¿Será el calentamiento global? No se imaginan el calor que
hace por estas tierras. Dicen António y Teresa que esto es excepcional, que
enseguida caerá el frio y los paisajes adoptarán esa tonalidad gris, ese punto
desapacible que hace a la gente caminar apresurada, forrada de ropa para
contrarrestar los quince grados bajo cero que se llegan a alcanzar en los días
más duros del invierno.
Pero el caso es que, paseando por esta ciudad, me ha
empezado a sobrar la mayor parte de la ropa que traía, bufanda de arquitecto
incluida. La gente camina perezosamente por las calles soleadas. Los jóvenes
ejecutivos y los altos funcionarios europeos estiran sus rostros en una misma
mueca crispada, porque se están cociendo dentro de sus trajes. Las mujeres
musulmanas tampoco parecen demasiado cómodas, debajo de los diferentes tocados con
que cubren sus cabezas: el hiyab, el niqab, el chador. Hasta algún burka he
llegado a ver.
¿Y las cristianas? Pues lo de las cristianas es un verdadero
festival de camisetas ceñidas, de colores vivos, de tirantitos mínimos, de
brazos bien torneados, de axilas apenas entrevistas, de ombligos insinuantes.
Discúlpenme, pero llevo muchos días bajo una lluvia insistente, viendo a la
gente enfundada en sus abrigos, envuelta en bufandas y guarecida bajo los
paraguas, y esta explosión de luz, de colores llamativos y melenas desatadas al
tibio viento de Bruselas, es una maravilla para mis ojos habituados al gris. Mi
paisano y colega Paco Méndez sintetizaba esta sensación con una frase
demoledora: “Cuando llega el buen tiempo, las mujeres se quitan la ropa de
abrigo y se ponen las tetas”. Con esta frase un poco agreste, expresaba lo que
todos sentíamos y no conseguíamos formular en aquellos años de hormona desbocada.
Como les contaba ayer, el domingo, después de mi aventura
con el doble billete, llegué a Bruselas con una hora de adelanto respecto a lo
que le había avisado a António. Como les había dicho que llegaría comido y no
quiero darles más murga que la imprescindible, entré en una pizzería de la Gare
du Midi y me comí una porción generosa, con una cerveza Jupiler, equivalente local de la Mahou, muy diferente
de mis preferidas: Leffe, Grimberger, Affligen. Luego llamé a António para que
me explicara cuál era el tranvía que debía tomar y cómo sacar el carnet de 10
viajes.
Tras descansar un poco, mi amigo me llevó a dar un paseo
desde su casa hasta la zona de la Grand Place, el centro más conocido y
turístico de Bruselas. Pero no fuimos por las vías principales, sino por un
recorrido de traseras que él conoce, en donde vive la colonia de portugueses.
Portugal es un país muy querido por António, que es oriundo de tierras fronterizas.
Su mundo de la infancia y adolescencia aparece perfectamente reflejado en su
novela Tierra Raya, editada en Paréntesis, y que les recomiendo
encarecidamente.
En la tarde de domingo, al conjuro del largo anochecer de
estas tierras del norte, los portugueses se arraciman a las puertas de sus
cafés, dejando correr el tiempo, desgranando la nostalgia de su país
melancólico y adormecido frente al Atlántico, la saudade de su tierra, rememorada en el sabor recio de sus doubles bicas de café bien cargado, en
cada sorbo de cerveza Sagres o Super Bock, al arrullo de los sonidos de fado
que brotan de las rockolas de los bares y suben como volutas de humo sonoro
hasta los balcones de las casas, donde les esperan sus mujeres haciendo la cena
(¿tal vez un bacalao a bras?)
António y Teresa viven
con su hijo Tiaguito en un ático precioso de la Avenida Winston Churchil,
en donde me han dejado una habitación. Ellos madrugan mucho y se marchan a sus
ocupaciones respectivas. Yo me levanto algo después, desayuno, escribo la nueva
entrada del Blog que colgaré por la noche y me voy a caminar por la ciudad. El
lunes intenté una ruta alternativa para no repetirme, pero tuve la sensación de
hacer un camino más largo y feo que el que me enseñó António, para llegar al
mismo sitio.
Bruselas tiene muchas cuestas empinadas, por lo que no se
ven muchas bicicletas. De las ciudades que he visitado en este viaje, la más
adaptada a sistemas sostenibles de movilidad es Nantes. En mi última visita a
París, me había quedado impresionado al ver cómo las bicicletas habían ganado
terreno y, en auténticos enjambres, invadían las calzadas y los carriles bus, a
gran velocidad y con una especie de descaro militante. Esta vez, he visto un
París con los ciclistas un poco en retirada, relegados a los carriles bici y
con un tipo de conducción menos invasiva, más cauta. Los automóviles parecen haber
recuperado terreno.
La ciudad de Nantes está toda ella acondicionada para una
circulación cómoda en bicicleta, aunque tampoco pude ver demasiadas a causa del
diluvio continuo. Bruselas es, en cambio, una ciudad pensada y organizada para el
predominio absoluto del automóvil, como Madrid. Y, sin embargo, fuera de las
vías principales se encuentran numerosas calles recoletas, adoquinadas y
silentes, que a menudo desembocan en pequeñas plazas, como la de Los Mártires,
con una fuente en el centro, a cuyo alrededor se sitúan los grupos de
adolescentes a comerse sus bocadillos y sus cucuruchos de patatas fritas,
típicas de la ciudad.
El lunes por la noche António volvió tarde, pero aun tuvo
ganas de salir a dar una vuelta después de cenar, para tomar una última cerveza
conmigo, en una terraza. António es un escritor con una vena poética que admiro,
capaz en dos pinceladas de expresar sentimientos complejos que a mí me cuestan
páginas y páginas. Envidio su capacidad de síntesis y a su lado me siento
un simple narrador de historietas más o
menos divertidas, pero sin mayor recorrido. Si creen que exagero, les
transcribo aquí una de las últimas entradas de su blog, del que por cierto ya
les he dado la dirección, pero se la repito:
www.antrimu.blogspot.com.
La entrada se llama “El gris de la vuelta” y dice:
“En Charleroi, efectivamente,
afuera estaba gris. Ella, como los limpiaparabrisas, lo aclaraba todo un poco.
Luego los tres paseando por Saint-Gilles, y hubo risas, y un corte de pelo, y
cena libre”.
Entienden a qué me refiero. António y Teresa me han acogido
en su hogar y me encuentro feliz aquí, compartiendo su mundo familiar y
hospitalario en las horas finales de cada día, cuando ellos vuelven a casa, y
yo regreso también, después de practicar largamente mi diversión favorita: recorrer
sin apuros las calles de la ciudad. Callejear, lo llamamos los españoles. Flâner, los franceses. Hangin’round, los americanos. Pocas
cosas me gustan tanto como vagar sin rumbo por una ciudad grande, dejando que
mis pasos me lleven a donde cuadre, en una manifestación práctica del principio
de incertidumbre, base de la física moderna.
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