El miércoles amaneció fresco, con un vientecillo gélido y el cielo velado por girones de nubes altas y grises. El sol lo disolvió todo y el día se recuperó, pero en el aire quedó una especie de presagio del invierno. António quería ir esa mañana a Lovaina, a recoger un certificado acreditativo del Máster que
ha completado en junio. Me ofrecí a acompañarlo y salimos a media
mañana en su coche. Mientras hacía él sus gestiones, me di una vuelta por
el pueblo, plagado de estudiantes caminando y circulando en bicicleta. Hay una
presencia masiva de bicicletas en las calles. Ésta es ya zona
flamenca, y aquí las iglesias se llaman, por ejemplo, Sint Michielskerk o Sint
Pieterskerk, y las panaderías Bakerij.
La Universidad de Lovaina fue
desde la Edad Media una de las más importantes de Europa, situación que duró
hasta que las tensiones nacionalistas y lingüísticas, que están haciendo
desaparecer este pequeño país centroeuropeo, impusieron una absurda división de
los archivos, los fondos y los recursos de esta institución centenaria en dos
nuevas universidades: ésta que yo he visitado hoy, flamenca y que continúa en
el emplazamiento original con el nombre de Leuven, y otra, francófona, de nueva
construcción a base de horribles edificios de acero y cristal, conocida por
Lovaine-la-Neuve. Ninguna de las dos universidades ha logrado tener el peso y la
importancia internacional de la anterior unificada, pero eso a los
nacionalistas se la bufa.
Me estaba resistiendo a mostrar
mi lado antinacionalista furibundo, uno de los criterios políticos que tengo
más claros en mi cabeza, porque el día que empiece, no paro, y sé que me pongo
pesado. He estado callando frente a la ofensiva de los catalanes (ofensiva como
sustantivo y también como adjetivo). No he dicho nada del asunto después de
pasar por Bretaña, un lugar donde he encontrado síntomas preocupantes de algo
que empieza a manifestarse de forma incipiente. Pero es que Bélgica está al
final del camino.
Éste es un país formado por dos
comunidades que se odian, se ignoran y se dan la espalda. Los flamencos, no
quieren aprender francés, y los valones no quieren aprender flamenco. He
coincidido en congresos y saraos internacionales con gentes de ambas zonas que
se entendían entre ellos en inglés. Si buscan en las hemerotecas, encontrarán
el caso verídico de un choque de trenes que se produjo porque una orden verbal
enviada por un ferroviario no se entendió o no se quiso entender por el que
tenía que aplicarla. Este país ya no existe, a fuerza de descentralizar
competencias a los gobiernos regionales flamenco y valón. De hecho, Bélgica ha
estado sin gobierno más de 500 días entre el año pasado y este, sin que nadie
lo echara en falta.
Este país se reduce prácticamente
a Balduino, o como coño se llame el rey que tienen ahora. En cuanto les falle
el rey, se van al carajo. Los flamencos son la parte rica, lista y elegante y
no quieren cargar con los otros. Un caso parecido al de catalanes, vascos y
padanos del norte de Italia y, sobre todo, idéntico al de los checos en
relación con los eslovacos. Los
flamencos tal vez puedan asociarse un día con sus hermanos holandeses (el
idioma es gramaticalmente el mismo, sólo se diferencian en los acentos). Pero
la parte francófona va de culo. Los franceses no les quieren, porque los
consideran un poco bolos, como los
madrileños a los de Toledo. Los franceses hacen chistes de belgas, igual que los
nuestros de Lepe.
Así que, si alguno de mis
lectores es nacionalista, más vale que deje de entrar en mi blog, porque, a
partir de mañana es muy posible que se sienta gravemente insultado por mis
reflexiones al respecto, profundizadas tras visitar Bretaña y Bélgica. De
momento déjenme decir que la universidad de Leuven, como ahora se llama,
conserva el sabor de las viejas instituciones universitarias europeas, como
Oxford, Cambdrige, Colonia, Heidelberg, Leipzig, Lund y tantas otras, sin
olvidar a Salamanca y Alcalá de Henares, por citar también algunas españolas.
El ambiente añejo y vetusto de estos edificios majestuosos contagia a los
estudiantes de una solera, un punto rancia, que jamás se podrá alcanzar en
Harvard o Berkeley. Y mucho menos en Lovaine-la-Neuve.
El miércoles por la tarde volví a
pasear por el centro, pero esta vez subí en el ascensor público que lleva a la explanada
frente al monstruoso y elefantiásico edificio del Ministerio de Justicia. Alcanzada
la cota, caminé hasta la Coline des Arts,
visitando de paso la iglesia gótica de Notre Dame du Sablon, que es muy bonita.
En esta zona se concentran los principales museos de la ciudad. Tenía
curiosidad por ver el Museo de Magritte, aunque pensaba que a las seis de la
tarde estaría cerrado, como todos en Bruselas después de las cinco. Pero
resulta que lo abren los miércoles hasta las ocho. Y que hay entradas para
seniors degarnis a cinco euros.
Así que entré y me encontré en un
museo casi nuevo, bien montado en cuanto a iluminación y disposición espacial,
pero con una colección no demasiado extensa. En realidad, en las postales que se venden en la tienda
hay muchos más cuadros de este pintor genial. Lo peor fue que casi era yo el
único visitante. Cada vez que entraba en una sala, los vigilantes que estaban
sentados charlando tranquilamente, se levantaban y se ponían en posición de
cumplir la función para la que les pagan. A mí no me gustan los museos
abarrotados de hordas de japoneses, pero esto es el otro extremo. Es la primera
vez en mi vida que visito un museo con más vigilantes que clientes. De todas
formas, Magritte siempre es interesante.
Por la noche, António y Teresa
tenían invitados a cenar. Un compañero de trabajo de Teresa con su señora,
extremeños y profesores ambos, como mis amigos, pero más de mi quinta. Pasamos
con ellos una velada muy agradable y, después de ayudarles a recoger, me
despedí de mis anfitriones que, durante cuatro días, me han dado casa y me han
permitido conocer algunas de las zonas de Bruselas que los turistas no encuentran
jamás.
El jueves me levanté, escribí un
ratito y luego hice la maleta. Caminé hasta la parada de tranvía de la línea 3,
pero resulta que se acababa de averiar. Así que hube de andar un poco más hasta
la línea 4, para que me llevase a la Gare du Midi. El viaje ha transcurrido sin
incidencias, y ya estoy instalado en el
hotel Emma, en el centro de Rotterdam, esperando que mi hijo termine su examen
para cenar juntos. Hasta mañana.
Me parece increible pero me comentaban ayer que hay una ordenanza en un ayuntamiento que prohíbe alquilar a francófonos... no creo que eso se pueda dar en la UE
ResponderEliminarAmigo, si es en un Ayuntamiento de la parte flamenca, la cosa es creible. Y viceversa. La estupidez humana es igual en la UE que en cualquier otro lugar.
EliminarNo sé si le conozco, pero le agradezco que me siga y que me haga llegar sus comentarios.