Ayer llegué a Leeuwarden, bajé
del tren y crucé la carretera para registrarme en el hotel Hampshire Orange,
que está justo enfrente de la estación. Tras descansar un rato y escribir mi
post, salí a dar una vuelta por la ciudad. Era noche cerrada, lunes y se trata
de una ciudad de unos cien mil habitantes. O sea, que no había una gran animación.
Tengo ya que decir una cosa: aquí no hace ni la mitad del frío de Hamburgo.
Recorrí tranquilamente todo el centro, lleno de canales, placitas y calles poco
iluminadas. De vez en cuando, cruzaban siluetas de ciclistas fantasmales
acelerando para llegar a su casa. Buscaba un bar para tomar una cerveza (no
pensaba cenar, después de mi hamburguesa gigante de Groningen), pero no encontré
ninguno de mi gusto. En algunos sólo había jóvenes ruidosos de ambos sexos, en
otros gente algo mayor pero sólo varones. Al final, regresé al hotel y cogí del
minibar una cerveza de 1 quinto y un paquete de panchitos de los que me comí la
mitad.
Esta mañana tenía bastante hambre
y me he podido tomar por fin un desayuno de bufet como Dios manda: zumo de
naranja natural, huevos revueltos con beicon y champiñones, un cuenco de fruta
cortada con yogur líquido por encima y un café con leche con dos cruasanes
mini. He de aclarar que elijo mis hoteles sobre la marcha, con dos o tres días
de antelación. Utilizo para ello la página de Internet Booking, y le pongo un tope de precio, en función de lo que quiero
gastarme. Ese tope hace que, en una ciudad cara como Hamburgo, me tocara un
hotel moderno, funcional, con habitación muy pequeña y desayuno mínimo. En
Leeuwarden, en cambio, me alojé ayer en un viejo hotel de pretensiones
señoriales, un poco decadente, con moqueta por todos lados y una habitación doble
exageradamente grande. Eso sí, el bufet, cojonudo.
He hecho el check in y he cruzado
a dejar la maleta en las taquillas de la estación. En el hotel me ofrecían
guardármela ellos, pero es que le he cogido gusto a este sistema tan práctico.
Luego, para recogerla, acercas el código de barras del ticket al lector
correspondiente, y justo la puerta de tu taquilla se abre con estrépito. Hay
que ver qué listos son estos aparatos. Después he salido a conocer Leeuwarden
de día. Al organizar mi programa de viaje, estuve dudando si hacer noche en
Leeuwarden o en Groningen, ciudad que todo el mundo me decía que es más bonita.
Al final me lo he organizado así, porque voy a favor de mapa y divido mejor mi viaje de Hamburgo a Ámsterdam.
Además, de esta forma he podido visitar las dos ciudades sin prisas. Buscando
información sobre Leeuwarden, he encontrado tres razones para visitar este lugar, prácticamente fuera de los circuitos turísticos.
La primera es que esta es la
capital de los frisones, un pueblo con historia y cultura propias, actualmente
desperdigado por el norte de Holanda y Alemania. Tienen incluso un idioma, el
frisón, más parecido al inglés que al holandés. En los siglos VII y VIII, los
frisones fueron independientes y tuvieron su rey. Más tarde fueron sometidos
por Carlomagno y pasaron diferentes vicisitudes. Tienen incluso entre sus
héroes históricos a un gigante que luchó por la libertad del pueblo frisón: el
titán Pier Gerlofs Donia, que medía 2,10 metros y al que se le han erigido
estatuas en varios pueblos. Su historia como nación terminó a mediados del
XVI, cuando se unieron a los holandeses de Guillermo de Orange para echar a los
españoles. Desde entonces no han vuelto a reivindicar un estado propio. ¿Para
qué?
Si observan el mapa de la actual
provincia holandesa de Frisia, cuya capital es Leeuwarden, verán que tiene una
orla de islas alrededor. Estas islas delimitan el llamado Mar de Frisia. En tiempo de mareas vivas es posible alcanzarlas andando. Los inviernos
en que hace frío en serio, se celebra en estas tierras la mayor competición del
mundo de patinaje de fondo, la Elfstedentocht, la carrera de las once ciudades.
Y de esta tierra son originarias las vacas frisonas y los caballos frisones, razas
valoradas mundialmente. Hablando con mis amigos de Ámsterdam y Rotterdam, que
ya saben que andan picados entre ellos, siempre coinciden en una cosa: los
frisones son diferentes. En el resto de Holanda se les tiene como una gente muy
particular, como los paletos de Bienvenidos
al Norte. Por tener, hasta tienen un licor propio, el beerenburgher, un brebaje
de hierbas de alta graduación, del que tengo una botella en casa.
Por el día, Leeuwarden es una
bonita ciudad de provincias. Sus calles estaban bastante vacías, hasta las 12
en que todo el mundo sale a tomarse algo en las terrazas de las cafeterías. He
visitado la iglesia de San Bonifacio, preciosa construcción neogótica, el viejo Ayuntamiento y el De Waag, el
edificio central del antiguo mercado, ahora convertido en bar restaurante. He
intentado un par de pequeños museos, descubriendo con sorpresa que sólo abren
de abril a octubre. Pero sólo les he contado la primera de las razones por las
que quería visitar esta ciudad. Vamos con la segunda. Se trata de la llamada torre
Oldehove. Aquí abajo les pongo la foto más expresiva de las que he tomado esta
mañana. ¿Notan algo raro?
En efecto, la torre está súper
inclinada. Esta torre era parte del proyecto de la gran iglesia de San Vito,
que pretendía convertirse en el edificio más alto de Holanda. Estamos hablando
de 1529. Con la torre acabada, empezaron a asentarse los cimientos de la cara
norte. Y los arquitectos se acojonaron y decidieron parar la obra, tres años
después de empezada. La cosa quedó en un equilibrio precario y las autoridades
eclesiásticas entendieron que Dios estaba castigando su pecado de soberbia y
optaron por dejarla así y no construir nada más. En el siglo XX se ha inyectado
hormigón en los cimientos para que no se incline más. Y, recientemente, se ha
urbanizado la plaza frente a la torre, colocando diversas lápidas en el suelo,
en los lugares donde debían situarse los pilares de la iglesia proyectada.
¿Y la tercera razón? Bueno, pues
en esta ciudad nacieron dos personas de relieve. Una de ellas, el dibujante
M.C. Escher, a quien no debían de querer mucho en su tierra, porque no tiene ni un
mísero museo. La otra se llamaba Margaretha Geertruida Zelle. ¿Que no tienen ni
idea de quien fue? Yo tampoco. A menos que me digan su apodo: Mata Hari. Sí
señor, Mata Hari nació en esta ciudad, hija de un sombrerero local. Su casa
natal fue destruida por un incendio en 2013, pero subsiste la casa en que residió
la mayor parte de los 18 años que vivió en esta ciudad, la que su padre compró
cuando le empezó a ir bien el negocio. Abajo ven la placa que la distingue.
Aburrida de la vida provinciana,
se casó con un militar a través de un anuncio en un periódico. Con él se fue a
la isla de Java, donde estaba destinado, y allí aprendió sus danzas y se puso
su seudónimo. De vuelta en Europa, se inventó una identidad, empezó a hacer striptease
y se convirtió en la cortesana más requerida en los ambientes de poder. Al
estallar la Gran Guerra, se convirtió en espía doble (por cierto que buena
parte de su trabajo se desarrolló en Madrid), hasta que los franceses la
capturaron y la condenaron a muerte. Fue fusilada en 1917 en el Bois de
Vincennes, y se dice que no quiso que le vendaran los ojos. Y que su poder de
seducción era tal que, de los doce soldados que formaban el pelotón, sólo le
acertaron cuatro.
En, fin, después de callejear por
esta agradable ciudad, me he sentado al sol en una terraza a tomarme una
cerveza, con los panchitos que me sobraron anoche. Con el desayuno que me había
calzado no necesitaba más. Allí he descubierto que todo el centro de la ciudad
tiene WiFi. La red se llama Leeuwarden
Free y va a toda pastilla. He estado un buen rato contestando correos y
enterándome de las noticias de la operación madeja (una más). Luego me he ido a
la estación, he recuperado mi maleta y me he subido en el primer tren. La ruta
iba en dirección a Rotterdam, por lo que he tenido que hacer un cambio en
Amersfoort. Ya en Ámsterdam, he buscado el hotel, que estaba cerca de la
estación, me he registrado, he subido a escribir mi nuevo texto y luego he
salido por la ciudad, bajo una llovizna ligera.
¡Qué producción más frenética! Una de dos: O se está usted aburriendo mucho, o en realidad lo único que le interesa del viaje es contarlo.
ResponderEliminarPara acertar tienes que decir: una de tres, querida. La que se lleva el premio es la otra.
EliminarLos paisanos que tenían una vaca en galicia le llamaban normalmente, de nombre propio, Rubia. Eran las vacas de raza autóctona, polivalentes, que tanto servían para el trabajo como para leche o carne. Tenían largos cuernos y el característico color que hacía que los paisanos utilizases el genérico rubia como nombre propio de su vaca: Rubia. Luego proliferaron las de raza no autóctona, para producción láctea y era curioso que a las que le ponían nombre le solían llamar Pichona. Yo pensaba que era sencillamente un nombre cariñoso, aunque parecía raro que se repitiese tanto, no era tan obvio como llamar Rubia a la vaca gallega. No sabia el porqué hasta que me contaron que Pichona era como los paisanos habían adaptado frisona y hecho del genérico un nombre propio para su vaca.
ResponderEliminarEl comentario no tiene ningún interes pero vale de excusa para enviarte un abrazo.
Tus comentarios siempre tiene interés. Por cierto, por mi tierra más al norte era frecuente llamar a las vacas Roxa (rubia en gallego) y también Marela, que era una especie de pelirroja clara. Un abrazo, amigo, desde Lille (Francia).
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