domingo, 29 de junio de 2014

263. De regreso desde el corazón de Europa

Hola colegas, aquí me tienen de vuelta de mi excursión por el punto donde confluyen las fronteras de Francia, Alemania y Suiza, baricentro de esta vieja Europa en decadencia, a la que España ha asociado su destino y en la que yo me siento tan a gusto a pesar de los pesares, porque prefiero que nos apriete el cuello la señora Merkel, que no que el señor Tejero nos apunte con su pistola a la sien. Europa fue una idea extraordinaria, surgida de la mente privilegiada de De Gaulle y Adenauer, para poner fin a la espiral de guerra y desolación que arrasó por dos veces los hermosos territorios que he visitado, una espiral que se inició el 28 de junio de 1914 con el atentado de Sarajevo, del que ayer se cumplieron cien años.

El pacto sellado por De Gaulle y Adenauer fue algo así como cuando dos tipos que se están pegando en plena calle, hartos de hacerse daño y romperse dientes, se apoyan uno contra el otro para no caerse, se abrazan agotados y deciden no pelear más y convertirse en unos socios indestructibles, que a partir de ese instante ya no se van a pelear más, sino que van a canalizar sus energías hacia tareas más constructivas y solidarias. Hace falta mucha visión de futuro para eso. Ya les he contado que Italia y los tres países del llamado Benelux fueron invitados a ser socios fundadores de esta nueva Europa y que las sedes de muchas de las instituciones centrales creadas fueron situadas en lugares como Bruselas o Luxemburgo, para que no estuvieran en uno ni otro de los dos grandes impulsores de la unión, y en Estrasburgo, ciudad emblemática en la misma raya franco-germana.

Mi viaje me ha conducido a Friburgo, Estrasburgo y Basilea, ciudades situadas en el entorno del valle del Rihn, ese gran río que estructura una de las regiones económicas más potentes del viejo continente. Si observan ustedes el mapa, verán que el Rihn discurre en un amplio tramo en dirección este-oeste, desde el Lago Constanza hasta las cercanías de Basilea, tramo en el que el río constituye la frontera entre Alemania y Suiza. Al llegar a Basilea, esa frontera se desplaza hacia el norte, de modo que el río pasa a fluir por el centro de la ciudad, en donde se le puede ver con una anchura de unos 200 metros y una corriente bastante potente. En el propio centro de Basilea, el río gira hacia el norte, iniciando el gran valle que se interna entre la Selva Negra y los Vosgos, en dirección al Mar del Norte. En ese amplio tramo sur-norte, el río sirve de frontera entre Alemania y la región ahora francesa de Alsacia, durante largos períodos bajo dominio alemán, de cuya cultura quedan  numerosas huellas en todos sus pueblos.

El aeropuerto al que llegué, promocionado por la Comunidad Europea, sirve a Friburgo en Alemania, Basilea en Suiza y Mulhouse en Francia, como ya les conté. De hecho, su nombre es Euroairport Basel-Mulhouse-Freiburg, tal como reza el gran letrero que rotula su fachada. Este pequeño aeropuerto se construyó al final de la Segunda Guerra Mundial, por un acuerdo franco-suizo. Francia tenía mucho interés en compartir un aeropuerto en esta zona, pero carecía de dinero para construirlo. Y dinero era lo que le sobraba a los suizos, enriquecidos tras conseguir mantenerse neutrales en la guerra. Así que Francia facilitó los terrenos, en el municipio de Saint Louis, vecino de Basilea, y Suiza financió la construcción. Durante años, el aeropuerto se llamó sólo de Basilea-Mulhouse, ciudades ambas próximas a sus pistas, hasta que Alemania, ya recuperada de la dura postguerra, entró en su mantenimiento, a pesar de que Friburgo está 75 kilómetros más al norte.

El aeropuerto se construyó con dos salidas, una a Suiza y otra a Francia, en donde los trámites eran diferentes. La cosa se mantuvo así hasta que Suiza entró en el espacio aéreo de Schengen, algo que no sucedió hasta 2009. Tenía yo curiosidad por ver cómo había afectado el referéndum suizo de comienzos de este año, por el que se reinstauraban los límites a la inmigración para todos los extranjeros. Al llegar sólo vi una divisoria en las salidas del aeropuerto: por la de la izquierda se salía tranquilamente a Francia y Alemania, a donde yo iba. Luego supe que la entrada de Suiza no era diferente, que lo decidido en referéndum autoriza al Gobierno suizo a implantar unos controles que aun no se han instalado, porque necesitan que primero se apruebe una ley que detalle el funcionamiento del nuevo sistema. Es decir, que lo de los referéndums suizos no es tampoco una panacea, que Suiza no es el paraíso asambleario que algunos imaginan. Esta ausencia de controles de entrada la constaté después, cuando crucé varias veces en autobús entre St. Louis y Basilea.

Una hora de autobús me permitió llegar desde el aeropuerto hasta Friburgo, una bonita ciudad alemana de 220.000 habitantes, más o menos como La Coruña. Lo primero que quiero contarles tiene que ver con el nombre de la ciudad. En Alemania es conocida como Freiburg im Breisgau. Eso la distingue de otros Freiburg que abundan por Alemania y Suiza. Un amigo de mis hijos quiso hacer este año su Erasmus en esta ciudad maravillosa y le mandaron a otro Freiburg en la Alemania del Este, en donde ha sobrevivido helado de frío. Parece que la funcionaria de la Universidad que atendió su solicitud en Madrid le dijo que era el mismo. Algo así me pasó a mí cuando entré a consultar el pronóstico del tiempo para decidir qué tipo de ropa me llevaba. El Freiburg que aparecía en el programa AccuWeather, hablaba de unas temperaturas invernales en pleno junio. Mi amigo Jurgen me lo aclaró: en todos los programas y libros españoles, su ciudad natal aparece como Friburgo de Brisgovia. No sé a qué se debe esta ridiculez. Es como si Frankfurt am Main figurara como Francoforte del Meno.

Como ya les he contado también, la primera parte de mi viaje era técnica, centrada en la política de movilidad de Friburgo que se considera modélica. En esos primeros días me incorporé a un grupo de doce personas, con mayoría de catalanes y presencia de colombianos y mexicanos. Fueron unos días intensos, llenos de conferencias y actividades muy interesantes que ya les cuento más detenidamente en otro post. Ya fuera del grupo, aproveché para pasar unos días en Estrasburgo, adonde viajé en autobús. De allí bajamos a Basilea en tren, si bien pernoctamos en Saint Louis, entre la frontera suiza y el aeropuerto, donde los precios son más económicos que en la parte suiza. Mis impresiones sobre Estrasburgo ya quedaron reseñadas en el post #198, que pueden consultar AQUÍ. Y sobre Basilea y los suizos, les hablaré también en próximos textos.

Friburgo es una ciudad que, como todas las alemanas, fue bombardeada con saña por los aliados en los últimos compases de la Segunda Guerra Mundial, previos a la rendición de Alemania. La Catedral, que es preciosa, sobrevivió, supongo que de chamba, porque los aviadores aliados no se andaban con demasiadas sutilezas a la hora de apuntar (ya les conté que en Saint Nazaire destrozaron todo el pueblo y no llegaron a rozar la base submarina nazi que era su objetivo). El caso es que, para la reconstrucción de la ciudad, se planteó el debate de cómo acometerla. No sé si lo saben pero, frente casos de destrucción masiva de ciudades, hay dos tendencias: los partidarios de la reconstrucción fiel, piedra a piedra, y los que sostienen que es mejor aprovechar para hacer un nuevo diseño, eliminando los problemas y disfunciones del antiguo. Ejemplos de la primera teoría: Dresde y la mayor parte de las ciudades alemanas destruidas en 1945. Ejemplo emblemático de la segunda: Rotterdam, donde enseguida se inició la planificación de la nueva ciudad sin grandes referencias a la antigua.

Sobre este dilema reflexiona la historiadora del arte zaragozana Ascensión Hernández Martínez en su interesante ensayo La Clonación Arquitectónica (Siruela-2007), cuya lectura es muy recomendable. El ansia de los pueblos por reproducir sus señas de identidad destruidas, para que su historia no caiga en el olvido, es comparada por la autora con la desazón de los replicantes de Blade Runner, angustiados porque carecen de pasado. Lo que pasa es que el modelo de reconstrucción historicista fiel al original, no deja de ser una forma de clonación, es decir, un cierto fraude, como los implantes de memoria de los replicantes. Además, estas reconstrucciones, hasta que tienen una cierta antigüedad, suelen ostentar unos aires de pastelito un tanto horteras. Rodas, la isla griega próxima a Turquía, estuvo en los años 30 y 40 en manos de Mussolini, quien decidió reconstruir la antigua ciudad helénica. Resultado: un lugar con un cierto aire de decorado de Hollywood, de hecho utilizado para el rodaje de películas de romanos, filmadas a cientos entre esos muros reconstruidos.

¿Qué fue lo que decidió el pueblo de Friburgo? Pues una reconstrucción, por supuesto, pero con ligeras e interesantes variaciones, ligadas a la funcionalidad de la red de transporte público, de las que les hablaré en el post siguiente. De momento ya van que chutan con lo que les he contado. Hala, a seguir bien.

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