miércoles, 31 de octubre de 2012

28. ¿Para ustedes quién es peor?

Superado el bajón anímico de regresar a la rutina, vuelvo a la carga con asuntos polémicos, que dice Lisardo que a este blog hay que darle vidilla. Quiero hablar hoy aquí de un asunto que fue trending topic este verano, el del tipo que dijo: “las leyes, como las mujeres, están para violarlas”. Fue decir eso y armarse la de Dios, hasta sucumbir el asunto en una marea apasionada de unanimidad en la desaprobación, que impidió acercarse al tema de una forma un poco más analítica. El tipo habló mierda y la sociedad se apresuró a tirar de la cadena del escándalo para que el asunto se perdiera cuanto antes en el wáter del olvido (Fíjate, oyes, qué a gusto me he quedado después de esta metáfora escatológica).

Como me gusta ir un poco a la contra en mis opiniones, propongo que nos detengamos un instante a hacer un análisis un poco más frío, a ver qué deducimos. Eso no quiere decir que esté a favor de ese sujeto, de quien ni siquiera recuerdo su nombre, ni voy a buscarlo en Internet, porque no merece la pena. Para aportar elementos a ese análisis voy a hacer tres cosas. Uno, situarlo en contexto para saber que pasó exactamente. Dos, contar un caso similar del que fui testigo hace años, aunque no trascendió al ámbito público. Y tres, compararlo con otro caso, también de este verano, para ver cuál de ellos les parece más perverso y rechazable. 
 
1.- El contexto. Bien, se trata de un tipo de 71 años que, por esas cosas de nuestra política, dirige un organismo, creo recordar que de apoyo a los ciudadanos españoles en el extranjero. Su equipo, en el que hay varias mujeres, está terminando un trabajo que tienen que entregar ya y para el que van mal de tiempo. Se trata de abreviar, agilizar y simplificar trámites. Están todos nerviosos y la situación les lleva a elegir un camino poco ortodoxo, saltándose el habitual procedimiento. Alguien del equipo advierte que ese camino no es el correcto y se genera una controversia entre los partidarios de tirar por la calle de en medio y acabar el trabajo a tiempo, y los que quieren hacer las cosas bien, aunque no cumplan el plazo que les han impuesto. 

Se lo consultan al jefe, y el tipo suelta entonces la frase de marras. Imagino la escena: área de producción entre impresoras y ploters, el hombre dice su barbaridad y la gente a su alrededor palidece y se queda pasmada, especialmente las mujeres presentes. Una de ellas sale afuera y, aún bajo el efecto del shock, lo comenta con alguien. La noticia salta al ámbito público, y el escándalo obliga al tipo a dimitir (en un país donde nadie dimite) y esconderse en su casa a rumiar su vergüenza. La sociedad se queda aliviada después de tirar de la cadena, pero en el ambiente siguen flotando los efluvios de la monumental jiñada de este caballero. 

¿Qué podemos deducir de este relato (real) de lo acontecido? Pues yo creo que el tipo no ha dicho esa barbaridad en serio, convencido de que eso sea así. Para mí está claro que lo que ha querido es hacer un chiste. Muy desafortunado, pero un chiste. Ni siquiera creo que se lo haya inventado en ese momento. Más bien parece que se le ha escapado, como una respuesta automática no meditada. Probablemente lo haya oído antes en alguna tertulia de hombres solos, tal vez en un bar y después de varias copas. En esas ocasiones la gente se pasa cantidad y dice auténticas atrocidades, sobre todo si se las ríen. A menudo, los que las dicen son tipos fanfarrones y cobardes a los que luego tienen esclavizados sus mujeres, o simples reprimidos.

Esto nos lleva a deducir que el hombre tenía ese chiste en su memoria. Es decir, que le había hecho gracia. Lo había memorizado con la intención de reproducirlo en alguna recepción o sarao, para “dar el golpe” y que se rieran mucho con él. Pero se le escapó en el peor momento. ¿Y qué podemos pensar de alguien a quien le hace gracia semejante chiste? Pues que es un tipo casposo, machista, carca, rancio, demodé, retrógrado y corto mental. Un gilipollas, vamos. El hecho de que lo dijera donde lo dijo, rodeado de mujeres, revela además que es un incauto y un tonto. O sea que, en mi opinión, el tipo es casposo y muy tonto. Pero no ha matado a nadie, contra lo que podría deducirse del linchamiento mediático posterior. 
 
2.- El caso idéntico. Hace muchos años, cuando yo empezaba en esto del urbanismo, unos cuantos pichichis del tema, con mayoría de mujeres, rodeábamos extasiados al Gran Pope del Territorio, en una cafetería en la que el tipo pontificaba libremente, pagado de sí mismo y pavoneándose en medio de una audiencia claramente rendida a su magisterio. Hablábamos de la edificabilidad que se debía asignar a un solar, en aplicación de la normativa. En tan tediosa tertulia, uno de los legos se atrevió a proponer una forma de ganar edificabilidad, admitiendo áticos o algo así, por creer que eso era lo que buscaba el Gran Experto.

El Pope carraspeó, se perfiló y corrigió al osado: “No hay por qué esforzarse en aumentar siempre el aprovechamiento, el territorio tiene un máximo de cabida y llega un momento en que ya no admite ni un metro cuadrado más. Es como en el chiste de la muerta”. Ninguno de los presentes conocía ese chiste y así se lo dijimos, tras de lo cual nos dispusimos a disfrutar de la gracia del maestro, que nos hacía la deferencia de descender unos instantes de sus alturas filosóficas, para contarnos un chiste. Algunas de las chicas incluso tenían un gesto de arrobo, una sonrisa beatífica, con la carcajada lista para celebrar lo que venía.

El chiste era el siguiente: una noche oscura, en las afueras de un pueblo, los mozos hacen cola para aliviarse a cuenta de la oferta de prostíbulo ambulante que han traído unos proxenetas con un par de carromatos. Según van saliendo, el tipo que cobra les pregunta qué tal la chica, hasta que uno de ellos le dice: “bien, bien, pero no sé qué era ese líquido blanco que le salía por las orejas”, ante lo cual el otro vocea: “Paco, cambia la muerta, que ésta ya está llena”. En ese momento, todos nos quedamos lívidos, dos de las chicas estuvieron a punto de vomitar allí mismo y una de ellas, muy colorada, le dijo al maestro: ¡¡Por favor!! Pero cómo has podido contarnos algo tan horrible.

Quizá piensen que me lo he inventado, pero es una escena real. Sucedió delante de mí. Alguna de mis actuales lectoras del blog puede certificarlo. El Gran Pope se quedó callado, ni siquiera se disculpó. Después de una situación así, no se puede hacer nada, salvo meterse debajo de una piedra. O dimitir. Quiero decir, dimitir del mundo. El caso es idéntico, pero nadie corrió a cantarlo fuera de nuestro pequeño círculo y la cosa no pasó a mayores. El tipo sabía de urbanismo pero demostró que, en relación con otros temas, era casposo y muy tonto.

3.- El caso a comparar. Sucedió también este verano y desde ya les digo que para mí es mucho más grave. Por el hecho en sí y por el contexto. Me estoy refiriendo a la frase de la señorita Andrea Fabra. Por si alguien lo desconoce, el señor Rajoy estaba presentando en el Parlamento el mayor paquete de recortes de derechos de los españoles desde la guerra civil, cuando los corifeos del PP empezaron a aplaudir embelesados. En medio de los aplausos, la señorita Fabra dijo lo siguiente: “Muy bien, muy bien, que se jodan”. Eso lo dice una persona a la que pagamos el sueldo entre todos, y no en un despacho de trabajo con los nervios de una entrega, sino en una tribuna pública y en el ejercicio de su cargo. Y encima, NO HA DIMITIDO.

Lo siento pero ante esto no puedo ser frío y analítico, es un tema que me puede. A mí me han bajado el sueldo, me han alargado la jornada, me han quitado vacaciones, me han suprimido los moscosos. Aún así, soy consciente de que sigo siendo un privilegiado. Pero es que lo que anunciaba Rajoy supone que mucha gente puede pasar hambre de por vida. Es que el Gobierno Italiano aprobó un paquete de medidas no tan drástico y a la ministra de Trabajo, a la que le tocó anunciarlo en rueda de prensa, le entró una llorera inconsolable. No pudo acabar de detallar las medidas adoptadas porque la voz se le quebraba y los lagrimones le rodaban por las mejillas.

Pues esta señorita, no sólo no llora, sino que se ríe como una hiena y dice “Muy bien, muy bien, que se jodan”. Allí, en su escaño, a la vista de todo el mundo. La réplica que se merece esta impresentable excede de mi capacidad de insulto. En 61 años que tengo, nunca he escupido a nadie, pero creo que, si me dijeran que estaba obligado a escupir una vez en la vida a una persona que yo eligiera, no dudaría en escoger a esta auténtica hija de Fabra.

Ahora díganme: para ustedes quién es peor, un tonto que intenta hacer un chiste, la caga de manera estrepitosa y, cuando se da cuenta de la que ha liado, dimite, o esta impresentable que se cisca en los ciudadanos recortados, estafados y apaleados y ahí sigue de parlamentaria. Espero sus comentarios.   

martes, 30 de octubre de 2012

27. De vuelta a la realidad

Acá me tienen, de vuelta de mis viajes, muy cansado y de bajón total, tras una primera jornada madrileña agotadora. Todavía ayer estaba en Rótterdam, con una temperatura algo más suave, después de tres días de mucho frío. Amanecí pronto, gracias a la previsión europea del cambio de horario, un cambio que mi ordenador y mi móvil efectuaron de manera automática.

Los responsables económicos de la Comunidad Europea, que en el mes de marzo tuvieron a bien quitarme una hora de tiempo gris y aburrido de final del invierno, ahora tenían la delicadeza de devolvérmela, como un tiempo de prórroga de mi viaje a punto de terminar. Desayuné casi solo y di un largo paseo por la ciudad vacía, todavía despertándose después de la noche de sábado. Regresé, pagué el hotel, hice mi equipaje y lo bajé a recepción (debía dejar el cuarto libre a las 12).

Quedé con mi hijo, dimos una vuelta por la zona del puerto y luego entramos a una Brasserie Belge, a comer un sándwich. En el bar se escuchaban de tanto en tanto gritos destemplados y ovaciones que venían de la trastienda. Kike fue al baño y volvió con la explicación de esos estruendos: estaban viendo en directo el partido de fútbol Ajax-Feyenord, es decir, el mejor equipo de Ámsterdam, contra el mejor de Rótterdam. El partido estaba en el tiempo de descuento con resultado de empate a dos, de ahí la emoción.

Me despedí de mi hijo y volví al hotel a descansar un rato en unos sofás que tenían junto a la entrada. Luego cogí mis maletas y eché a andar hacia la estación central. Allí había un revuelo considerable, con numerosos policías de más de dos metros, bastante nerviosos y como intentando desplegarse. Los policías de todo el mundo hacen el mismo gesto cuando están nerviosos: miran a todos lados y se tocan la pistola que llevan al cinto, como si comprobaran que sigue allí. El origen del revuelo era el que se imaginan: los supporters del Feyenord regresaban en tren del partido, con las bufandas al viento, en grupos ruidosos que entonaban sus últimos cánticos a coro, con los rostros colorados por el frío y la cerveza, y esa determinación militante que sólo el fútbol proporciona.

Un tren Fyra me llevó en una hora al Schiphol Airport, en donde hube de esperar un buen rato hasta que pude facturar y deshacerme de la maleta grande hasta Madrid. Nunca antes había viajado en Easy Jets y pude comprobar que es una compañía que no te proporciona un trato degradante, como Ryan Air, pero tampoco te ofrece grandes comodidades. Los asientos no son reclinables y no te dan gratis ni un caramelo, aunque tienen de todo si estás dispuesto a pagar por ello. Por lo demás, el vuelo fue puntual y corto. En Madrid recuperé la maleta y me subí en un taxi que me llevó a mi casa en poco más de veinte minutos.

Llegué, puse una lavadora con toda mi ropa sucia de 16 días y bajé a comer un bocadillo con una cerveza Mahou en El Brillante, porque tenía la nevera vacía. Al volver, colgué la ropa y me acosté en una cama helada. Como tengo por costumbre utilizar la alarma del móvil corporativo para despertarme, lo encendí (en el extranjero no funciona, así que lo había tenido todo el tiempo apagado y guardado) y lo preparé para que me despertara a la hora habitual, las 6.45. El problema es que este es un móvil antiguo, que no hace el cambio de horario de forma automática, como el mío, o el propio ordenador.

Así que hoy me he levantado a las 5.45, tras haberme acostado después de la una. He transitado como un zombi por una mañana interminable, que ha incluido una reunión soporífera de más de dos horas, aunque, al final, las cosas han remontado un poco. He comido algo ligero, he tratado de dormir algo sin grandes resultados, he bajado a que mi amigo Jurgen me cortara el pelo, y me he ido a correr al Retiro.

Cuando era más joven y estaba más enganchado a las carreras de fondo, me llevaba los pertrechos de correr a todas partes, y no dejaba de entrenar por estar en otras ciudades, en las que siempre encontraba un parque a mano. Ahora me pesa más el coñazo que supone usar una ropa que en poco menos de una hora hay que quitarse empapada de sudor y guardarla maloliente con lo sucio, además de que las zapatillas ocupan mucho espacio en la maleta. Así que no he corrido nada en estos días y hoy he recuperado el asunto, en una tarde desapacible y fría, en la que la noche se me ha caído encima poco después de las seis. Y luego aún he debido hacer una mínima compra para poder cenar en casa.

Incorporado a la rutina gris de mi vida, quizá deba hacer una especie de balance del viaje. Cuando iba con mis colegas franceses a Sri Lanka, la parte final de los viajes se la pasaban muy apurados escribiendo algo que llamaban “le contrendí”. Después de oír esa palabreja muchas veces les pregunté qué coño era “le contrendí”. Resultó que hablaban de Le compte rendu, es decir, el informe final de la misión. Mis entradas de blog de estos días pueden ser suficiente compte rendu, pero aquí van algunas conclusiones.

A mi hijo y mis amigos los he encontrado bien, en sus líneas respectivas. Tal vez me ha sorprendido Tangi, que me ha descubierto un lado humano que no conocía. Las ciudades también siguen más o menos como yo las recordaba. París es una ciudad maravillosa, excepto por el hecho de que en ella viven los parisienses, un tipo de gente bastante insufrible. Por ejemplo, es el único lugar de Europa en que llegas caminando ante un paso de cebra, adelantas un pasito, y el coche que viene no se para, sino que acelera para pasar antes que tú. Eso sucede en el Tercer Mundo y en París. Los ciclistas los he encontrado un poco en retirada.

Bruselas es una ciudad un poco aburrida, llena de funcionarios, con muchos emigrantes especialmente musulmanes vestidos de sport, con sus mujeres dos pasos más atrás bien cubiertas con pañuelos. Es una ciudad de grandes cuestas y desniveles, en la que la bicicleta es casi tan rara como en Madrid. Rótterdam sigue siendo la ciudad próspera y magnífica, que vive de su gran puerto industrial, con su mercadillo de los sábados bullendo de gente vestida con ropas coloridas. Y Nantes ha sido un descubrimiento. Una ciudad de unos 600.000 habitantes, perfectamente organizada para moverse en tranvía y en bicicleta. Además he conocido brevemente algunos otros lugares, como Saint Nazaire, La Haya o Leuven, la antigua Lovaina.

París y Rótterdam están completamente levantadas de obras, en algunos casos bastante faraónicas, como la nueva Estación de Rótterdam, que ya estaba empezada hace tres años en mi anterior visita y no se acabará hasta 2015. Aquí no ha llegado aun la crisis, pero en Francia ya hay consenso en admitir que el año que viene va a ser muy malo desde el punto de vista económico. Lo que nos decían a nosotros en 2008. El sistema entero es el que está en crisis y los grandes popes de la economía no tienen más solución que seguir siempre creciendo, a base de obras públicas e inversiones, hasta donde se pueda, y luego, que Dios nos ampare. Todavía no han encontrado algo mejor.

Es lo mismo en todas partes. Ahora nos han elegido a los españoles como chivos expiatorios, pero luego irán a por los demás, porque el fundamento de la economía es el mismo para todos y, en el fondo, todos están creando sus burbujas, que algún día pueden estallar. Y lo de los chinos ya no es burbuja, es burbujón. El día que se pinche, nos vamos a enterar.
  

sábado, 27 de octubre de 2012

26. Rotterdam

Muy bien, estoy ya en la última etapa de mi periplo. Hoy es sábado, acabo de ver en el ordenador el partido Celta-Deportivo y mañana se termina mi viaje soñado. No les he dicho que regreso en avión desde Ámsterdam, a donde me desplazaré en tren por la tarde haciendo el último uso de mi pase Interrail. Ya sé que piensan que debería volver en el tren. Pero una cosa es que me llamen el Kerouac del ferrocarril y que me haga gracia. Y otra muy distinta que me lo crea. El trayecto Madrid-París fue bastante pesado y al poco de llegar a París me saqué un billete de vuelta en Easy Jet. Dos horas de vuelo, frente a día y medio de viaje.

El objetivo inicial de este viaje era visitar a mi hijo y lo he encontrado bastante bien. Adaptado a la ciudad, al frío, a moverse por todos lados en bicicleta, a la Universidad Erasmo de Rotterdam. Ayer cogimos un Metro hasta La Haya y dimos un largo paseo por esta pequeña ciudad administrativa, en donde están todas las instituciones del Estado Holandés. Es un lugar más o menos bonito, muy holandés, tiene una larga playa y un centro medieval bien conservado. Las calles comerciales estaban animadas y vimos también un extenso barrio chino engalanado por alguna fiesta de esa comunidad. Cenamos allí y nos volvimos.

Hoy hemos quedado en el centro, para recorrer el gran mercadillo del Blaack, que se celebra todos los martes y sábados, y donde las gentes de esta ciudad se aprovisionan de comida: verduras, frutas, quesos, pan, condimentos, pescado y pollo, que son la base de su comida. Aquí parece que la gente no come apenas carne roja. También se venden antigüedades, ropa de segunda mano, discos viejos y comida preparada. El mercadillo tiene un punto londinense y permanece abierto hasta las cinco de la tarde, porque mucha gente aprovecha para comer algo en los puestos.

Después de zamparnos un sándwich, hemos caminado hasta la zona de la universidad, en donde mi hijo me ha enseñado el edificio de apartamentos donde vive, y en el que dispone de una habitación confortable y con buenas vistas. Luego me ha llevado a dar un largo paseo por el Kralingse Bos, uno de los parques más grandes de Rotterdam, por donde él suele correr. Y finalmente me ha enseñado la Facultad de Económicas. Como ya estábamos cansados, hemos tomado un tranvía hasta el centro, para cenar unas pizzas y nos hemos despedido hasta mañana. Durante casi todo el día hemos tenido sol, aunque con no más de siete u ocho grados de temperatura. Aquí les dejo una foto del susodicho, en la terraza de su edificio de apartamentos y con la ciudad al fondo.

 
Unas notas sobre Rotterdam. Es todavía el mayor puerto de Europa. Durante muchos años lo fue del mundo, pero en 2004 fue desbancado por Shanghái. La ciudad tiene unos 600.000 habitantes y compite en casi todos los terrenos con Ámsterdam. Los habitantes de Rotterdam dicen que aquí se trabaja de verdad, mientras que en Ámsterdam se hace el vago y se venden motos. Los otros dicen que en Rotterdam no saben hacer otra cosa que trabajar y trabajar, mientras que ellos además viven y se divierten.

La ciudad es un verdadero laboratorio de arquitectura moderna en donde hay obras de casi todos los arquitectos de primera línea. La causa de esto es que toda la ciudad antigua resultó arrasada por un bombardeo de los alemanes en 1940. Parece que cuando Hitler decidió avanzar hacia Francia, encontró una resistencia inesperada en el ejército y el pueblo holandés. Entonces se dio la orden de bombardear Rotterdam. El ataque duró quince minutos y arrasó la ciudad, causando cerca de 1000 muertos. Entonces amenazaron con arrasar Utrecht, pero ya no hizo falta, porque los holandeses se rindieron.

Ahora se da por admitido que los alemanes eran unos monstruos y los americanos los buenos de esta película, pero eso es así sólo porque unos perdieron y otros ganaron e impusieron su versión sobre el asunto. Pero el sistema de actuar era el mismo para todos. Los británicos redujeron a cenizas Saint Nazaire, como hemos visto y no fue la única. Los yanquis arrasaron Dresde, Berlín, Colonia y tantas otras, hasta lograr la rendición germana. Y luego acabaron con Hiroshima y, como los japoneses no se rendían, siguieron con Nagasaki. Ya no hizo falta más.
  
Los habitantes de Rotterdam empezaron la reconstrucción apenas una semana más tarde y aprovecharon para modificar el trazado, esponjar la ciudad y proyectarla con generosidad de espacios. Entre otras novedades, presumen de haber sido los primeros en construir una calle peatonal rodeada de tiendas, un modelo que ahora existe prácticamente en todas partes. El hotel Westermeier fue uno de los edificios que se salvaron del bombardeo y les pido que se fijen en él en la secuencia de fotos que les muestro.

                                                                                  Rotterdam antes del bombardeo
                                                                                    Rotterdam después del bombardeo
                                                                                                    El hotel en la actualidad

                                                                                       Otra vista del hotel 

                                                                        La iglesia de Sint Laurens tras el bombardeo


                                                                            La iglesia de Sint Laurens en la actualidad

En fin, nada como la imagen fotográfica para entender lo que es una guerra. Y esto sucedió hace poco más de setenta años, en la civilizada Europa.

25. El virus del nacionalismo I

Dejemos clara una cosa primero: cada persona es libre de pensar lo que le dé la gana, faltaría más. Cada persona es libre de ser nacionalista, si quiere, como es libre de ser racista o fascista. Mientras que no vulnere la ley, lo que tenga dentro de su mente es cosa suya. Cada persona es libre de dejarse convencer, o incluso engañar, por tendencias o criterios ideológicos. Desde ese mismo respeto por las opiniones de cada uno, yo soy antinacionalista. Y en ese convencimiento opino que el nacionalismo es el virus de la sociedad actual.

Un virus en el sentido informático (ya sé que no se trata de un bichito muy pequeñito y con patas, que si se cae de la mesa se mata, forma en que un malhadado Ministro de Sanidad describía al supuesto causante de la enfermedad que luego se atribuyó al aceite de colza). Pero un virus al fin y al cabo. Un virus que destruye la conciencia individual del ciudadano, impidiéndole continuar el camino por el que deberíamos transitar todos, siempre en mi opinión: el de la desaparición de las fronteras, el de la mezcla, el mestizaje, el que todos seamos ciudadanos del mundo, en esta época en que la tecnología ha abierto nuevos horizontes de comunicación entre los pueblos.

El nacionalismo camina hacia atrás en ese devenir mayoritario hacia la ciudadanía universal. El nacionalismo es la vuelta a la caverna, a la sacralización de las señas de identidad propias y el desprecio por las ajenas. Y además, es la utilización fraudulenta de los sentimientos legítimos de amor al terruño propio, por unos políticos que manipulan esos sentimientos para lograr cuotas de poder y, en el fondo, mangonear al ciudadano. La hoja de ruta es siempre la misma y yo estos días he visto en Bretaña síntomas del principio de esa ruta. Los bretones tienen sin duda una identidad diferenciada (Asterix era bretón), un idioma y una cultura celta. Pero da igual: cuando no hay una historia propia, se inventa y en paz. Vayamos por partes.

Uno. Michel Velly. 63 años. Se siente bretón, odia el centralismo parisiense y adora las galletes bretonnes que prepara su amigo y que le rememoran los sabores de su infancia. No sabe una palabra de bretón, ni ha pensado nunca en aprenderlo. Se proclama ciudadano del mundo y le gustaría vivir en Rotterdam o en Barcelona, ciudades en las que sabe que se sentiría muy a gusto. Sus hijos han estudiado en francés, en la escuela y en la Universidad. Su hijo mayor, que le ha dado tres nietos, vive en Bangkok trabajando en tareas humanitarias para la ONU. Desconozco cuál es su nombre, pero no me extrañaría que fuera un nombre francés: Michel, como su padre, o Fabrice, o Philippe. Su hija pequeña, la de la bodega, podría llamarse Anne (todo el mundo la llama así). Pero resulta que el nombre con el que fue bautizada no es ese, sino su equivalente bretón Annaïg. Primera manifestación del Virus. 

Dos. Tangí Saout. Algo más de 30 años, creo. Se siente bretón antes que francés, pero está a gusto en Francia y no piensa en una futura situación de independencia (se lo he preguntado). Su propio nombre está escrito con la grafía bretona (en francés sería Tanguy). Sus hijos se llaman Malo, Helorïg y la pequeña Ailïg. Malo, aunque piensen lo contrario, es un nombre bretón. Recuerden el pueblo de Saint Malo. Y los yogures Malo, natural y de vainilla, que se anuncian aquí por todas partes. El yogur Malo debe de estar muy bueno.

Los hijos de Tangi estudian en un colegio bilingüe, francés y bretón. Hablan correctamente los dos idiomas, pero usan todo el rato el francés, entre ellos y con sus amigos. Tangi ha intentado aprender bretón, pero es un idioma muy difícil, cuyo aprendizaje requiere esfuerzo, y él no tiene tiempo porque debe trabajar todo el día para sacar adelante su familia. A una pregunta mía me ha contestado que no cree que el hecho de que sus hijos estudien la mitad de sus cursos en una lengua difícil, que sólo les va a servir en el futuro para entenderse en su pequeña patria, sea una pérdida de tiempo y un desperdicio de esfuerzos. Por el contrario, piensa que estudiar en dos idiomas les facilitará después aprender un tercero, como el inglés.

Lo van pillando. Es el mismo escenario de los vascos hace unos veinte o veinticinco años. Al contrario que Tangi, yo creo que el saber sí ocupa lugar y pienso que el aprendizaje de lenguas tan difíciles como el euskera o el bretón es en parte una manera de anclarte al territorio, una suerte de esclavización parcial consentida. La hoja de ruta es siempre la misma, y el hecho de que el idioma vernáculo sea difícil y arcaico es irrelevante. Mis sobrinos que han estudiado en La Coruña coinciden en afirmar que la asignatura más difícil de su bachillerato es el gallego. ¡Manda caralllo!

Tangí es una buena persona, pacífica y nada agresiva. Pero después vendrán los radicales, los insatisfechos que vuelcan sus frustraciones en el odio a la metrópolis, sea ésta Madrid o París, a la que responsabilizan de todos sus males. Y la última destilación de este fenómeno: los políticos. Los Artur Mas de turno. A este respecto, hay que aclarar que es falso que existan líderes nacidos de la nada, que arrastren a sus pueblos a donde nunca hubieran llegado si no fuera por su aparición. Me explico.

Hitler, nacionalista autoproclamado, no fue un loco caído del cielo que llevó al pueblo alemán por un camino equivocado. Hitler encarnó la expresión de unos sentimientos muy arraigados en el pueblo alemán: la necesidad de expandirse, la frustración por las guerras perdidas con sus vecinos y, por supuesto, el antisemitismo, que existía antes de Hitler y se extendía también por otros países como puede verse en la novela La Conjura contra América, de la que ya les he hablado.

Sabino Arana era un auténtico nazi. En sus libros ha quedado plenamente expresado su pensamiento. Bien conocido es el pasaje en el que explica a los verdaderos vascos cómo deben actuar si un día, paseando por el puerto, avistan a una persona que se está ahogando. Lo primero, asegurarse de si es euskaldún. En caso afirmativo, lanzarse al agua a ayudarle. Si no, no merece la pena: es un español, pues. Que se joda y se ahogue. Un cabrón menos.

Pero Sabino Arana tampoco surge de la nada con unas ideas originales insólitas. Por el contrario, es la expresión de un sentimiento colectivo que ya existía. Alejo Carpentier cuenta, en un pasaje delicioso de El Siglo de las Luces, cómo, después de la revolución francesa, se prohibió la religión en el país vascofrancés. Pero los vascos siguieron celebrando misas clandestinas, para lo que llevaban escondidas las hostias debajo de la boina.

No hemos llegado aún a ninguna parte, porque este tema requiere mucho más espacio, pero ya tenemos esbozadas algunas líneas. El nacionalismo es un virus que brota en los pueblos, primero de forma pacífica y tranquila. Luego entran en liza los políticos, y el asunto se convierte en una lucha de poder, que puede derivar en situaciones muy violentas (Yugoslavia, Sri Lanka) aunque también puede llevar a opciones más tranquilas (Checoeslovaquia). De todo ello hablaremos, pero no teman: este no es tampoco un blog exclusivamente antinacionalista. Seguiremos hablando también de otros asuntos más gratificantes.

jueves, 25 de octubre de 2012

24. Últimas horas en la capital de un estado inexistente

El miércoles amaneció fresco, con un vientecillo gélido y el cielo velado por girones de nubes altas y grises. El sol lo disolvió todo y el día se recuperó, pero en el aire quedó una especie de presagio del invierno. António quería ir esa mañana a Lovaina, a recoger un certificado acreditativo del Máster que ha completado en junio. Me ofrecí a acompañarlo y salimos a media mañana en su coche. Mientras hacía él sus gestiones, me di una vuelta por el pueblo, plagado de estudiantes caminando y circulando en bicicleta. Hay una presencia masiva de bicicletas en las calles. Ésta es ya zona flamenca, y aquí las iglesias se llaman, por ejemplo, Sint Michielskerk o Sint Pieterskerk, y las panaderías Bakerij.

La Universidad de Lovaina fue desde la Edad Media una de las más importantes de Europa, situación que duró hasta que las tensiones nacionalistas y lingüísticas, que están haciendo desaparecer este pequeño país centroeuropeo, impusieron una absurda división de los archivos, los fondos y los recursos de esta institución centenaria en dos nuevas universidades: ésta que yo he visitado hoy, flamenca y que continúa en el emplazamiento original con el nombre de Leuven, y otra, francófona, de nueva construcción a base de horribles edificios de acero y cristal, conocida por Lovaine-la-Neuve. Ninguna de las dos universidades ha logrado tener el peso y la importancia internacional de la anterior unificada, pero eso a los nacionalistas se la bufa.

Me estaba resistiendo a mostrar mi lado antinacionalista furibundo, uno de los criterios políticos que tengo más claros en mi cabeza, porque el día que empiece, no paro, y sé que me pongo pesado. He estado callando frente a la ofensiva de los catalanes (ofensiva como sustantivo y también como adjetivo). No he dicho nada del asunto después de pasar por Bretaña, un lugar donde he encontrado síntomas preocupantes de algo que empieza a manifestarse de forma incipiente. Pero es que Bélgica está al final del camino.

Éste es un país formado por dos comunidades que se odian, se ignoran y se dan la espalda. Los flamencos, no quieren aprender francés, y los valones no quieren aprender flamenco. He coincidido en congresos y saraos internacionales con gentes de ambas zonas que se entendían entre ellos en inglés. Si buscan en las hemerotecas, encontrarán el caso verídico de un choque de trenes que se produjo porque una orden verbal enviada por un ferroviario no se entendió o no se quiso entender por el que tenía que aplicarla. Este país ya no existe, a fuerza de descentralizar competencias a los gobiernos regionales flamenco y valón. De hecho, Bélgica ha estado sin gobierno más de 500 días entre el año pasado y este, sin que nadie lo echara en falta.

Este país se reduce prácticamente a Balduino, o como coño se llame el rey que tienen ahora. En cuanto les falle el rey, se van al carajo. Los flamencos son la parte rica, lista y elegante y no quieren cargar con los otros. Un caso parecido al de catalanes, vascos y padanos del norte de Italia y, sobre todo, idéntico al de los checos en relación  con los eslovacos. Los flamencos tal vez puedan asociarse un día con sus hermanos holandeses (el idioma es gramaticalmente el mismo, sólo se diferencian en los acentos). Pero la parte francófona va de culo. Los franceses no les quieren, porque los consideran un poco bolos, como los madrileños a los de Toledo. Los franceses hacen chistes de belgas, igual que los nuestros de Lepe.

Así que, si alguno de mis lectores es nacionalista, más vale que deje de entrar en mi blog, porque, a partir de mañana es muy posible que se sienta gravemente insultado por mis reflexiones al respecto, profundizadas tras visitar Bretaña y Bélgica. De momento déjenme decir que la universidad de Leuven, como ahora se llama, conserva el sabor de las viejas instituciones universitarias europeas, como Oxford, Cambdrige, Colonia, Heidelberg, Leipzig, Lund y tantas otras, sin olvidar a Salamanca y Alcalá de Henares, por citar también algunas españolas. El ambiente añejo y vetusto de estos edificios majestuosos contagia a los estudiantes de una solera, un punto rancia, que jamás se podrá alcanzar en Harvard o Berkeley. Y mucho menos en Lovaine-la-Neuve.

El miércoles por la tarde volví a pasear por el centro, pero esta vez subí en el ascensor público que lleva a la explanada frente al monstruoso y elefantiásico edificio del Ministerio de Justicia. Alcanzada la cota, caminé hasta la Coline des Arts, visitando de paso la iglesia gótica de Notre Dame du Sablon, que es muy bonita. En esta zona se concentran los principales museos de la ciudad. Tenía curiosidad por ver el Museo de Magritte, aunque pensaba que a las seis de la tarde estaría cerrado, como todos en Bruselas después de las cinco. Pero resulta que lo abren los miércoles hasta las ocho. Y que hay entradas para seniors degarnis a cinco euros.

Así que entré y me encontré en un museo casi nuevo, bien montado en cuanto a iluminación y disposición espacial, pero con una colección no demasiado extensa. En realidad, en las postales que se venden en la tienda hay muchos más cuadros de este pintor genial. Lo peor fue que casi era yo el único visitante. Cada vez que entraba en una sala, los vigilantes que estaban sentados charlando tranquilamente, se levantaban y se ponían en posición de cumplir la función para la que les pagan. A mí no me gustan los museos abarrotados de hordas de japoneses, pero esto es el otro extremo. Es la primera vez en mi vida que visito un museo con más vigilantes que clientes. De todas formas, Magritte siempre es interesante.

Por la noche, António y Teresa tenían invitados a cenar. Un compañero de trabajo de Teresa con su señora, extremeños y profesores ambos, como mis amigos, pero más de mi quinta. Pasamos con ellos una velada muy agradable y, después de ayudarles a recoger, me despedí de mis anfitriones que, durante cuatro días, me han dado casa y me han permitido conocer algunas de las zonas de Bruselas que los turistas no encuentran jamás.

El jueves me levanté, escribí un ratito y luego hice la maleta. Caminé hasta la parada de tranvía de la línea 3, pero resulta que se acababa de averiar. Así que hube de andar un poco más hasta la línea 4, para que me llevase a la Gare du Midi. El viaje ha transcurrido sin incidencias, y ya estoy  instalado en el hotel Emma, en el centro de Rotterdam, esperando que mi hijo termine su examen para cenar juntos. Hasta mañana.

23. El tiempo pasa despacio

Time passes slowly, cantaba Bob Dylan. El martes salí más tarde de casa de António Trinidad, porque fue esa la mañana en que escribí dos entradas de Blog. Lisardo me ha mandado un mail regañándome porque, no sólo no acorto mis textos, sino que los duplico. En realidad lo hice porque, al paso que iba, me veía de vuelta en Madrid sin haber siquiera terminado de contar mi estancia en Nantes.

Hablando de Nantes, habrán comprobado que Michel y Tangi son dos personalidades muy diferentes. Sólo tiene dos cosas en común. Una: son arquitectos. La otra tienen que deducirla de las fotos que les vuelvo a traer para que les miren otra vez.



¿Lo han adivinado? EXACTO: los dos van vestidos de arquitecto. BINGO. ¡Ah! ¿Que algunos no saben a qué me refiero?  Pues aquí les pongo las mías. Está bastante claro.



El martes, tras terminar mi doble entrada al Blog, tomé el tranvía 3, porque no quería emplear el tiempo de que dispongo para caminar en hacer el trayecto entre la Avenida Winston Churchil y el centro, para el que ya conocía dos rutas diferentes. Paré un momento en la Gare du Midi, para sacar mi billete a Rotterdam, el único que me faltaba. Después de una cola moderada, el amable joven de la taquilla me informó que para el tren Thalis de alta velocidad ya no quedaban billetes para el día 25. La única alternativa que tenía era el tren IC, que tarda unas dos horas. Teniendo en cuenta que el Thalis tarda hora y cuarto, no es mala solución. Además, es gratis con el pase Interrail y no tengo ni que sacar billete. Con mi pase, me subo en uno cualquiera (salen cada hora) y, si viene el revisor, le muestro el pase. O sea, como el Interrail que yo recordaba de mi juventud.

Comí una salade niçoise en una terraza, porque seguía haciendo calor, y luego, hice el típico circuito del turista: Catedral, Grand Place, Manneken Pis, etc. En la Place du Marche aux Herbes, los músicos callejeros se turnan para entretener a la gente que toma el sol por los bancos, las gradas y los jardines. Estuve un rato escuchando a un chaval de ojos románticos y voz desmayada, dulce y evocadora. Cantaba una canción lenta y triste, de la que me costó reconocer la melodía: era el Billie Jean de Michael Jackson. Desprovista del ritmo sincopado y machacón de la versión original, la tonada mostraba la exquisita delicadeza de la composición. Jackson era un gran músico, como intuyeron Quincy Jones, Miles Davies y tantos otros colegas de la raza cuyos rasgos pretendía borrar de su rostro en la fase final de su locura.

A las 7 regresé a casa de António, porque los dos teníamos una cita especial. Los últimos martes de cada mes, los poetas, narradores y lectores de literatura en español de Bruselas, se reúnen en una tertulia literaria. Normalmente se encuentran en Casa Miguel, un lugar de tapas y buenos vinos de la tierra. Pero hoy hay partido de fútbol en la tele, y los forofos españoles de la Champion League le suponen al bueno de Miguel un negocio potencial muy superior al que prometen los poetas, casi siempre gente escueta en sus consumiciones, porque no les suele sobrar el dinero. Así que hoy será en el Carpe Diem, un nombre también muy literario.

Hemos llegado los primeros, y hemos esperado en la calle, fuera del bar, porque la temperatura es súper agradable. Los literatos y sus amigos van llegando poco a poco con sus abrigos modestos y nos saludamos con cariño y nostalgia de la tierra. La mayoría cuentan con algún trabajo relacionado con los organismos administrativos de la Comunidad Europea. Hoy la tertulia se va a centrar en la presentación de un libro de poesía del cotizado narrador y ensayista José Ovejero, que se llama Nueva guía del Museo del Prado. Ovejero es un joven agradable, cariñoso y muy natural, que domina varios idiomas (al menos inglés, francés y alemán) y trabaja como intérprete en Bruselas desde hace bastantes años.

Aquí los intérpretes son una élite. Pueden actuar como traductores simultáneos y ganan bastante más dinero que los traductores de a pié, los que trabajan sobre textos escritos. En el año 2000, José publicó una especie de guía informal y atípica de Bruselas, al estilo de los libros de Enric Gonzalez sobre Nueva York y Londres, y tuvo bastante éxito. A partir de ahí inició una carrera como novelista, que hoy tiene ya muy consolidada. El año pasado publicó un ensayo llamado Escritores Delincuentes, que tuvo bastante repercusión. Este año ha ampliado su oferta con La Ética de la Crueldad, que acaba de ganar el Premio Anagrama de ensayo, y estos poemas que le suponen una incursión en un género en el que es menos reconocido.

El libro se compone de una serie de poemas compuestos a partir de la observación de diversos cuadros del Museo. Nos ha leído algunos y a mí, que no soy experto en la materia, me han parecido muy bonitos. En cuanto llegue a Madrid me compraré el libro. Por otra parte, resulta enternecedor el esfuerzo que desarrolla José Miguel, el organizador de esta tertulia, para reunir a todos los españoles interesados en la literatura con residencia en Bruselas. José Miguel tiene un resto de acento catalán, pero lleva muchos años residiendo fuera, sobre todo en Londres, de donde es su mujer. Es un hombre más o menos de mi quinta y su primera profesión es cantante de ópera. Pronto vendrá a Madrid para participar en el coro de Aída, en donde debe vestirse de época y  actuar como portaestandarte.

La tertulia ha resultado muy agradable para mí. Los del bar nos habían puesto mantelitos y cubiertos en una sala del primer piso, como si fuéramos a cenar, pero al entrar les hemos explicado que éramos poetas y novelistas y no veníamos a cenar sino a presentar un libro. Entonces se han llevado los pertrechos para la cena y nos han sacado unas copas de Leffe Blonde de presión y unos platillos con saladitos y dados de queso Gouda.

Al acabar la tertulia, nos hemos dado las direcciones y nos hemos despedido. António y yo hemos tomado un tranvía para regresar, dando por finalizado el martes 23 de octubre. Les dejo un par de imágenes de propina: el Manneken Pis vestido de mosquetero, y las acacias delante la Catedral, que dentro de unos días habrán perdido todas las hojas. Con un amarillo tan puro, cualquier airecillo bastará para llevárselas lejos



      

22. Fai un sol de carallo en Bruselas

¿Será el calentamiento global? No se imaginan el calor que hace por estas tierras. Dicen António y Teresa que esto es excepcional, que enseguida caerá el frio y los paisajes adoptarán esa tonalidad gris, ese punto desapacible que hace a la gente caminar apresurada, forrada de ropa para contrarrestar los quince grados bajo cero que se llegan a alcanzar en los días más duros del invierno.

Pero el caso es que, paseando por esta ciudad, me ha empezado a sobrar la mayor parte de la ropa que traía, bufanda de arquitecto incluida. La gente camina perezosamente por las calles soleadas. Los jóvenes ejecutivos y los altos funcionarios europeos estiran sus rostros en una misma mueca crispada, porque se están cociendo dentro de sus trajes. Las mujeres musulmanas tampoco parecen demasiado cómodas, debajo de los diferentes tocados con que cubren sus cabezas: el hiyab, el niqab, el chador. Hasta algún burka he llegado a ver.

¿Y las cristianas? Pues lo de las cristianas es un verdadero festival de camisetas ceñidas, de colores vivos, de tirantitos mínimos, de brazos bien torneados, de axilas apenas entrevistas, de ombligos insinuantes. Discúlpenme, pero llevo muchos días bajo una lluvia insistente, viendo a la gente enfundada en sus abrigos, envuelta en bufandas y guarecida bajo los paraguas, y esta explosión de luz, de colores llamativos y melenas desatadas al tibio viento de Bruselas, es una maravilla para mis ojos habituados al gris. Mi paisano y colega Paco Méndez sintetizaba esta sensación con una frase demoledora: “Cuando llega el buen tiempo, las mujeres se quitan la ropa de abrigo y se ponen las tetas”. Con esta frase un poco agreste, expresaba lo que todos sentíamos y no conseguíamos formular en aquellos años de hormona desbocada.

Como les contaba ayer, el domingo, después de mi aventura con el doble billete, llegué a Bruselas con una hora de adelanto respecto a lo que le había avisado a António. Como les había dicho que llegaría comido y no quiero darles más murga que la imprescindible, entré en una pizzería de la Gare du Midi y me comí una porción generosa, con una cerveza Jupiler,  equivalente local de la Mahou, muy diferente de mis preferidas: Leffe, Grimberger, Affligen. Luego llamé a António para que me explicara cuál era el tranvía que debía tomar y cómo sacar el carnet de 10 viajes.

Tras descansar un poco, mi amigo me llevó a dar un paseo desde su casa hasta la zona de la Grand Place, el centro más conocido y turístico de Bruselas. Pero no fuimos por las vías principales, sino por un recorrido de traseras que él conoce, en donde vive la colonia de portugueses. Portugal es un país muy querido por António, que es oriundo de tierras fronterizas. Su mundo de la infancia y adolescencia aparece perfectamente reflejado en su novela Tierra Raya, editada en Paréntesis, y que les recomiendo encarecidamente. 

En la tarde de domingo, al conjuro del largo anochecer de estas tierras del norte, los portugueses se arraciman a las puertas de sus cafés, dejando correr el tiempo, desgranando la nostalgia de su país melancólico y adormecido frente al Atlántico, la saudade de su tierra, rememorada en el sabor recio de sus doubles bicas de café bien cargado, en cada sorbo de cerveza Sagres o Super Bock, al arrullo de los sonidos de fado que brotan de las rockolas de los bares y suben como volutas de humo sonoro hasta los balcones de las casas, donde les esperan sus mujeres haciendo la cena (¿tal vez un bacalao a bras?)

António y Teresa viven  con su hijo Tiaguito en un ático precioso de la Avenida Winston Churchil, en donde me han dejado una habitación. Ellos madrugan mucho y se marchan a sus ocupaciones respectivas. Yo me levanto algo después, desayuno, escribo la nueva entrada del Blog que colgaré por la noche y me voy a caminar por la ciudad. El lunes intenté una ruta alternativa para no repetirme, pero tuve la sensación de hacer un camino más largo y feo que el que me enseñó António, para llegar al mismo sitio.

Bruselas tiene muchas cuestas empinadas, por lo que no se ven muchas bicicletas. De las ciudades que he visitado en este viaje, la más adaptada a sistemas sostenibles de movilidad es Nantes. En mi última visita a París, me había quedado impresionado al ver cómo las bicicletas habían ganado terreno y, en auténticos enjambres, invadían las calzadas y los carriles bus, a gran velocidad y con una especie de descaro militante. Esta vez, he visto un París con los ciclistas un poco en retirada, relegados a los carriles bici y con un tipo de conducción menos invasiva, más cauta. Los automóviles parecen haber recuperado terreno.

La ciudad de Nantes está toda ella acondicionada para una circulación cómoda en bicicleta, aunque tampoco pude ver demasiadas a causa del diluvio continuo. Bruselas es, en cambio, una ciudad pensada y organizada para el predominio absoluto del automóvil, como Madrid. Y, sin embargo, fuera de las vías principales se encuentran numerosas calles recoletas, adoquinadas y silentes, que a menudo desembocan en pequeñas plazas, como la de Los Mártires, con una fuente en el centro, a cuyo alrededor se sitúan los grupos de adolescentes a comerse sus bocadillos y sus cucuruchos de patatas fritas, típicas de la ciudad.

El lunes por la noche António volvió tarde, pero aun tuvo ganas de salir a dar una vuelta después de cenar, para tomar una última cerveza conmigo, en una terraza. António es un escritor con una vena poética que admiro, capaz en dos pinceladas de expresar sentimientos complejos que a mí me cuestan páginas y páginas. Envidio su capacidad de síntesis y a su lado me siento un simple narrador de historietas más o menos divertidas, pero sin mayor recorrido. Si creen que exagero, les transcribo aquí una de las últimas entradas de su blog, del que por cierto ya les he dado la dirección, pero se la repito:  www.antrimu.blogspot.com. La entrada se llama “El gris de la vuelta” y dice:

“En Charleroi, efectivamente, afuera estaba gris. Ella, como los limpiaparabrisas, lo aclaraba todo un poco. Luego los tres paseando por Saint-Gilles, y hubo risas, y un corte de pelo, y cena libre”.

Entienden a qué me refiero. António y Teresa me han acogido en su hogar y me encuentro feliz aquí, compartiendo su mundo familiar y hospitalario en las horas finales de cada día, cuando ellos vuelven a casa, y yo regreso también, después de practicar largamente mi diversión favorita: recorrer sin apuros las calles de la ciudad. Callejear, lo llamamos los españoles. Flâner, los franceses. Hangin’round, los americanos. Pocas cosas me gustan tanto como vagar sin rumbo por una ciudad grande, dejando que mis pasos me lleven a donde cuadre, en una manifestación práctica del principio de incertidumbre, base de la física moderna.

miércoles, 24 de octubre de 2012

21. Del elefante a Bruselas

Empezamos con las imágenes del elefante de Nantes, que hablan por sí solas.








Michel se despidió de mí después de mostrarme esta maravilla en forma de elefante articulado. Tenía una cena también ineludible. Este hombre realmente no para de hacer vida social. Antes del abrazo final se aseguró de que fuera por la noche a cenar en La Cigale. Él mismo llamó para reservar, para que no volviera a hacer lo de la noche anterior. Me fui al hotel y descansé un rato.

Después salí otra vez en busca de los grandes almacenes Lafayette, porque quería comprarme una bufanda. En algún momento de mi visita a Bottier-Chenaie perdí la que llevaba. La buscamos desandando el camino, pero no apareció. Así que salí del hotel con mi paraguas y me dirigí a la tienda antes de que cerrara a las 9 de la noche. En la plaza Royal me abordaron dos hombres de edad mediana (seguramente más jóvenes que yo) que se estaban calando porque no tenían paraguas. La conversación fue la siguiente:

            –Excuse moi, ¿Vous pouvez nous aider? ¿Vous etes d’ici?
–No, desolé. Je ne sui pas d’ici. Je suis espagnol.
–¡Joder! Entonces igual que nosotros. ¿Conoces la ciudad?
–Sólo llevo aquí tres días, pero algo ya voy conociendo
–Es que estamos buscando un restaurante que nos han dicho que es cojonudo, pero se nos ha olvidado el nombre.
–La Cigale
–¡Joder! Precisamente ese. ¿Y sabes cómo llegar hasta él?
–Por la calle que sale allí a la izquierda, subís hasta la plaza Graslin y allí lo veis.
–¡Joder! Pues sí que te han cundido los tres días.

En los almacenes Lafayette me dirigí a una rubia jovencita que atendía la sección de caballeros. Le conté que necesitaba una bufanda negra de lana (un écharpe noir de laine). Me sacó una de Yves Saint Lorent, preciosa, que valía 80 euros. Muy cara. Entonces trajo otra que valía 25, pero no era de lana y picaba un montón. ¿Es posible que no tengan una intermedia? La tenían, pero no era negra y le dije que la necesitaba negra porque soy arquitecto y los arquitectos no podemos vestirnos de otro color. Pero usted lleva un jersey morado, respondió, muerta de risa. Sí, porque también soy escritor.

En fin, después de un rato de bromear, recurrimos a su jefa de planta, una mujer ya mayor, de pelo corto, a la que la rubia le contó entre risas mi problema. Enseguida fue a un estante un poco más allá y volvió con la bufanda perfecta, y por 19,90: Voilà votre écharpe d’architect. Le meilleur prix de Nantes. Recordé entonces una noticia que había leído en el periódico. El viernes murió Silvia Kristel, la inolvidable Emmanuelle. Tenía 60 años, cómo pasa el tiempo. A esta dama adorable le debemos, entre otras muchas cosas, el que las mujeres más guapas de una generación se decidieran a dejarse el pelo corto. Hoy las jóvenes han recuperado la melenita. Es una pena, al menos desde el punto de vista de un viejo pedagogo urbano degarni.

En cuanto a La Cigale, es un lugar realmente único, un restaurante art deco, revestido íntegramente de azulejos multicolores y con unas lámparas preciosas. El ambiente es parecido al de La Coupole de París, pero éste es mucho más bonito. Llegué bajo un aguacero, con mi paraguas y mi sombrero, que recogí de paso en el hotel, porque Michel me había dicho que lo llevara al restaurante, para subrayar l’air d’ecrivain. Comí unas haricots verts, un pescado local muy rico y luego un decafeiné gourmand, una fórmula que me enseñó Tangi, que consiste en un café solo, acompañado de tres pequeñas muestras de los postres de la casa. Después de eso dormí como se pueden imaginar.

El domingo me levanté a las 7, para hacer la maleta, ducharme y estar a las 8 en la parada del tranvía. La patrona andaba ya levantada y trajinando a hora tan temprana. Le había pagado el día anterior y me despedí de ella con cariño. El marido seguramente no se había levantado todavía. Seguía lloviendo y hube de valérmelas en el tranvía con el paraguas, el sombrero, mi maleta, mi cartera y un tercer bulto: una caja de tres botellas de vinos del Loira para mi amigo Trinidad, que había comprado el día antes a la hija de Michel. En domingo hay menos tranvías, pero conseguí estar en el tren a París antes de las 9.00, la hora de salida.

Ahora les cuento mi lío con los billetes. Aunque tengo el Interrail desde Madrid, voy sacando los billetes sobre la marcha. En Paris me acerqué un día a la Gare de l’Est y compre los trayectos París-Nantes y Nantes-Bruselas. En la misma taquilla revisé mi compra y vi que el tren Nantes-París llegaba a la Gare de Montparnasse a las 11.15, y el París-Bruselas salía de la Gare du Nord a las 12.00. Era muy poco tiempo, las estaciones están en las dos puntas de París y tenía un intervalo demasiado justo para hacer el cambio. Pero el hombre de la taquilla solventó mi queja diciendo “bah, bah, bah, tiene casi una hora, le sobra tiempo”. Trato típico de un parisiense para el que los forasteros son todos unos enmerdeurs.

Philippe se mostró preocupado. Era imposible hacer el transfer en Metro, me dijo, y bastante problemático en taxi, un domingo por la mañana. Bastaba un problema con el taxi o un atasco por cualquiera de las obras que se hacen en París en domingo para que yo perdiera mi tren. Así que en Nantes, me acerqué con Tangi a la estación. La chica de la taquilla, todo amabilidad, me dijo que, en su opinión, para un conocedor era posible hacer el transfer en Metro, pero si yo no era un habitual y eso me angustiaba, ella me lo cambiaba sin problema. Entonces me dio un billete para las 12.50, pero no me anuló el otro, sino que me dio los dos grapados.

Hice, pues, mi recorrido Nantes-París otra vez por las zonas inundadas y viendo como el cielo se iba despejando a medida que nos acercábamos a la capital. En la Gare de Montparnasse, me puse tranquilamente el sombrero, guardé el paraguas en mi cartera, tomé mis tres bultos y me fui caminando sin apuros hacia el Metro, incluso quedándome parado en los largos tapis roulants, en los que la gente que va justa de tiempo adelanta caminando deprisa. El Metro llegó enseguida, lo tomé, me senté, me bajé en la parada correspondiente, entré en la Gare du Nord, busqué cuál era mi tren en un tablero luminoso y continué tan tranquilo hasta el andén que me tocaba.

Allí estaba el tren de las 12.00. Faltaban cinco minutos para la hora de salida. ¿Por qué no subir? Lo que pasa es que no sabía si, al darme el segundo billete, habían anulado el primero. Me dirigí a una revisora que andaba por allí y le expliqué mi problema y mi duda. Respuesta parisiense: Je m’en fous, hable con el responsable de los asientos de segunda clase. Tres minutos para la salida. Busco al tipo, segunda explicación y segunda respuesta parisiense: Je m’en fous, hable con el jefe de tren, que es aquel señor mayor al fondo. Un minuto para la hora. Menos mal que el jefe no era de París: me escuchó, me entendió enseguida, desgrapó los billetes, rompió el de detrás y dijo: dese prisa, el tren se va, suba por aquí mismo, ya buscará su vagón y su asiento por dentro.

Así lo hice, mientras la locomotora bufaba ruidosamente avisando de la partida. El tren iba lleno y, tras recorrerlo casi todo molestando a medio pasaje con mis tres bultos, llegué sudando a mi asiento y ¿qué me encuentro? Pues una señora alemana de mediana edad (pelo corto, por supuesto) que ya se había instalado allí, se había quitado todos los abrigos y se estaba comiendo un bocata gigante. Pensé que ya la había cagado, pero confrontamos nuestros billetes y resultó que era ella la que estaba mal sentada. Tenía el asiento correcto en el vagón equivocado.

Tuvo que envolver de nuevo el bocata, ponerse los abrigos, bajar sus bultos del alto estante y largarse con ellos por el pasillo. Sólo entonces pude instalarme en mi lugar. Cuando me quité el jersey, tenía la camisa empapada de sudor. Llegué a Bruselas normalmente, compré un carnet de diez viajes de tranvía, busqué la línea 3 y, en la parada Vanderkindere, me estaba esperando Antonio Trinidad, pero esa es ya otra historia. 

20. Pedagogo urbano

Para los que no quieren el caldo de mis largas entradas, hoy va a haber dos tazas, porque no soy capaz de resumirme más, y eso que les juro que lo intento...

Apareció Michel Velly finalmente el sábado, otra vez bajo la lluvia que volvía después de su breve tregua. Pensábamos habernos visto antes, pero los dos días anteriores le habían surgido compromisos inesperados que no podía eludir y por los que se había disculpado por mail. Conozco a Michel desde hace muchos años. La primera vez que apareció por Madrid traía a un grupo de 40 alumnos de la escuela de Nantes. Me tocó hablarles de la historia del urbanismo de Madrid y los últimos planes y proyectos de la era Álvarez del Manzano. Nos hicimos amigos, y luego él fundó Cultures Urbaines y, a partir de ahí, cada vez que se planteaba un posible viaje a Madrid, me buscaba directamente para organizar conmigo la visita.

Si Tangi es un buenazo, una persona generosa en su esfuerzo y su implicación, Michel es el prototipo del vieux professeur, el tipo que lo sabe todo de las ciudades y le gusta dar lecciones magistrales, el gran seductor, el vendedor de temas complejos y arduos que él convierte en amenos, el ejemplo de la simpatía desbordada y el savoir faire. Y otra característica por la que yo me siento tan identificado con él: es un tipo que nunca se acomoda, que se escapa de las situaciones estáticas, en las que pronto se siente asfixiado, para emprender enseguida otras nuevas con el mismo entusiasmo. Michel huye todo el tiempo del hombre que no es.

Me explico. Michel es bretón de origen irlandés. Estudió arquitectura y durante un tiempo se ganó la vida construyendo. Pero un día buscó otros horizontes en la enseñanza. Consiguió algo difícil: entrar como profesor en la prestigiosa Escuela de Nantes (él había estudiado en la más pequeña de Rennes) y dejó la construcción. Haciendo viajes de estudios con sus alumnos descubrió una forma aun más divertida de explotar su labia seductora y fundó Cultures Urbaines. Después de años de viajar por el mundo, se cansó, dejó la empresa a Tangi, uno de sus mejores alumnos, y volvió a la Universidad. Y, ahora, está pensando jubilarse (es mayor que yo) para irse a vivre la vie a alguna de sus ciudades favoritas. La primera es Rotterdam, pero su mujer, con buen sentido, dice que, para ir a un lugar donde llueve más y hace más frío, se quedan en Nantes. La segunda es Barcelona. Tal vez recale allí dentro de poco.

Tenemos algunas anécdotas comunes deliciosas, que siempre recordamos. Una vez, tomando una cerveza, le confesé: nosotros ya no somos arquitectos ni nada, nosotros somos verdaderos comerciales, que vivimos de vender una determinada imagen de la ciudad. Me miró con sus ojos traviesos y pronunció una frase mítica para mí; Tu est trop modeste, Emilió, nous ne somme pas vendeurs, nous somme pedagogues urbaines, une tâche tres important. Pocas veces me he sentido tan identificado con un calificativo; eso es lo que yo soy: pedagogo urbano. Un pedagogo urbano degarni. Aquí algunas imágenes de mi amigo.

                                                                                                En la Escuela de Arquitectura

                                                                      En el Memorial pour l'Abolition de l'Esclavage

                                                                                                      En el café de arquitectos

Uno de los viajes más difíciles que tuvo que montar mi amigo fue el Congreso anual de los Architects Conseil d’Etat. En Francia existe la figura de los arquitectos del Estado, creada en 1950 por el General De Gaulle. Hay uno por cada uno de los 150 departamentos, y se eligen periódicamente por los prefectos entre los profesionales liberales de mayor prestigio. Es una tradición que reconoce el mérito de los mejores arquitectos, a los que convierte en asesores de la Administración, un honor que ninguno declina. Los 150 tienen una asociación que monta un congreso anual, alternativamente en una ciudad francesa y otra extranjera. No estoy seguro del año, quizá en 2005, eligieron Madrid y contrataron a Michel para organizarlo.

Mi amigo programó varios días de conferencias de los arquitectos más prestigiosos de Madrid que quisieran intervenir en francés, y me metió a mí en el programa para que soltara mi rollo habitual, en medio de todos los figurones locales. Me daba un poco de apuro, pero Michel me insistió y no pude negarme. Me pareció que debía revestir mi discurso con algo más potente, así que escribí un prólogo y un epílogo de mi intervención, y se los mandé a Philippe para que me los tradujera a un francés bueno.

En el prólogo hablaba de que cualquier línea que exista en el territorio tiene una historia que se puede investigar y conocer con precisión. Que las primeras líneas que aparecen en un territorio virgen las trazan los animales, que obviamente se guían por criterios prácticos y no estéticos. El hombre viene detrás, aprovecha esas sendas de los animales y hace camino al andar, como dijo el poeta. Después hablaba de la aparición de la rueda, de las calzadas romanas, del automóvil y hasta de las autopistas. Eso me daba pie a empezar mi historia de Madrid a partir del pequeño asentamiento árabe en una colina junto al río, etc., etc.

En cuanto al epílogo hablaba del futuro y de cómo las ciudades habían superado sin problemas algunas fechas decisivas de la ciencia ficción predictiva: el 1984 de Orwell, el 2001 de Asimov. Pero ahora se acercaba otra fecha mítica: el 2024. Era ese el año en el que transcurre la película Blade Runner, en un Los Ángeles en el que siempre es de noche y llueve todo el rato. Los replicantes que protagonizan la película, robots tan perfectos que no se distinguen de los humanos, están angustiados porque no tienen recuerdos ni memoria. Mi conferencia terminaba proclamando que la memoria es algo trascendental para el ser humano y que, finalmente, la ciudad es el lugar donde reside la memoria colectiva, en sus líneas y trazados que guardan el testimonio de la historia de la humanidad. En la cena final, tengo el recuerdo de Michel emocionado que, delante de todos los figurones, me decía: ¡¡Aaah, Emilió!! Tu as été formidable. Un vraie poete. UN VRAIE POETE. 

Historias como estas hemos ido rememorando a lo largo de la jornada de sábado. Como Tangí me había llevado a ver zonas específicas para arquitectos, Michel ha querido mostrarme los hitos ineludibles para un primer visitante de la ciudad (excepto Castillo, Catedral y Jardín Botánico que ya vi el día anterior). Así, hemos visitado el Museo de la Ciudad, con unas presentaciones animadas en dos dimensiones, en donde se aprecia el crecimiento histórico de Nantes. Luego hemos recorrido la parte oriental de la Île de Nantes, ejemplo de reconversión industrial a usos recreativos y culturales. Hemos estado en la Escuela de Arquitectura, donde me ha mostrado las aulas y su despacho. Y, regresando por una pasarela, hemos visto el Memorial por la Abolición de la Esclavitud.

Frente al hotel de La Bourse, todos los sábados se organiza un gran mercadillo, donde los campesinos vienen a vender directamente sus productos y todo Nantes se pasa por allí a comprar frutas y verduras. Michel me ha llevado al puesto de un amigo suyo que fabrica La vraie gallete bretonne. Dice Michel que un día se le ocurrió probar una gallete preparada por este señor y descubrió allí los sabores de la infancia, las galletes que preparaba su madre. Desde entonces le visita todos los sábados que está en Nantes. La vraie gallete sólo lleva por encima mantequilla y pimienta negra, y está extraordinaria.

Para mojar este aperitivo nos hemos ido a la tienda de vinos de su hija, al lado de mi hotel, donde se celebraba el primer aniversario del negocio, por lo que nos han invitado a unas copas de champán bretón. Después hemos comido en un café de arquitectos, y hemos ido a recorrer el lado oeste de la isla, para ver el elefante de Nantes. Hace cinco años que funciona esta atracción de la nueva zona recreativa, que hace las delicias de niños y no tan niños y ya se ha convertido en el símbolo de la ciudad (a los del equipo local de futbol les llaman los elefantes). El ingenio, un gigante articulado de madera, ha sido construido por un artista local que hace arañas y otros animales fantásticos. No olvidemos que Julio Verne era de Nantes. En la siguiente entrada les muestro las imágenes del elefante.