Hoy hubo sol todo el día y los
parisinos salieron de sus guaridas e invadieron las calles como caracoles
agradecidos. Los parques, las plazas y las aceras aparecían atestadas de gente
atareada y bulliciosa, que sabe que mañana tal vez el sol se oculte y ya no vuelvan
a verlo en meses. El Meteo augura otra vez lluvia para los próximos días, y lo
mismo en Nantes y Bruselas. La previsión no llega hasta mis días en Rotterdam.
Por la mañana Philippe me
acompañó a ver La Defense, el centro
financiero de París, que no había visitado nunca y adonde hemos llegado en
Metro. Es bastante impresionante. Los bloques de oficinas son muy altos, pero
tienen unos espacios libres frontales también enormes, que les dan una
dimensión proporcionada. Los edificios se ordenan alrededor de un eje que viene
desde los Champs Elysées. El buen
urbanismo se nota en detalles como este: desde el gran edificio del Arc de la Defense, se tiene la
referencia visual del Arc de Triomphe
al fondo, y viceversa. Es decir, que para entender las líneas maestras de la
composición, no hace falta verlo desde un avión, como sucede con el mal
urbanismo, a menudo pensado sólo para conseguir unos planos muy bonitos en el
papel.
Desde el gran edificio del arco,
el eje se prolonga hacia el exterior en un paseo peatonal elevado que termina
en un mirador sobre la campiña. Dice Philippe que ese mismo eje continúa luego
en el palacio y los jardines de Versailles (ejemplo de algo que sólo se aprecia
en los mapas o desde un avión). Desde allí hemos vuelto caminando en dirección
al centro, siempre con el Arco de Triunfo al fondo. Tras cruzar el Sena, el eje se transforma en la avenida principal del municipio de Neuilly sur Seine, un
núcleo residencial elegante en donde vive la gente de alto estatus que trabaja
en La Defense o en el propio París. Aquí no se ven magrebíes, ni negros, ni
pakis.
Hemos comido en un buen
restaurante y luego hemos regresado en el Metro amenizados por un saxofonista
rumano que tocaba el Take Five de
Dave Brubeck. Después de descansar un poco he salido de nuevo, esta vez solo,
para aprovechar la delicia de la calle soleada. He cruzado el boulevard
Sebastopol en busca del Centro Pompidou, donde siempre hay mucha actividad.
Allí he visto la nueva estatua que inmortaliza el legendario cabezazo que le dio Zidane a
Materrazzi en la última final de un campeonato de futbol no ganada por España,
acción por la que fue expulsado.
Le he pedido a unos japoneses que
me hicieran una foto delante de ella. Sólo para que se hagan idea de la escala,
no por el afán de salir fotografiado en todas partes, no sean tan mal pensados. Los
franceses han sabido darle la vuelta a un asunto que en otros países se
trataría de enterrar en el olvido. A poco de suceder, el famoso cabezazo se convirtió en hit musical veraniego, en una estúpida cancioncilla llamada Coup de Boule, cuyo estribillo decía: “Zidane il a tappé, Zidane il a tappé, Trezeguet n’a pas joué, Zidane il
a tappé”.
Desde allí he dejado que mis
pasos me guiaran a su libre albedrío por la madeja de callejuelas del Marais,
mi barrio favorito de París, lleno de boutiques y pequeños cafés en cuyas
terrazas se aprietan los parisinos de todas las edades a dejar pasar la tarde
bebiendo cervezas y fumando sin parar. La ruta aleatoria me ha llevado a la
plaza de los Vosgos, la Bastilla, y el boulevard Henry IV hasta la zona de
Sully-Morland, donde están las oficinas del APUR. En ese edificio he
compartido muchos momentos con Philippe, que tenía su despacho en la quinta
planta. Con el sol ya en el ocaso, he cruzado a la Île Saint Louis y he
recorrido su calle central hasta el final. En esta isla vive todavía el viejo
George Moustaki, que hace tiempo que no saca discos ni da conciertos. Tiene una
moto de la Segunda Guerra Mundial y se cuenta que a veces sale con ella por las
noches, avec sa gueule de métèque, de
juif errant, de patre grec, et ses cheveux au quatre vents.
Después, la Île de la Cité, con la silueta de Nôtre Dame que se iba volviendo
oscura contra el cielo lívido del largo anochecer de París. En la rive gauche los turistas atestaban la rue de la Huchette, llena de
restaurantes griegos atendidos por magrebíes. Al otro lado del Boul Mich, la place de Saint André des Arts, con sus terrazas llenas de gente
bebiendo cerveza de presión. En ese lugar arranca uno de mis relatos que se
llama La calidad del aire en París.
El protagonista y narrador continúa
por la rue de Saint André des Arts y
recorre un pasaje cubierto. Pretende cruzar el boulevard Saint Germain para
acceder a la zona del Odeon, en busca de un local de jazz. Pero no llega a
cruzar porque un chaval norteamericano que anda repartiendo propaganda lo
convence de que vaya al bar que él anuncia, en donde le pasan una serie de
cosas que no les voy a contar. Lean el relato, coño. Hoy he seguido esa ruta,
pero yo sí he cruzado el Boulevard Saint Germain para llegar al café Les Editeurs, en cuya terraza me he
tomado una cerveza con unas aceitunas, mientras la noche terminaba de caer.
He regresado cruzando el Pont Neuf, para visitar
la pequeña plaza Dauphine, un remanso de tranquilidad, donde durante muchos años vivieron Ives Montand y Simone
Signoret. Allí está también el restaurante Chez
Paul, en donde el comisario Maigret solía parar al salir de la Prefectura
para repasar su último caso mientras se fumaba una pipa. Hoy es lunes y el restaurante está cerrado. Desde allí he buscado Les
Halles y la rue Saint Denis para volver a casa.
Ya les avisé de que soy un
francófilo empedernido. París es una de mis ciudades favoritas, junto con Nueva
York. La ciudad soñada y hecha realidad
por el barón Haussman que, por cierto, dejó las arcas públicas exhaustas,
aunque no se le recuerda por eso, sino por haber marcado las líneas maestras
del plano de la ciudad. Mañana se juega el partido de fútbol España-Francia,
que yo no veré, porque Philippe me invita a cenar en su casa. A ver si no nos dan
ningún cabezazo.
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