El jueves me levanté pronto y salí a desayunar a un bar al
lado del hotel. Pregunté al camarero si conocía algún cibercafé y me dijo que,
si traía mi ordenador, lo podía enchufar
en la oficina de su bar. Volví al hotel a por el ordenador, saludé a la patrona
y le conté mis andanzas. Me dijo que no hacía falta que me fuera al bar, que el
hotel tenía WiFi y ella me daba la clave. Así que era el anti-bling-bling, pero
sin exagerar. Me disculpé con el del bar y subí a la habitación.
El Internet era excelente, lo mismo que la calefacción y el
agua caliente. El hotel es antiguo pero ha renovado completamente las
instalaciones, ha puesto doble cristal en las ventanas y suelo de madera clara.
La señora lo hace todo, controla el hotel, hace las cuentas y limpia ella misma
las habitaciones. El marido es del tipo zángano y está casi siempre sentado,
quejándose de la lluvia. Supongo que entre los bretones funciona el
matriarcado, como entre los vascos.
Acabé de escribir mis Lecciones
de francés justo antes de mi cita de las 12.30. Tangi Saout es un joven
arquitecto muy animoso, que de vez en cuando trae a Madrid grupos de técnicos o
gestores interesados en el urbanismo de nuestra ciudad. Al frente de Cultures
Urbaines, Tangi organiza los viajes y les acompaña como guía especializado. En
su última visita, me tocó llevarles a Madrid Río, y les previne de que debían
protegerse del sol, porque los árboles del parque no tiene aun la suficiente
copa para dar una sombra efectiva.
Yo llevaba mi sombrero del Decathlon y bromeé todo el rato
con Tangí, a cuenta de mi necesidad de cubrirme “el cartón”. Le dije que
siempre me había dado mucha rabia lo de quedarme chauve (calvo), hasta que mi compañera en el proyecto de Sri Lanka,
Chantal Pigeon, me descubrió que en francés hay otra palabra que describe con
mayor exactitud la situación de mi cabeza: degarni
(chauve se reserva para los calvos
tipo bola de billar). No se imaginaba, le dije, la ilusión que me hacía ser todavía
un degarní y no un chauve.
Al final de la visita, me acercaron a Atocha con el bus, y
al despedirme, con los nervios de los aplausos y todo eso, me dejé el sombrero
en el asiento. Era un sombrero que no valía nada y lo di por perdido. Pero en
agosto, al volver de mis vacaciones norteamericanas, me encontré en el despacho
un sobre grande que había desatado la curiosidad de mis vecinas de despacho por
la textura blanda de su contenido. Tangí me enviaba mi sombrero con una nota
muy cariñosa, que conservo, en la que afirmaba que él nunca dejaría de devolver
un sombrero, instrumento imprescindible de trabajo para un hombre degarni.
Este jueves, empezamos nuestra excursión viajando en su
coche a Saint Nazaire, un lugar muy interesante, a unos 60 kms de Nantes. Hasta
comienzos del XIX, Saint Nazaire era una aldea de pescadores con apenas 500
habitantes, pero en ese momento se decide construir allí el puerto y el
astillero de Nantes, para que los grandes barcos no tengan que remontar el
estuario del Loira, como hacían hasta entonces. El Atlántico es poderoso y,
cuando sube la marea, se puede ver perfectamente como el agua remonta el
estuario dominando el movimiento natural de río. En Nantes, 50 kms adentro, yo
he visto el agua del río yendo hacia atrás y hacia adelante. Ese cachondeo hace
que se produzcan depósitos y bajos muy peligrosos para la navegación, porque
varían todo el rato de posición. En el XIX se construyeron en Saint Nazaire
unos enormes astilleros que hasta hace poco han seguido fabricando barcos tipo
Queen Mary. Los barcos terminados se llevaban a la dársena de botadura a través
de una exclusa gigante.
Bueno, pues en 1940, cuando los alemanes ocupan el norte de
Francia, deciden construir allí una de las cinco bases de submarinos que
distribuyeron por las costas francesas. La base, que todavía se conserva,
estaba formada por catorce hangares paralelos cubiertos por un techo de
hormigón armado de 8 metros de espesor, a prueba de bombas. Ese monstruo de 300
por 130 metros se edificó precisamente encima de la esclusa de la dársena, un
lugar que convenía a los alemanes porque tenía una entrada resguardada desde el
mar y enlazaba directamente con una línea de ferrocarril por la que llegaban
los repuestos.
Entonces llegaron los bombardeos de la aviación británica. Dice
Tangi que ni una sola bomba cayó sobre la base de submarinos, de lo que da fe
su techo inmaculado. Pero el pueblo de Saint Nazaire resultó totalmente
destruido. No quedó un solo edificio en pie. Sus ruinas fueron la última zona
liberada de Francia. Los alemanes defendieron la base hasta el final.
A la hora de la reconstrucción se decidió organizar el nuevo
callejero al revés de cómo estaba antes. Históricamente, la ciudad había tenido
una directriz perpendicular al mar, de forma que el caserío se abría al puerto.
Con la nueva conformación, el pueblo daba la espalda a la base submarina, de la
que quedaba separado por un ancho espacio libre, y se abría al mar por otros lugares.
Hasta hace unos diez años, la base permaneció abandonada, como un lugar
lúgubre, sucio y poco seguro. Ahora, un planeamiento parcialmente ejecutado se
ha planteado integrarla y recuperarla para usos como exposiciones, conciertos
de rock, etc. La visita a la base es sobrecogedora. La huella de la guerra está
todavía presente en esta zona. Aquí algunas imágenes
De todo esto hemos hablado en una creperíe del puerto, en
donde hemos comido primero sendas galletes
de trigo negro con jamón, queso y huevo, y luego crepes de trigo blanco con aderezos dulces. Todo ello regado con
sidra que se toma en tazas y se elabora cada dos años con unas pequeñas
manzanas muy ácidas. Luego hemos visitado un par de barrios de construcción
reciente, en donde he visto la calidad de la arquitectura social en esta zona. Y
hemos regresado a Nantes a tiempo de recoger a los hijos de Tangi, la pequeña
Ailïg, chez la nunu, y los dos mayores, de 9 y 6 años, en su colegio. Los hemos
llevado a casa, los hemos dejado con su madre Carole, y hemos salido a dar una
vuelta hasta la hora de la cena.
Tangi es una buena persona. Su mujer y él trabajan todo el
día para sacar adelante la familia y tienen unos niños encantadores. Tangi ha
querido esta tarde incorporarme como uno más a su vida familiar, y me he
encontrado muy a gusto con ellos. Los niños han cenado primero, y se han ido
agotados (los dos mayores) a dormir. Ellos trabajan también mucho, en un
colegio de concepto educativo moderno, donde no tienen deberes para casa, pero
desarrollan una actividad lectiva agotadora. Luego hemos cenado los mayores,
con un vino elegido por Tangi especialmente para honrar a su invitado.
Bien entrada la noche me he despedido de ellos y he bajado
la escalera (su ascensor está averiado desde hace una semana, por eso sonaba
tan sofocado Tangi la noche antes). La casa de mi amigo está en plena ÎIe de Nantes, una antigua isla llena
de industrias que se están reconvirtiendo en usos educativos, comerciales,
recreativos y residenciales, aunque hay también viviendas de los 60 y 70. He
buscado la orilla de la isla al ramal derecho del Loira y he caminado hasta el
nuevo Palacio de Justicia diseñado por Jean Nouvel. Desde allí, una pasarela
peatonal de madera me ha llevado frente al Hotel de la Bourse.
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