mayoría de los técnicos. Así que hay que hacerlo todo con una naturalidad exquisita. Esta mañana, ambos hemos llegado en nuestros coches, que tenemos ahora aparcados en el garaje, en la planta menos dos, en cuyos tornos hemos fichado la entrada. Luego nos hemos cruzado un par de veces, disimulando, hasta que llegue nuestro momento.

Las diez de la mañana es una buena hora, ya no llega nadie retrasado y todavía no ha empezado a salir la gente a su café de media mañana. Entonces, me pongo en marcha y el cronómetro empieza a correr. Me acerco al despacho de X y ambos fingimos despachar un asunto de trabajo. En un momento dado, él me da un documento para que lo consulte. Debajo de ese documento va su tarjeta de fichar, que agarro disimuladamente y me guardo en un bolsillo; es un gesto que hemos ensayado muchas veces. Con las dos tarjetas en mi poder, vuelvo a mi despacho-chiquero, donde recojo un poco, apago el ordenador, ordeno papeles. Entonces me voy, tomo el ascensor y bajo a la planta menos dos. Salgo fichando con mi tarjeta, como que voy a fumar. Me subo a mi coche y salgo saludando al vigilante de la puerta. Callejeo hasta llegar al lugar convenido, donde dejo el coche en doble fila pero sin cerrar a nadie.

Regreso caminando tranquilamente al edificio, entro por la puerta principal y ficho con la tarjeta de mi amigo, como que él saliera a fumar cinco minutos. ¿Lo pillan? En este momento ya hemos burlado al sistema. Los dos estamos dentro, pero el sistema cree que estamos fuera. Subo a mi planta, paso un momento por mi despacho y me dirijo al de mi amigo con una carpeta. Debajo va su tarjeta, que le devuelvo. Un rato después, a una señal, nos ponemos ambos en marcha. Mi amigo baja al garaje y ficha como si volviera de sus cinco minutos de fumar. Coge su coche y sale a buscar el mío en doble fila. Yo salgo por la puerta, ficho con mi tarjeta y echo a caminar hacia los coches. Ahora, para el sistema estamos los dos dentro, pero la realidad es que estamos fuera.

En los coches, mi amigo me hace entrega de su tarjeta de nuevo y se va a sus asuntos. Como es el jefe, ya no tiene que volver hasta mañana. Yo, que soy el pringao, me llevo las dos tarjetas y me voy a mi casa. Por la tarde, he de volver al edificio, cerca de las 17.00, hora en que se desactivan los tornos. Dejo el coche aparcado por allí cerca, entro fichando con una tarjeta, subo a mi despacho, bajo por otra escalera y al salir ficho con la otra tarjeta. Ya estamos otra vez coordinados el sistema y la realidad. Pero, a efectos de cómputo, ambos hemos salido a fumar sendos pitillos a media mañana y luego nos hemos quedado trabajando hasta las cinco de la tarde, sin salir ni para comer. Con eso, hemos acumulado un montón de tiempo para compensar eventuales déficits en el mes en curso.

Como ven, es un truco que bebe su esencia de los robos a bancos de las grandes películas negras de la historia del cine. Un solo fallo de concentración y nos hubieran descubierto. Pero la cosa debía completarse al día siguiente. Porque yo me había ido a mi casa con las dos tarjetas. Debíamos quedar a primera hora en un punto discreto para que le entregara su tarjeta a mi amigo y pudiéramos entrar los dos correctamente. A media mañana, solíamos comprobar el cuadro revisado de cumplimiento del horario. Cuando te pillaban en un renuncio, todas las cifras se ponían en un rojo furibundo, que denunciaba incumplimientos de varias horas. Pero, con nuestro truco, nunca sucedió. Todas las veces nos salió perfecto. Las filmaciones de las cámaras las revisaban los de la contrata de seguridad, que no observaban nada raro en nuestras conductas naturales y desenvueltas. 

Dicen que el criminal nunca gana. Es mentira. Más cierto es que el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón. Quien se las ingenia para burlar un sistema represor, absurdo y agobiante, tiene la redención concedida. Como dije, las primeras veces lo hicimos por necesidad, porque debíamos hacer alguna gestión que no se nos permitía incluir en nuestras salidas legales. Al final, acabamos haciéndolo porque era algo divertido y estimulante, una actividad de riesgo que nos obligaba a estar súper atentos y cuya finalización con éxito nos hacía sentirnos muy bien. Burlar al torno era una forma más de sentirnos vivos en un entorno tan deprimente. Mi amigo y yo conseguimos, pues, hacer de la necesidad virtud.

Está claro que un post como este se merece terminar con un vídeo de Samantha Fish, una mujer que sale de todas las situaciones difíciles haciendo de la necesidad virtud. La hemos visto en apuros, como cuando se le desconectó el sistema y siguió bailando al ritmo de sus músicos hasta que le hicieron una chapuza que le permitió cantar una canción y luego se tiró ella misma al suelo para arreglarlo todo bien. También en otra en que se le desconecta la guitarra y lo arregla dando un tirón hacia arriba y comentando Oh, shit. Mi amigo Alfred se sorprende del rejo (hermosa palabra cervantina) que acredita esta mujer. En el vídeo que van a ver, está tocando su cigar box guitar, ayudándose con el bottleneck, ese cilindro metálico que se inserta en el dedo anular de la mano izquierda. 

Pero, después de cantar las primeras estrofas, esa energía que tiene en el cuerpo le hace subrayar una nota ya cerca del estribillo con un guitarrazo de los suyos, con tan mala fortuna que el bottleneck sale volando (si se fijan, lo verán). El batería se da cuenta y para un instante. Ella lo recoge del suelo y aprovecha para enviar su saludo habitual: How're you doing? (¿Cómo están ustedes?) Y luego deja deslizar un soooo (así queeee) para reiniciar la canción justo donde se interrumpió, y todo eso con una sonrisa de oreja a oreja. Les dejo con ella. Sean buenos y no hagan demasiadas travesuras. Pero, si se ven en la tesitura de tener que hacer alguna, háganla bien. Cuando te pillan en un renuncio, da mucha vergüenza. Que tengan una buena semana.

2 comentarios:

  1. Yo que usted, iría rápido a registrar este relato a la Sociedad de Autores. Lo digo por los eventuales derechos de adaptación cinematográfica. De ahí saldría un corto genial.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias, tampoco hay que exagerar, es sólo literatura.

      Eliminar