Ya se van haciendo una idea de mi
sistema de trabajo. Me pego la paliza durante las horas de luz, tomo algunas
notas cuando puedo, a eso de las 5 de la tarde me vuelvo al cubil, escribo el
post correspondiente al día anterior, y luego salgo a dar una vuelta antes de
acostarme. Mi intención es escribir un post diario, durante los 17 días que va
a durar mi viaje, como una especie de ejercicio de escritura. Pero no cuenten
con que mantenga la rutina que les he explicado. Hasta ahora he estado en
lugares donde no conocía a nadie. Con el frío que hace por estas tierras, a las
5, que es cuando se pone el sol, no me queda nada que hacer en la calle. Las
cosas no serán así en Ámsterdam, donde voy a visitar a gente, en Lille, donde
voy a ver a mi hijo Lucas, o en Bruselas donde remataré el viaje conviviendo
unos días con mi amigo António Trinidad. No esperen que a ninguno de ellos les
diga: oye, que os dejo un rato, que tengo que subirme a escribir. Hasta ahí
podíamos llegar. Escribiré mis posts cuando pueda.
Les debo aclarar también que salí
de Madrid sólo con mi Global Pass, la confirmación de que podía alojarme en casa
de António en Bruselas y la reserva del hotel en Hamburgo. El resto de
decisiones relacionadas con el programa del viaje las voy resolviendo sobre la
marcha, con unos días de antelación. Puedo funcionar así porque estamos en
temporada baja. Nadie viaja en este tiempo, salvo cuatro locos. Y eso es
también un aliciente para mí: odio las masas de turistas siguiendo apresurados
a un guía paraguas en alto. Especialmente me molestan las masas de españoles y
algunas de las tonterías que dicen en voz alta, pensando que nadie les entiende
(es un problema mío, personal). En toda mi estancia en Hamburgo no he encontrado
grupos de ese jaez, aunque sí he escuchado hablar en español a parejas o
familias que circulaban tranquilamente. Y me gusta escuchar mi idioma cuando se
habla con educación.
Hoy, tras otro desayuno justito, he subido a lavarme los dientes y hacer la maleta, he hecho el check in
en el hotel y he salido con mi maleta, para hacer por última vez el recorrido
hasta la Hauptbahnhohf. El aguanieve de anoche había dado paso a una lluvia muy
fina, con la temperatura templando un poco. Era lunes por la mañana y en la
Hansaplatz no había un alma. En cuanto a las putas de la Brennerstrase, pues
había exactamente tres, que ni siquiera se molestaban en desplegarse por las
esquinas, sino que estaban las tres juntitas, a resguardo de la lluvia bajo una
cornisa, fumándose un pitillo entre risas. Hoy era el último día de huelga de
los maquinistas y yo tenía un trayecto de cuatro tramos, en el que cualquier
retraso me podía suponer perder el tren siguiente. Pero ya les adelanto que el
primer tren se retrasó unos diez minutos y los otros fueron acumulando el
retraso, sin mayores problemas.
Me he subido a mi primer tren
para hacer el trayecto Hamburgo-Bremen. La línea era la misma que había tomado
a la ida, y continuaba a Colonia y Frankfurt. Iba a media carga de pasajeros y
me pude sentar a contemplar los paisajes, con los habituales pastos, intercalados
con bosquecillos de chopos y abedules. En Bremen, mucha gente ha salido del
tren a la carrera, por si perdíamos el cambio con el retraso, precaución
absurda, como les he contado. El segundo tren iba abarrotado, tal vez por
efecto de la huelga. Dejo mi maleta en un extremo y busco acomodo. En un
espacio con asientos enfrentados, dos y dos, van dos semiadolescentes germanas
mirando sus móviles respectivos como posesas, con los dedos de una mano
engarfiados para contestar rápidamente los mensajes que reciben sin parar.
Tienen una bolsa roja alargada ocupando el asiento de enfrente. Les pregunto si
me puedo sentar y parece que asienten, aunque ni me miran, de puro encendidas
que van. Yo mismo aparto la bolsa y la pongo en perpendicular, casi encima de
una de ellas, a la que parece que le da igual. Es gorda, aunque de rasgos
hermosos y lleva piercings por toda la cara, unos diez en cada oreja y otros
por los labios y las cejas. Su compañera es más delgada, feúcha y también llena
de piercings.
Creo que no me han mirado ni de
reojo, en el rato que he ido frente a ellas. Además, todos los vídeos de
chorradas que les iban llegando los tenían que oír al instante molestando a
todo el mundo. A la gorda le sonaban los whatssaps con el clásico fufú-fi-fuí-fu. La otra usaba una
especie de canto de gorrión, bastante menos molesto. La suerte es que en
Oldenburg se ha bajado la mayor parte de la gente. Aprovechando que había
huecos, me he cambiado a otra parte, lo que no me ha servido para librarme del fufú-fi-fuí-fu. Este segundo trayecto me
llevaba a un lugar perdido en el mundo. Se llama Leer y está en la frontera
de Alemania con Holanda. Allí he debido arrastrar mi maleta a través de un
suelo sin asfaltar (estaba en obras), para subirme en el pequeño tren holandés,
blanco y rojo, ya en la vía.
Este lugar, llamado Leer, sirve
para cambiar de tren y allí no hay nada más. Cuando hemos arrancado, el tren ha
salido hacia el mismo lugar por el que había venido el otro. Durante un rato ha
ido despacio, hasta una zona donde había un montón de vías paralelas. Allí se ha
separado y ha iniciado un arco amplio para tomar la dirección holandesa. Sólo
en ese momento ha empezado a ganar velocidad, como si se alegrara de salir de
un lugar tan siniestro. Este sistema se usaba antes mucho para hacer
cambios de tren. Cuando yo iba de La Coruña a Madrid y viceversa, el cambio se
hacía en Venta de Baños y se salía también para atrás hasta corregir con un
arco amplio. Aunque allí no se cambiaba de tren sino de locomotora: la vieja de vapor, por una
eléctrica. Las líneas electrificadas no habían llegado aun a Galicia.
Mi tercer tren, que hace el
trayecto Leer-Groningen, va a toda pastilla. El tren está contento y yo
también, porque Holanda es una tierra que me encanta. El paisaje es una llanura
verde infinita, con campos encharcados como arrozales, divididos por canalillos
de riego, algunos molinos de energía eólica y vacas, muchas vacas. Como muy
bien dijo un alumno en un examen, y así quedó recogido en el primer volumen de Antología del Disparate, en Holanda, de
cada tres habitantes, uno es vaca. También hay rebaños de ovejas, a veces con
cabras. Hemos salido de Leer cuatro gatos, pero el tren hace muchas paradas y
en todas sube gente. Todos van a Groningen, la ciudad más grande del norte de
Holanda, 200.000 habitantes. Después de tres trayectos de más o menos una hora
cada uno, me resta un cuarto de 35 minutos a Leeuwarden, en donde me espera el
hotel. Pero es la una de la tarde y mi intención es quedarme en Groningen hasta
que se haga de noche, para ver esta bonita ciudad.
Bajo y busco las taquillas para
dejar mi maletón. Nunca he usado este servicio, pero es bastante sencillo. Se
mete la maleta en la taquilla (la mía cabe justa, debe de ser un tamaño estándar)
y se cierra la puerta. Luego se mete la Visa en el aparato, se teclea el código
pin, se espera a que la operación se autorice y se saca la tarjeta. Te dan un
ticket que has de guardar para recuperarla luego. El servicio vale 3,85€,
tengas la maleta el tiempo que la tengas. Y a pasear por Groningen, con las
manos en los bolsillos. Ya les adelanto que se trata de una ciudad preciosa,
que merece la pena visitar (mucho más bonita que Leeuwarden). El primer
monumento que te deja de piedra es la propia estación del tren, de madera y con un techo
decorado maravilloso.
Al salir de la estación, uno se encuentra
en una extraña plaza con el suelo lleno de bollos y montañitas. Es el techo de
un gigantesco aparcamiento de bicicletas. Esta es una ciudad universitaria,
con, entre otras, una prestigiosa Facultad de Medicina, con un Hospital asociado.
Los chicos que viven en los pueblos de los alrededores, vienen cada día en tren
y cogen su bici. Por lo demás, la ciudad tiene un centro medieval bien
conservado, lleno de canales, donde se circula en bici o caminando. Hay algunas
vías de tráfico alrededor, con su carril bici diferenciado, y luego no hay
bolardos: si tiene que entrar un coche por una emergencia, o por trabajos de
carga y descarga, pues entra despacito, hace su gestión y se va, porque no se
puede aparcar en la ciudad histórica. El mismo sistema que en Friburgo.
Entre las casitas medievales del
centro hay diversos monumentos, sobre los que encontrarán información en
Internet: la torre Martini, del siglo XIII (estaba cerrada y no la vi por
dentro), la A-kerk, el Ayuntamiento y el Goudkantoor, la oficina del oro,
convertida ahora en bar-restaurante. Allí entré y me pedí una hamburguesa (la
segunda de este viaje). Era gigante, con patatas y con ensalada. Volví a la
estación, recuperé la maleta y me subí en el cuarto tren. Por cierto que mi
cuenta de transportes sigue en 510€. Llegué a Leeuwarden, salí de la estación y
allí enfrente estaba mi hotel. Me registré, subí a escribir y salí a dar una
vuelta nocturna por esta pequeña ciudad, la mitad de grande que Groningen.
Mañana les cuento de Leeuwarden.
Una última reflexión. Alemania y
Holanda son dos mundos separados que, en la zona que yo he atravesado, se
ignoran y se muestran mutuamente el culo. Leer es una nowhere place, en donde uno ha de atravesar un andén sin asfaltar,
para pasar de un mundo al otro. Yo creo que los maquinistas de los dos trenes ni siquiera se saludan. Se puede pensar que esto mismo sucede en
cualquier frontera, ese invento absurdo de los humanos. Pero aquí hay algo más.
Uno de los edificios que más me gustó de Groningen fue la sinagoga. Se construyo
en 1906, en un momento en que la población judía de la ciudad era numerosa, próspera y respetada. Cuando los nazis invadieron Holanda, se llevaron
a todos los judíos a campos de concentración. Los pocos que sobrevivieron, ya
no quisieron volver. No es de extrañar que aquí no se vea con buenos ojos a los
poderosos vecinos del este.
¿Por qué titulas en inglés? Ya puestos, ¿no hay güevos para titular en holandés?
ResponderEliminarEs un eslogan que se ve por estas tierras. Si lo pusiera en holandés, los lectores no me entenderíais...
EliminarTampoco hace falta ponerlo en holandés, a ver si te crees que hemos entendido Il sciópero dei tedeschi, ni los bolos, ni los agudos. Firmado: Una esdrújula continental.
EliminarYo me sabía lo del sciopero por las películas que iba a ver al Instituto Italiano de Cultura, allá por los 70. Era una forma de burlar la censura. A cambio de tragarnos las películas en versión original sin subtítulos, lográbamos entrever el culo de Stephania Sandreli, por ejemplo, y acabábamos aprendiendo italiano.
EliminarEn cuanto a lo otro ¿En qué quedamos? Me picas para que lo pnga en holandés, y luego dices que no hace falta. Tú misma.