Dejemos clara una cosa primero:
cada persona es libre de pensar lo que le dé la gana, faltaría más. Cada
persona es libre de ser nacionalista, si quiere, como es libre de ser racista o
fascista. Mientras que no vulnere la ley, lo que tenga dentro de su mente es
cosa suya. Cada persona es libre de dejarse convencer, o incluso engañar, por
tendencias o criterios ideológicos. Desde ese mismo respeto por las opiniones
de cada uno, yo soy antinacionalista. Y en ese convencimiento opino que el
nacionalismo es el virus de la sociedad actual.
Un virus en el sentido
informático (ya sé que no se trata de un bichito muy pequeñito y con patas, que
si se cae de la mesa se mata, forma en que un malhadado Ministro de Sanidad describía
al supuesto causante de la enfermedad que luego se atribuyó al aceite de colza).
Pero un virus al fin y al cabo. Un virus que destruye la conciencia individual
del ciudadano, impidiéndole continuar el camino por el que deberíamos transitar
todos, siempre en mi opinión: el de la desaparición de las fronteras, el de la
mezcla, el mestizaje, el que todos seamos ciudadanos del mundo, en esta época
en que la tecnología ha abierto nuevos horizontes de comunicación entre los
pueblos.
El nacionalismo camina hacia
atrás en ese devenir mayoritario hacia la ciudadanía universal. El nacionalismo
es la vuelta a la caverna, a la sacralización de las señas de identidad propias
y el desprecio por las ajenas. Y además, es la utilización fraudulenta de los
sentimientos legítimos de amor al terruño propio, por unos políticos que manipulan
esos sentimientos para lograr cuotas de poder y, en el fondo, mangonear al
ciudadano. La hoja de ruta es siempre la misma y yo estos días he visto en
Bretaña síntomas del principio de esa ruta. Los bretones tienen sin duda una
identidad diferenciada (Asterix era bretón), un idioma y una cultura celta.
Pero da igual: cuando no hay una historia propia, se inventa y en paz. Vayamos
por partes.
Uno. Michel Velly. 63 años. Se
siente bretón, odia el centralismo parisiense y adora las galletes bretonnes que prepara su amigo y que le rememoran los
sabores de su infancia. No sabe una palabra de bretón, ni ha pensado nunca en
aprenderlo. Se proclama ciudadano del mundo y le gustaría vivir en Rotterdam o
en Barcelona, ciudades en las que sabe que se sentiría muy a gusto. Sus hijos
han estudiado en francés, en la escuela y en la Universidad. Su hijo mayor, que
le ha dado tres nietos, vive en Bangkok trabajando en tareas humanitarias para
la ONU. Desconozco cuál es su nombre, pero no me extrañaría que fuera un nombre
francés: Michel, como su padre, o Fabrice, o Philippe. Su hija pequeña, la de
la bodega, podría llamarse Anne (todo el mundo la llama así). Pero resulta que
el nombre con el que fue bautizada no es ese, sino su equivalente bretón
Annaïg. Primera manifestación del Virus.
Dos. Tangí Saout. Algo más de 30
años, creo. Se siente bretón antes que francés, pero está a gusto en Francia y
no piensa en una futura situación de independencia (se lo he preguntado). Su
propio nombre está escrito con la grafía bretona (en francés sería Tanguy). Sus
hijos se llaman Malo, Helorïg y la pequeña Ailïg. Malo, aunque piensen lo
contrario, es un nombre bretón. Recuerden el pueblo de Saint Malo. Y los
yogures Malo, natural y de vainilla, que se anuncian aquí por todas partes. El
yogur Malo debe de estar muy bueno.
Los hijos de Tangi estudian en un
colegio bilingüe, francés y bretón. Hablan correctamente los dos idiomas, pero
usan todo el rato el francés, entre ellos y con sus amigos. Tangi ha intentado
aprender bretón, pero es un idioma muy difícil, cuyo aprendizaje requiere esfuerzo,
y él no tiene tiempo porque debe trabajar todo el día para sacar adelante su
familia. A una pregunta mía me ha contestado que no cree que el hecho de que
sus hijos estudien la mitad de sus cursos en una lengua difícil, que sólo les
va a servir en el futuro para entenderse en su pequeña patria, sea una pérdida
de tiempo y un desperdicio de esfuerzos. Por el contrario, piensa que estudiar
en dos idiomas les facilitará después aprender un tercero, como el inglés.
Lo van pillando. Es el mismo
escenario de los vascos hace unos veinte o veinticinco años. Al contrario que
Tangi, yo creo que el saber sí ocupa lugar y pienso que el aprendizaje de
lenguas tan difíciles como el euskera o el bretón es en parte una manera de anclarte
al territorio, una suerte de esclavización parcial consentida. La hoja de ruta
es siempre la misma, y el hecho de que el idioma vernáculo sea difícil y
arcaico es irrelevante. Mis sobrinos que han estudiado en La Coruña coinciden
en afirmar que la asignatura más difícil de su bachillerato es el gallego. ¡Manda
caralllo!
Tangí es una buena persona,
pacífica y nada agresiva. Pero después vendrán los radicales, los insatisfechos
que vuelcan sus frustraciones en el odio a la metrópolis, sea ésta Madrid o París,
a la que responsabilizan de todos sus males. Y la última destilación de este
fenómeno: los políticos. Los Artur Mas de turno. A este respecto, hay que
aclarar que es falso que existan líderes nacidos de la nada, que
arrastren a sus pueblos a donde nunca hubieran llegado si no fuera por su
aparición. Me explico.
Hitler, nacionalista
autoproclamado, no fue un loco caído del cielo que llevó al pueblo alemán por
un camino equivocado. Hitler encarnó la expresión de unos sentimientos muy
arraigados en el pueblo alemán: la necesidad de expandirse, la frustración por
las guerras perdidas con sus vecinos y, por supuesto, el antisemitismo, que
existía antes de Hitler y se extendía también por otros países como puede verse
en la novela La Conjura contra América, de la que ya les he hablado.
Sabino Arana era un auténtico
nazi. En sus libros ha quedado plenamente expresado su pensamiento. Bien
conocido es el pasaje en el que explica a los verdaderos vascos cómo deben
actuar si un día, paseando por el puerto, avistan a una persona que se está
ahogando. Lo primero, asegurarse de si es euskaldún. En caso afirmativo, lanzarse
al agua a ayudarle. Si no, no merece la pena: es un español, pues. Que se joda
y se ahogue. Un cabrón menos.
Pero Sabino Arana tampoco surge
de la nada con unas ideas originales insólitas. Por el contrario, es la
expresión de un sentimiento colectivo que ya existía. Alejo Carpentier cuenta,
en un pasaje delicioso de El Siglo de las Luces, cómo, después de la revolución
francesa, se prohibió la religión en el país vascofrancés. Pero los vascos siguieron
celebrando misas clandestinas, para lo que llevaban escondidas las hostias
debajo de la boina.
No hemos llegado aún a ninguna
parte, porque este tema requiere mucho más espacio, pero ya tenemos esbozadas
algunas líneas. El nacionalismo es un virus que brota en los pueblos, primero
de forma pacífica y tranquila. Luego entran en liza los políticos, y el asunto
se convierte en una lucha de poder, que puede derivar en situaciones muy
violentas (Yugoslavia, Sri Lanka) aunque también puede llevar a opciones más
tranquilas (Checoeslovaquia). De todo ello hablaremos, pero no teman: este no
es tampoco un blog exclusivamente antinacionalista. Seguiremos hablando también
de otros asuntos más gratificantes.
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