Michel se despidió de mí después de mostrarme esta maravilla en forma de elefante articulado. Tenía
una cena también ineludible. Este hombre realmente no para de hacer vida
social. Antes del abrazo final se aseguró de que fuera por la noche a cenar
en La Cigale. Él mismo llamó para reservar, para que no volviera a hacer lo de
la noche anterior. Me fui al hotel y descansé un rato.
Después salí otra vez en busca de los grandes almacenes
Lafayette, porque quería comprarme una bufanda. En algún momento de mi visita a
Bottier-Chenaie perdí la que llevaba. La buscamos desandando el camino, pero no
apareció. Así que salí del hotel con mi paraguas y me dirigí a la tienda antes de
que cerrara a las 9 de la noche. En la plaza Royal me abordaron dos hombres de
edad mediana (seguramente más jóvenes que yo) que se estaban calando porque no tenían
paraguas. La conversación fue la siguiente:
–Excuse
moi, ¿Vous pouvez nous aider? ¿Vous etes d’ici?
–No, desolé. Je ne sui pas d’ici. Je suis espagnol.
–¡Joder! Entonces igual que nosotros. ¿Conoces la ciudad?
–Sólo llevo aquí tres días, pero algo ya voy conociendo
–Es que estamos buscando un
restaurante que nos han dicho que es cojonudo, pero se nos ha olvidado el
nombre.
–La Cigale
–¡Joder! Precisamente ese. ¿Y sabes cómo llegar hasta él?
–Por la calle que sale allí a la
izquierda, subís hasta la plaza Graslin y allí lo veis.
–¡Joder! Pues sí que te han
cundido los tres días.
En los almacenes Lafayette me dirigí a una rubia jovencita que atendía la sección de caballeros. Le conté que necesitaba una bufanda negra de lana (un écharpe noir de laine). Me sacó una de Yves Saint Lorent, preciosa, que valía 80 euros. Muy cara. Entonces trajo otra que valía 25, pero no era de lana y picaba un montón. ¿Es posible que no tengan una intermedia? La tenían, pero no era negra y le dije que la necesitaba negra porque soy arquitecto y los arquitectos no podemos vestirnos de otro color. Pero usted lleva un jersey morado, respondió, muerta de risa. Sí, porque también soy escritor.
En fin, después de un rato de bromear, recurrimos a su jefa de planta, una mujer ya mayor, de pelo corto, a la que la rubia le contó entre risas mi problema. Enseguida fue a un estante un poco más allá y volvió con la bufanda perfecta, y por 19,90: Voilà votre écharpe d’architect. Le meilleur prix de Nantes. Recordé entonces una noticia que había leído en el periódico. El viernes murió Silvia Kristel, la inolvidable Emmanuelle. Tenía 60 años, cómo pasa el tiempo. A esta dama adorable le debemos, entre otras muchas cosas, el que las mujeres más guapas de una generación se decidieran a dejarse el pelo corto. Hoy las jóvenes han recuperado la melenita. Es una pena, al menos desde el punto de vista de un viejo pedagogo urbano degarni.
En cuanto a La Cigale, es un lugar realmente único, un restaurante art deco, revestido íntegramente de azulejos multicolores y con unas lámparas preciosas. El ambiente es parecido al de La Coupole de París, pero éste es mucho más bonito. Llegué bajo un aguacero, con mi paraguas y mi sombrero, que recogí de paso en el hotel, porque Michel me había dicho que lo llevara al restaurante, para subrayar l’air d’ecrivain. Comí unas haricots verts, un pescado local muy rico y luego un decafeiné gourmand, una fórmula que me enseñó Tangi, que consiste en un café solo, acompañado de tres pequeñas muestras de los postres de la casa. Después de eso dormí como se pueden imaginar.
El domingo me levanté a las 7, para hacer la maleta, ducharme y estar a las 8 en la parada del tranvía. La patrona andaba ya levantada y trajinando a hora tan temprana. Le había pagado el día anterior y me despedí de ella con cariño. El marido seguramente no se había levantado todavía. Seguía lloviendo y hube de valérmelas en el tranvía con el paraguas, el sombrero, mi maleta, mi cartera y un tercer bulto: una caja de tres botellas de vinos del Loira para mi amigo Trinidad, que había comprado el día antes a la hija de Michel. En domingo hay menos tranvías, pero conseguí estar en el tren a París antes de las 9.00, la hora de salida.
Ahora les cuento mi lío con los billetes. Aunque tengo el Interrail desde Madrid, voy sacando los billetes sobre la marcha. En Paris me acerqué un día a la Gare de l’Est y compre los trayectos París-Nantes y Nantes-Bruselas. En la misma taquilla revisé mi compra y vi que el tren Nantes-París llegaba a la Gare de Montparnasse a las 11.15, y el París-Bruselas salía de la Gare du Nord a las 12.00. Era muy poco tiempo, las estaciones están en las dos puntas de París y tenía un intervalo demasiado justo para hacer el cambio. Pero el hombre de la taquilla solventó mi queja diciendo “bah, bah, bah, tiene casi una hora, le sobra tiempo”. Trato típico de un parisiense para el que los forasteros son todos unos enmerdeurs.
Philippe se mostró preocupado. Era imposible hacer el transfer en Metro, me dijo, y bastante problemático en taxi, un domingo por la mañana. Bastaba un problema con el taxi o un atasco por cualquiera de las obras que se hacen en París en domingo para que yo perdiera mi tren. Así que en Nantes, me acerqué con Tangi a la estación. La chica de la taquilla, todo amabilidad, me dijo que, en su opinión, para un conocedor era posible hacer el transfer en Metro, pero si yo no era un habitual y eso me angustiaba, ella me lo cambiaba sin problema. Entonces me dio un billete para las 12.50, pero no me anuló el otro, sino que me dio los dos grapados.
Hice, pues, mi recorrido Nantes-París otra vez por las zonas inundadas y viendo como el cielo se iba despejando a medida que nos acercábamos a la capital. En la Gare de Montparnasse, me puse tranquilamente el sombrero, guardé el paraguas en mi cartera, tomé mis tres bultos y me fui caminando sin apuros hacia el Metro, incluso quedándome parado en los largos tapis roulants, en los que la gente que va justa de tiempo adelanta caminando deprisa. El Metro llegó enseguida, lo tomé, me senté, me bajé en la parada correspondiente, entré en la Gare du Nord, busqué cuál era mi tren en un tablero luminoso y continué tan tranquilo hasta el andén que me tocaba.
Allí estaba el tren de las 12.00. Faltaban cinco minutos para la hora de salida. ¿Por qué no subir? Lo que pasa es que no sabía si, al darme el segundo billete, habían anulado el primero. Me dirigí a una revisora que andaba por allí y le expliqué mi problema y mi duda. Respuesta parisiense: Je m’en fous, hable con el responsable de los asientos de segunda clase. Tres minutos para la salida. Busco al tipo, segunda explicación y segunda respuesta parisiense: Je m’en fous, hable con el jefe de tren, que es aquel señor mayor al fondo. Un minuto para la hora. Menos mal que el jefe no era de París: me escuchó, me entendió enseguida, desgrapó los billetes, rompió el de detrás y dijo: dese prisa, el tren se va, suba por aquí mismo, ya buscará su vagón y su asiento por dentro.
Así lo hice, mientras la locomotora bufaba ruidosamente avisando de la partida. El tren iba lleno y, tras recorrerlo casi todo molestando a medio pasaje con mis tres bultos, llegué sudando a mi asiento y ¿qué me encuentro? Pues una señora alemana de mediana edad (pelo corto, por supuesto) que ya se había instalado allí, se había quitado todos los abrigos y se estaba comiendo un bocata gigante. Pensé que ya la había cagado, pero confrontamos nuestros billetes y resultó que era ella la que estaba mal sentada. Tenía el asiento correcto en el vagón equivocado.
Tuvo que envolver de nuevo el bocata, ponerse los abrigos, bajar sus bultos del alto estante y largarse con ellos por el pasillo. Sólo entonces pude instalarme en mi lugar. Cuando me quité el jersey, tenía la camisa empapada de sudor. Llegué a Bruselas normalmente, compré un carnet de diez viajes de tranvía, busqué la línea 3 y, en la parada Vanderkindere, me estaba esperando Antonio Trinidad, pero esa es ya otra historia.
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