El día empieza tras una noche
marinera, del tipo de las que con precisión certera describe la vieja copla flamenca: me dan las claras del día/lo mismo que me
acosté/dando vueltas en la cama/y mirando a la pared. La inquietud por las
huelgas, la posibilidad de tener que cambiar la programación entera, de tener
que llamar al hotel de Hamburgo a intentar anular o cambiar la reserva, añadido
a un cierto malestar gástrico, extrañar la cama y, por qué no decirlo, la jodida
vejez, que hace que uno duerma cada vez peor. Cuando he oído a mis anfitriones
trajinar a partir de las 6, me he levantado a decirles lo que había decidido
tras desechar cientos de otras alternativas en medio de mi insomnio: me
vestiría, haría la maleta y, con mis cosas, me plantaría en la Gare du Midi a
intentar irme como fuera.
Teresa me cuenta lo que acaba de
oír por la radio: los trenes funcionarán todos, y los tranvías uno de cada dos:
por otro lado, yo había leído anoche que la huelga en Alemania es de los
maquinistas de tren y no empieza hasta las dos de la tarde. Así que con un poco
de suerte es posible que se me arregle todo. Me vuelvo a la cama a descansar un
poco y, con las buenas noticias, me quedo profundamente dormido. Así funciona
la mente humana. Cuando me despierto, se me ha hecho más tarde de lo debido.
Según mis datos, hay un tren Bruselas-Colonia a las 10.25, que me permitiría
transbordar al Colonia-Hamburgo de las 13.10, antes del principio de la huelga.
Para cogerlo, tengo el tiempo justo, siempre que no desayune ni me duche. La
otra alternativa es tomármelo con calma, llegar a la Gare du Midi cuando cuadre
y dejar fluir la situación. De esta forma, tengo bastantes números de quedarme
en Bruselas.
Así que elijo la primera. Corro
para guardar mis cosas y dejar la cama hecha y el cuarto recogido, bajo la
mirada de desaprobación del gato Gustavo, un animal tan sensible que no ha
venido en toda la noche a mi cama, hasta la última fase en la que me había
tranquilizado. Con hambre y hecho un marrano, me planto en la parada del tram 3,
donde ya hay bastante gente con cierta cara de cabreo. El tranvía no tarda mucho y llego a las taquillas a las 10.05. No hay casi cola y
enseguida enfrento a un joven tranquilo y amable que sólo me da buenas
noticias: el tren es gratis con mi Global Pass, y tengo tiempo
de sobra para subirme al de Colonia, porque el andén está allí al lado. Me
imprime la lista de trenes que salen desde Colonia, para que luego elija el que
más me convenga, en función de la huelga.
El mundo es un lugar ancho y
benévolo. Subo al tren y tomo posesión de dos asientos, uno para mí y otro en
donde pongo la maleta, el maletín y la chamarra. Un instante antes de salir,
aparece una señora belga bastante enfadada, que me dice torrencialmente en francés que se quiere sentar
allí y que las maletas tienen un lugar específico para ellas y no se puede
ocupar un asiento de esa forma. Es delgada, seria, unos cincuenta, aspecto
estricto. Tiene toda la razón, le pido disculpas y le digo que, cuando yo he
subido, el vagón estaba vacío. Llevo la maleta a donde me dice y nos sentamos.
El tren para un instante en Bruselas Norte (los edificios monstruosos de
cristal y acero, del Parlamento Europeo) y luego pasa de largo por Leuven. Al ver que me
disculpaba, la señora ha suavizado el gesto y vamos hablando en francés de
manera distendida. Ella hojea un Marie Claire y yo llevo mi cuaderno de notas y
el libro que he empezado a leer para la próxima sesión del Club de Lectura, en
la que se espera que participe a través de Skype. El paisaje muestra un verde
intenso bajo un cielo encapotado, pueblos perdidos, casas de ladrillo oscuro, tejados
de pizarra, cultivos pequeños, algún caballo percherón muy peludo, y también
grandes campas llenas de automóviles a estrenar, naves de almacenaje, ríos caudalosos y carreteras
tortuosas, la gran planicie belga roturada y organizada para cobijar el
hormiguero humano.
En la estación de Lieja, el tren para bajo una cúpula fastuosa, una especie de
paraboloide abierto por los lados, que cubre los andenes permitiendo la visión
de la montaña por un lado y la ciudad por el otro. Me muestro maravillado y mi
compañera me dice que es una obra muy valorada, de un arquitecto de fama, cuyo
nombre tiene en la punta de la lengua, pero no lo consigue recordar. Le
propongo varios, pero no es ninguno. Dice que es un nombre largo. No será japonés
–le digo. No, no, no es japonés, pero su nombre suena así como kamasutra, o
algo parecido
–¡Calatrava!
–¡¡Sííí!! ¡Ese
es!
Le digo que Calatrava es
técnicamente muy bueno, pero que tiene fama de ser un arquitecto-espectáculo,
que con frecuencia crea él mismo el problema para luego solucionarlo y mostrar
al mundo lo brillante que puede ser. Y que siempre duplica los presupuestos
iniciales. Tras esta edificante conversación, me he ido al bar del tren y me he
comido un café con un cruasán y un café con un cruasán. He repetido porque
estaba muy bueno y tenía un hambre de la leche.
Tras Lieja el cielo se despeja y el
horizonte se amplía, aparecen cultivos extensivos, vacas y ovejas. Y bosques
amarilleando. El primer pueblo de Alemania es Aachen. Dice mi nueva amiga que,
en su día, se llamó Aix-en-Chapelle, pero que los alemanes se quedaron con él y
le cambiaron el nombre. Es la última parada antes de Colonia. Mi amiga la llama
Cologne y su nombre correcto es Köln. Aquí me despido de mi compañera, que
sigue hacia Frackfurt. Le digo que me llamo Emil, como Emil Zola. Ella,
Virginie. Nos damos la mano y nos deseamos buen viaje. En la estación me dicen
que no hay ningún problema con el tren a Hamburgo de la 1.10. Tengo tiempo de
dar una vuelta y descubro que la famosa catedral de Colonia está pegada a la
estación. Le hago una visita. El espacio interior es altísimo. Me da apuro
caminar con mi maleta de ruedas sobre los mosaicos del deambulatorio, pero
nadie me dice nada.
Otra vez en los andenes, por
megafonía anuncian que, debido a la huelga, el tren de Hamburgo saldrá con un
retraso de… 10 minutos. Hay que ver qué considerados son estos alemanes. En el
segundo tren, los vagones van casi vacíos, así que puedo tener la maleta
conmigo. El asiento es confortable y hasta me echo alguna cabezadita. Se suceden
rápidamente ciudades de nombres conocidos: Düsseldorf, Duisburg, Essen, Bochum,
Dortmund, Munster. Esta es una zona muy poblada e industrializada en torno al
eje del Rihn, cuyo curso majestuoso hemos cruzado al salir de Colonia. El cielo
se ha despejado y el sol cae en el crepúsculo interminable de los atardeceres
del norte, mientras el tren atraviesa enormes zonas de pastos, divididas por
líneas de chopos. Se ven formaciones de molinos de energía eólica, que en
Galicia llaman viraventos. Aparecen
bandadas de grajillas, punteando el cielo claro, como salpicaduras de tinta en
un mantel azul añil. Por delante, nuevas nubes de evolución anticipan la
cercanía del mar.
Hemos cruzado Bremen y es noche cerrada
cuando entramos en la gran aglomeración de Hamburgo, con su puerto iluminado
por miles de luces blancas y rojas, y sus ríos de coches por las autopistas, a
la hora de la vuelta del trabajo. Estoy cansado y he decidido coger un taxi
para que me lleve al hotel. Tengo la dirección escrita en un papel. El taxista,
que ya ha cargado mi maleta, lee la nota, se rasca el cogote y piensa. Luego me
dice: la Brennerstrasse está aquí mismo, es esa calle de ahí enfrente. Baja otra
vez la maleta y le pido disculpas: es la primera vez que vengo a Hamburgo. Echo
a andar por la calle que me ha dicho. Estoy en un barrio de putas. Pero no de
las guapísimas, sino de las que dan más pena que cualquier otra cosa. Al llegar
al primer cruce, encuentro un indicador con nombres de las calles: ninguna es
la Brennerstrasse. Aparte de cagarme en la madre del taxista, no puedo hacer
otra cosa que preguntar, pero el personal que pulula por allí, está formado por
indios, moros, alcohólicos, algún negro. Los dos primeros a los que pregunto no tienen ni puta idea.
El portero de un Sex-Club-Vídeo-Shop
me echa una mano finalmente. La Brennerstarsse es paralela a la que llevo.
Debo seguir adelante hasta la Hansa Platz y allí corregir. Y para el número 72,
aun me queda un rato. Por no exagerar, diré que he caminado media hora,
arrastrando la maleta, primero entre putas y chaperos y luego por tramos
desolados sin gente, con aceras estropeadas. El hotel, al fin, es bueno. Me han dado una de las cuatro
habitaciones del ático (sexta planta) y tengo hasta terraza. Estoy en lo más
profundo del barrio de Sankt George. En cuanto me he instalado, he bajado a
cenar. La recepcionista me ha dicho que no hay restaurante en el hotel, pero
que tengo muchos en la Langue Reihe, el eje principal de actividad de Sankt
George. Para alcanzarla tengo que coger un camino perpendicular al que he
traído.
Lo he encontrado enseguida y es
una calle llena de tiendas y con mucha animación. Me he obsequiado con una
ensalada de rúcula y parmigiano y unos espaguetis con atún fresco del Báltico.
Como se pueden imaginar, el restaurante se llama Casa di Roma. Después aún he
debido subir a mi cuarto a escribir un post sobre un mundo que se desmorona. Es
dura la vida del turista bloguero. De propina les dejo una foto tomada desde el
andén de la estación de Colonia. Un hermoso álamo otoñal pone la nota de color sobre
el gris de la catedral. Gute nacht.
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