Era Pulgarcito el que echaba
miguitas de pan para acordarse del camino de vuelta, ¿no? Esta mañana me he
despertado pronto en mi hotel de Lille y me he puesto tranquilamente a escribir
el post #11. Estaba acabando cuando ha llamado Lucas. Quería quedar conmigo a
las 10.30, aprovechando un hueco entre clases (por cierto, había recuperado su
ropa de la lavandería). Llamé a la recepción a ver si me dejaban quedarme en la
habitación hasta la una. Me dijeron que la hora límite de dejar el cuarto eran
las 11.30. Tenía que darme prisa. Acabé el post a la carrera, lo subí al blog, me
duché, hice las maletas y me planté en la recepción. El tipo se sorprendió al
verme: no había querido meterme tanta prisa. Le aclaré que tenía un rendez-vous a las 10.30 y que tenía que
hacer antes el check in. Pagué, le
dejé el maletón en custodia y salí. Todavía me dio tiempo de comprar un cruasán
en la panadería, comérmelo con un café-créme
en la hamburguesería de enfrente y llegar al Metro de Rihour antes que mi hijo.
Lucas me traía el jersey que le
dejé ayer en una bolsa de plástico y llevaba el otro abrigo que tiene, más fino
y que cala con la lluvia. Hemos ido a las Galerías Lafayette y hemos recorrido
toda la planta de caballeros, sin encontrar un abrigo de su gusto. En un mes
vuelve a Madrid por Navidad y espera encontrar uno como el robado. Después hemos
ido a la Apple Store, a comprar un cargador de Ipad para mí. El que tenía lo
dejé olvidado en el hotel de Ámsterdam (ya ven que yo también soy un
despistado). He acompañado a Lucas a comerse un bocata gigante. Yo no quería
comer aun y me he pedido un eau petillant,
o sea un agua con gas. Nos hemos dado un abrazo y se ha ido corriendo a sus
clases. He vuelto al hotel, he recuperado mi maleta y me he encaminado a la estación de
Lille-Flandres.
Ayer me informaron en la estación
que, para ir a Rotterdam, tenía que cambiar de tren en Anvers. Recordé entonces
que, durante mi epopeya del viernes, la francesa cabreada que luego nos dejó
tirados hablaba todo el rato del tren de Anvers. Decía que los trenes que
llegaban a Lille eran los que venían de Anvers y el último ya había pasado, así
que íbamos de culo. Pensé que Anvers sería alguna estación importante en la
Bélgica profunda, del tipo Venta de Baños, donde se cruzaban todas las rutas.
Hoy he llegado a la estación, he preguntado en que vía salía el tren de Anvers
y me lo ha indicado una señorita, que ha especificado que no es directo, que
tengo que cambiar en Courtrai. He subido al tren con cierta prevención. No me
hace ninguna gracia atravesar otra vez la tierra de los bolos y no estaré tranquilo
hasta verme en Holanda. En los carteles indican que el tren a Courtrai hace una
sola parada intermedia en Mouscron.
A los diez minutos de salir, el
tren para en Moeskroen/Mouscron. Lo ponen en flamenco y en francés. Me he
acordado de las carreras al taxi, del borracho y de la señora que tiene el
número de la centralita de taxis, sólo que en Francia en vez de en Bégica. Nada
más arrancar el tren de nuevo, un señor mayor, de mofletes colorados y gorro de
lana azul oscuro que va plácidamente dormido frente a mí, se despierta sobresaltado,
se pone de pie y empieza a gritar: ¡¡Qué pasa!! ¿Es que no para en Mouscron? Le
decimos que ha parado un buen rato. Su respuesta ha sido el equivalente en francés
de Me cago en la puta. Se ha vuelto a
sentar y a los cinco minutos estaba dormido otra vez. Los bolos no descansan
nunca de su bolez, como ven.
Llegando a la estación final, lo
he despertado, para que no se le pase el tren de vuelta a Mouscron. He bajado
al andén y he mirado los carteles de la
estación. Aquí ya no hay letreros en francés y estamos en Kortrijk. Donde conocí al negro Emmanuel. Hombre,
Courtrai puede sonar parecido, pero no estaba seguro de que fuera el mismo
lugar. Por cierto, en esta estación perdida en el tiempo y el espacio, no hay
carteles anunciadores de adónde va cada tren. Hay un único convoy por allí
preparado, además del que me ha traído hasta allí, pero no pone en ningún lado
adónde va. Una especie de interventora grandota con chaleco reflectante fuma
junto a una portezuela del tren, charlando con un señor bajito. Me acerco y muy
educadamente le pregunto en francés si este es el tren para Anvers. Me lanza una mirada bovina desde arriba perdonándome la vida y se limita a cabecear una vez, como
asintiendo, y a señalarme la puerta con la mano en la que sostiene el pitillo.
Luego pensarán que les tengo manía
a los belgas, pero las cosas han sido así. Hemos empezado a pasar por
estaciones cuyos nombres me sonaban vagamente, hasta que de pronto, por la
megafonía han anunciado que entrábamos en la estación de Gante. Estábamos
repitiendo la ruta de la noche maldita. ¿Adónde me estaban llevando estos
bolos? En Gante sube y baja mucha gente. Sólo queda un chaval, como de 20 años.
Con cierta ansiedad, le pregunto en francés si este es el tren que va a Anvers.
No entiende nada. Entonces le digo: do
you speak English? Dice que sí y le repito la pregunta: ¿es este el tren
que va a Anvers? Sin rastro de ironía me contesta: no, señor, este es el tren
que va a Antwerpe. En ese momento lo he comprendido todo. Anvers y Antwerpe son
la misma ciudad: Amberes, dicho en cristiano.
Es cierto lo que me habían dicho:
los flamencos se niegan a entender el francés y los valones hacen lo mismo con
el flamenco. Todos son igual de bolos. Esto explica también la reacción de la giganta
interventora en el andén de Kortrijk, o Courtrai. Y, digámoslo ya: sí señor, les tengo mucha manía a los belgas. Estos gilipollas son los responsables
de la desaparición de la Gran Holanda, la que derrotó a Napoleón en Waterloo,
codo con codo con ingleses y alemanes. Poco después, se les metió en la cabeza
que Bélgica no era Holanda y que Ámsterdam les robaba (¿a que les suena?). Y
ejercieron el derecho a decidir, jaleados por Inglaterra, Alemania y la
renacida Francia, todos felices de debilitar a un competidor. Y el Gran
Duque de Luxemburgo, aprovechó el arreón para independizarse también, creando
las bases para que su reino enano se convirtiera en un futuro paraíso fiscal.
Flamencos y valones cayeron en esa gilipollez porque compartían una seña de identidad: la religión católica,
frente a los calvinistas de Holanda. Y total para qué: pues para dividirse enseguida en
dos comunidades irreconciliables y empezar a pelear entre ellos, a mostrarse
el culo y a negarse a compartir nada con el otro.
Hala, ya está dicho. En la
monumental estación de Antwerpe ya me siento a salvo, total está pegada a
Holanda. Se habrán dado cuenta de que hoy he desandado mi camino del viernes,
como Pulgarcito. Que sólo hay una línea entre Ámsterdam y Lille, la que pasa
por Rotterdam, Antwerpe, Gante, Kortrijk y Mouscron. Eso hace todavía más
ininteligible lo que sucedió en la noche del viernes, a partir del suicidio de un
tipo en alguna remota estación de la red belga. Ni el maquinista alemán en huelga más malintencionado,
maquiavélico y sofisticado hubiera podido imaginar un plan como ese de ir
avanzando de a poquitos por la única ruta existente, para al final dejarnos
tirados a diez minutos de tren de nuestro destino.
Como ven en esta imagen, la estación de Antwerpe tiene un
punto Blade Runner, los trenes entran por tres alturas diferentes y hacer un
cambio de tren es a veces largo y penoso, sobre todo arrastrando una maleta pesada. No obstante, alcanzo mi andén con quince
minutos de adelanto. No he comido y por allí lo único que hay es una maquinita
que vende chocolatinas. Puedo subir al nivel donde están los bares y
chiringuitos, pero me arriesgo a perder el tren y yo quiero volver a Holanda
cuanto antes. Así que me saco de la máquina un Mars y me lo como tranquilamente. Luego veo un carrito con el
rótulo Café Einstein y pienso que puede ser un buen augurio. Pero le pregunto
al negro que lo regenta si tienen decaf-coffee
y me responde I’m affraid not.
Poco después estoy subido en el tren de Rotterdam, a punto de terminarme El sueño de la aldea Ding. No sé si me creerán pero, en todos mis recorridos por tierras belgas, no me ha pedido el billete un solo revisor. Aquí aparece uno enseguida, amable y animoso como buen holandés. Me dice que, cuando vuelva a España, tengo que llevar el Global Pass a una oficina de ADIF, y que están obligados a reembolsarme un 20% de su coste. Si lo sabré yo –añade alborozado. De momento, mi cuenta se mantiene en 516€.
Poco después estoy subido en el tren de Rotterdam, a punto de terminarme El sueño de la aldea Ding. No sé si me creerán pero, en todos mis recorridos por tierras belgas, no me ha pedido el billete un solo revisor. Aquí aparece uno enseguida, amable y animoso como buen holandés. Me dice que, cuando vuelva a España, tengo que llevar el Global Pass a una oficina de ADIF, y que están obligados a reembolsarme un 20% de su coste. Si lo sabré yo –añade alborozado. De momento, mi cuenta se mantiene en 516€.
Y aquí tienen una imagen del día en que se inauguró la nueva estación Rotterdam Central. Por fin se han terminado las obras y el resultado es espectacular. Con mi maleta a rastras, he salido
por la Kruisplein adelante, hasta buscar la Westersingel. El hotel Emma, en el
que estuve alojado hace dos años, hace casi esquina con esta calle. Me he
registrado, he descansado un poco y luego he escrito y subido mi post #TD12,
con lo que, al escribir hoy dos, he recuperado el ritmo de los primeros días. A
las 21.00 he salido a cenar (sólo llevaba al cuerpo un café, un cruasán y un Mars). No he caído en que esto no es
Ámsterdam, que aquí la gente trabaja y en la noche del lunes no hay ni Dios por
la calle ni un solo restaurante abierto. En la Oude Binnenweg estaba todo
cerrado. He doblado a la izquierda por la Lijnbaan, llena de tiendas y grandes
almacenes. Todo cerrado, menos el Macdonalds y el Burgher King. Me estaba
muriendo de hambre y he estado a un tris de entrar en alguno de estos lugares,
pero he pensado: ¿cómo cuento en el blog que vine hasta Rotterdam para acabar
en un Macdonalds?
Así que he seguido buscando y he
encontrado la recompensa: en la Staduisplein, la plaza del Ayuntamiento, hay un
grupo de restaurantes de aire hawaiano, con antorchas de fuego real,
lámparas rojas, tumbonas y mantas para los clientes de las terrazas. En el
primero había un estrado con un grupo de rock en directo. Me he decantado por
el segundo, que se llama Get Back, y he acertado. Me he comido una especie de
sirloin más pequeño que el de Ámsterdam, acompañado con un salteado de
verduritas al wok con salsa al pesto, que se me caían las lágrimas del gusto. Y un bol de patatas fritas con ketchup. He comido en la parte de adentro, que estaba más calentita, porque en esta
ciudad hay una humedad y un relente que se te mete en los huesos y produce una
sensación de frío como el de Hamburgo. El empedrado de las calles está
completamente mojado, excepto bajo los aleros. En el Get Back la cocina se
cierra a las diez. Así que he llegado por los pelos. Luego, a recogerme al
hotel, que no está el tiempo para más alegrías.
Pues si no se ha dado cuenta de que Anvers era Amberes y Antwerpe, me parece que usted es también un poco bolo. ¿Se le habrá pegado de tanto pasar por las tierras de Flandes?
ResponderEliminarA usted, como es un listo, seguramente no le pasaría algo así. Sólo le digo que es muy fácil decirlo a toro parado y leyendo lo que yo he dicho por escrito. Por si no lo sabe, en frances la pronunciación de la uve es totalmente distinta a la de la be, y suena casi como una efe. La erre, la pronuncian casi como si ewtuvieran haciendo gárgaras, y la ese del final se la comen. Como resultado de todo eso, Anvers suena algo así como Anfeggg. Si usted identifica ahí Antwerpe o Amberes, le felicito. De todas formas, gracias por su comentario, tío ganso.
EliminarQuiero decir "a toro pasado" y "estuvieron". Estoy en un bar de Rotterdam haciendo tiempo para el tren de Bruselas y me estoy terminando la segunda pinta de cerveza Kornuit. Con el Ipad no sé cómo corregir las erratas. En cuanto a kornuit, si le quita usted la i, se queda en kornut i apaleat, suponiendo que se diga así en catalán. Disculpe el disbarre, es cosa de la cerveza.
Eliminar¡Vaya con el listo! Yo conozco a unos pollos que, desde el sur de Francia, tomaron un tren a Geneve pensando que iban a Génova; mira que les parecía raro el camino, el "italiano", les sonaba "muy francés".. ¡Como que fueron a parar a Ginebra! En fin, no te metas tanto con los belgas, ya ves qué gran talento el de Hercules Poirot.
ResponderEliminarYa le he dado respuesta. De todas formas, nada comparable a la señora Sabine Moreau, que quería ir a la Gare du Midi de Bruselas y acabó en Zagreb. Espero que yo si consiga llegar a la Gare du Midi. Ya no bebo más. Y que conste que no estoy borracho, sólo estoy un poquito alegre. ¿Borracho yo? Tururú. Qué tiempos los de los Brincos.
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