El sueño de la aldea Ding es un libro extraordinario. No lo digo
porque haya sido objeto de análisis en mi club de lectura, que ya he dicho que
se llama Billar de Letras (por ejemplo, el que estamos leyendo ahora para la
tercera sesión, me está gustando bastante menos). La primera de las sesiones de
este club estaba programada para el martes 28 de octubre, pero se aplazó al
siguiente martes, 4 de noviembre. Para adaptarme a ello, retrasé mi reciente
viaje por Europa, porque no quería perderme la sesión fundacional. Pero, a su
vez, ese retraso me impidió estar en la segunda, porque mi viaje todavía no se había
terminado. Participé vía Skype desde Rotterdam, y supongo que mis compañeros se
sintieron un poco extraños de compartir sus reflexiones con una pantalla de
plasma como la de Rajoy. Por cierto, si quieren conectar con la página de Billar de Letras pinchen AQUÍ. No se arrepentirán.
Sentí especialmente no estar
presente porque en la sesión participó el editor del libro Darío Ochoa, uno de
los socios que, con su esfuerzo incansable, sostienen la empresa Automática
Editorial, que publica unos libros de factura cuidada y calidad inusual. Dentro
de ese trabajo, Darío es un experto en la China actual, adonde viaja con frecuencia, lo que
le ha valido para conocer personalmente al autor del libro Yan Lianke y
organizar con él una traducción exquisita que, al parecer, ha satisfecho
plenamente al autor, inicialmente reticente por la chapuza que habían hecho los
que tradujeron su novela al inglés. Yan Lianke es un personaje ciertamente
singular. Nacido en 1958 en la provincia de Henán, se incorporó joven al Ejército
Popular de Liberación, que es como se llama el ejército de China, y ha seguido
perteneciendo a él hasta 2004. Aquí pueden ver una imagen actual, rodeado de lo
que más le gusta: los libros.
En paralelo a sus tareas como
militar, Yan Lianke se licenció en Ciencias Políticas y después en Literatura. Desde
que dejó el ejército, se dedica en exclusiva a dar clases de literatura en una
universidad, y a su tarea de escritor, que inició en 1979. Con esta trayectoria,
era previsible que el régimen lo tratase con cuidado y se mostrara orgulloso de
su figura, honrándolo con diversos premios nacionales. Pero, como sucede con
cualquier escritor que quiera desarrollar su trabajo en libertad en un régimen
dictatorial, algunos de sus libros empezaron a resultar incómodos para el poder
y a cabrear mucho a los censores. En el primero de ellos, Servir al pueblo, uno de sus protagonistas sólo consigue excitarse haciendo
el amor, si su compañera se dedica al mismo tiempo a destrozar con saña algún
retrato de Mao. Demasiado para el Partido.
Pero El sueño de la aldea Ding ha sido ya la gota que ha colmado el vaso
de la irritación de los dirigentes de su país, hasta el punto de que, casi diez
años después de escrito, no ha conseguido que se autorice su publicación en
China. Y, también como suele suceder, el libro se ha difundido por todo el
mundo con un éxito notable de ventas y unanimidad en la buena valoración de los
críticos, hasta el punto de hacerse acreedor al prestigioso Premio Kafka. Es éste
un premio que se concede cada año en Praga y que distingue especialmente
aquellos libros que contienen valores universales, por lo que pueden ser entendidos
por lectores independientemente de su origen, nacionalidad y cultura. El premio
se ha otorgado antes a Philip Roth y Murakami, entre otros. Además de la
dotación en metálico de diez mil dólares, el ganador se lleva una reproducción
del monumento erigido a Kafka en un pequeño parque de Praga. Abajo el
monumento y la foto de Yan Lianke recibiendo el premio del año pasado por el
libro que comentamos.
La historia que se cuenta en la novela es tremenda. Ocho años después de que los habitantes de la aldea Ding se implicaran en una campaña oficial de venta de sangre, para la creación de un banco nacional con reservas suficientes para las necesidades médicas de un estado gigantesco cuyas leyes prohíben la importación de sangre del extranjero, muchos de los que en su día participaron en ese programa empiezan a sentir fiebres y a ponerse muy enfermos. Nadie les informa ni les cuenta qué les está pasando, son gente ignorante del campo y ni siquiera relacionan sus fiebres con la vieja campaña de donación de sangre. Pero lo que tienen estas pobres gentes es SIDA, una enfermedad entonces letal e incurable.
El narrador es un niño que cuenta
los hechos con la sencillez y la mirada limpia propia de su edad, y los
personajes centrales son su padre y su abuelo, que representan, digamos, el bien y el mal. El padre es un personaje que se ha enriquecido
haciendo de intermediario en el negocio de la sangre, en el que a los
campesinos les pagaban una parte mínima. Y, cuando se desata la epidemia, monta
un negocio de venta de ataúdes. Se trata de un personaje que encierra en su
forma de actuar una cruel metáfora de los nuevos chinos, esos que se han
embarcado alegremente en la creación del llamado capitalismo de estado. Su
falta de valores es total, algo frecuente en la China posterior a la
desastrosa Revolución Cultural, que arrasó con todo el acervo cultural y moral
de la China
milenaria.
En contraposición, el abuelo
representa la supervivencia de esos valores éticos en el medio rural. El abuelo
no ha participado en la venta de sangre y ahora es el personaje que se desplaza
a la ciudad para buscar información sobre la enfermedad de la fiebre y regresa
sabiendo el alcance del problema. A partir de ahí se dedica a ayudar a los
afectados, reuniéndolos en la escuela del pueblo para evitar nuevos contagios. Allí surgirán toda clase
de historias y nuevas relaciones entre ellos. El abuelo es una especie de
referencia ética y representa a un mundo casi extinguido, arrasado por la
ambición y la vorágine de los nuevos tiempos. Él se ha mantenido incólume por
su edad y por su cultura, puesto que conoce todas las obras tradicionales de la
literatura china, que cita con frecuencia en sus intervenciones.
Todo el libro es una lucha
desesperada entre el abuelo y el mundo que representa y, por el otro lado, ese
nuevo mundo basado en la codicia y la ausencia de valores, que lleva al grupo humano
a su destrucción. La crítica al sistema es brutal, aunque ni una sola vez se
cita al Partido ni al régimen. Hay un delegado de zona que ha de convencer a
los campesinos para que donen sangre, y que si no consigue la cantidad de
litros que le han asignado, será cesado y sustituido por otro más atrevido. Los
de la aldea Ding no quieren dar sangre al principio, pero les organizan un
viaje en autobús a otra aldea en la que todos han donado ya, han recibido mucho
dinero y se han construido casas lujosas. Después de ese viaje, todo el mundo
se apunta al momio, pero el único que se enriquece de verdad es el padre del
narrador.
La metáfora puede alcanzar
perfectamente a nuestra sociedad (piensen en las preferentes y en los
desahucios). Pero lo terrible es que no se trata de una historia inventada. Parece
que en la provincia de Henan se organizó de verdad un programa de creación de
un banco de sangre, que participaron en él cuatro millones de campesinos y que
en torno a la mitad enfermaron de SIDA. El régimen tapó ese escándalo con un
manto de opacidad, para que no se conociera, y los afectados no fueron ni
siquiera informados de lo que les pasaba.
Varias ONGs se dedicaron a
informar y apoyar a los enfermos y Yan Lianke, que es originario de Henan,
participó activamente en estas campañas. En su desesperación, alguno de los afectados
viajó a Pekín y se dedicó a amenazar a los viajeros del Metro con jeringuillas,
para denunciar su situación de desamparo. La mejor prueba de que la historia es
cierta es el hecho de que el libro (escrito en 2005) continúe prohibido en
China. Como han visto, a Yan Lianke le siguen permitiendo su actividad lectiva,
porque la Junta
de Rectores de su universidad le apoya. Pero esa junta puede cambiar cualquier día.
También le dejan salir al extranjero a recibir premios (el Kafka no es el único
que ha ganado) o participar en congresos y ferias literarias. Pero su futuro no parece muy halagüeño. Siempre le quedaría el
exilio. Pero está firmemente decidido a quedarse en China, pase lo que pase. Él
es chino, ama a su país y no quiere abandonarlo. Está dispuesto a sufrir en
silencio lo que tenga que sufrir.
Con lo que les he contado, tal
vez piensen que el libro es terrible y deprimente. Pues todo lo contrario. Es
un canto a la vida. El relato de los hechos que atañen a los habitantes de la
aldea Ding se contrapone todo el tiempo con las descripciones del entorno, de
una belleza extraordinaria. Casi se siente como despuntan los tallos de los
cereales a la salida del sol. La narración, desde el punto de vista de un niño,
es estremecedora por su sencillez y naturalidad. El libro es de lectura muy
grata, trufado de humor y de entereza en la desgracia. Uno se identifica rápidamente
con la figura del abuelo, un personaje con el que es fácil conectar. En el club
de lectura, alguien dijo que en China nunca había habido novela, que son
maestros de la poesía y las únicas narraciones que tenían eran las de relatos épicos,
también llenos de poesía. Todo esto se respira en este libro maravilloso.
Me queda solamente recomendarles
su lectura. Es una de las mejores novelas que he leído en años.