En pleno tsunami sobre los
sobresueldos en negro de prácticamente todos los dirigentes del PP, no quiero
hablar de esa mierda, me niego, no me gusta y me parece que estamos entrando en
una deriva muy peligrosa. Dejo sólo una reflexión: la izquierda y la derecha
siguen teniendo algunas diferencias (cada vez menos). En parecida situación, el
PSOE contó con unos cuantos pringaos (léase Barrionuevo, Vera, etc.) que, por
disciplina de partido, se comieron el
marrón y dejaron a salvo la imagen de sus jefes. Ahora el PP confiaba en que
el señor Bárcenas cumpliera un papel similar, pero ya parece claro que ese
sujeto (a quien, no lo olvidemos, se referían en las conversaciones
intervenidas de la trama Gurtel como “Luis el Cabrón”) va a tirar de la manta,
va a poner el ventilador y la mierda nos va a llegar a todos hasta el cuello. Conste
que, si me parece peligroso es por su incidencia en la imagen externa de
nuestro país. A nivel doméstico es bueno que se destape todo y se sepa lo que se tenga que saber.
Para llevar la contraria, hoy no
les voy a hablar de Luis el Cabrón, sino de la señora Sabine Moreau, esa dama
de la foto de más abajo, de nacionalidad belga, que ha sido protagonista de una
noticia que parece sacada de los informativos de El Mundo Today. Ya les decía
yo en algún post anterior que Bélgica es un estado inexistente que
prácticamente se reduce a Balduino, o como coño se llame el rey que tienen
ahora; que los flamencos y valones forman dos identidades irreconciliables que
no quieren saber nada una de la otra y que, como reflejo de esa situación, han
estado más de un año sin gobierno, sin que a nadie se le diera una higa.
Recuerden también que pronostiqué
que, cuando se separasen, algo que parece inevitable, los flamencos serían bien
recibidos entre sus primos de Holanda, mientras que el futuro de los valones
sería más negro, porque en Francia no los quieren. Como saben, tengo unos
cuantos amigos franceses y, todos sin excepción, cuentan chistes de belgas,
como los nuestros de los de Lepe. En Francia se tiene una imagen de los belgas,
como unos tipos un poco bolos, como decimos aquí de los de Toledo, con
perdón.
Así que pueden imaginarse lo que
se habrán reído en toda Francia con la peripecia vivida por la señora Sabine
Moreau (iba a decir “amable ancianita”, pero me he dado cuenta a tiempo de que
tiene apenas cuatro años más que yo), a quien pueden contemplar en la foto que
les pongo más abajo, coquetamente tocada con una gorra de paño de jefa de partisanos y sosteniéndole la mirada a la cámara con aplomo de abuela
autosuficiente. La historia ha salido en todas las cadenas de televisión y ha
sido la noticia más leída de El inMundo durante varios días, así que supongo
que la conocen, pero por si acaso no, se la cuento a continuación.
Resulta que esta señora vive en
un pequeño pueblo a 150 kilómetros al Este de Bruselas y hace unos días recibió la
noticia de que un amigo suyo llegaba a la capital en tren para visitarla, por lo que decidió ir
a buscarlo a la Gare du Nord. Sacó el coche, se preparó para el viaje y conectó
el GPS, pero parece ser que lo puso al revés, con lo cual el aparato la guió en
sentido contrario al correcto. Pues nada, la señora tiró para adelante,
obedeciendo al aparatejo, sin percatarse de que aquello se hacía más largo de
lo esperado. Tenía que llegar a Bruselas al atardecer y se le hizo de noche,
pero no le dio mayor importancia, su amigo la esperaría en la estación.
En un momento dado le entró sueño
y decidió hacer lo correcto en estos casos: pararse un rato en un arcén y echar
una cabezadita. Unas horas después continuó su camino, siempre adelante. La
gran autopista que recorre el centro de Europa es cómoda, un poco sobrecargada
de camiones, pero es obvio que a esta señora le divierte conducir, que pisar el
acelerador la relaja hasta extremos de nirvana. En un momento dado, los
carteles dejaron de estar en francés, pero lo atribuyó a la manía de los
flamencos de ponerlo todo en su idioma. Los carteles estaban en realidad en
alemán, pero ella nunca imaginó que podía haber salido de su país.
Paró dos veces a poner gasolina,
tuvo un pequeño accidente saliendo de una de las gasolineras, intercambió
teléfonos con el otro implicado, y siguió siempre de frente. Más allá los
carteles dejaron de estar en alemán y pasaron a un extraño idioma
ininteligible, y eso le hizo pensar por primera vez que tal vez se
había equivocado de camino. Decidió parar en la siguiente ciudad para preguntar
dónde se encontraba. Así lo hizo, y le dijeron que estaba en Zagreb, la capital
de Croacia. Había recorrido 1.450 kilómetros. Entró en un bar, pidió un café, llamó
por teléfono a su tierra y descubrió que la estaban buscando por todas
partes, tras la denuncia de desaparición presentada en una comisaría por sus
hijos, alertados por el viajero amigo a quien nadie fue a esperar en la Gare du
Nord. Menos mal que se dio cuenta a tiempo que, si no, hubiera seguido
tranquilamente hasta Belgrado, Sofía y Estambul.
La historia es digna de un guión
de los hermanos Marx, incluso entroncaría con las corrientes más extremas del
surrealismo. Si los belgas no fueran tan siesos, esta señora se convertiría en
una celebridad local, como nuestra restauradora del Ecce Homo, y en las
navidades del año que viene sería la encargada de cantar las doce campanadas en
cualquier televisión local. También me viene a la memoria el anciano dinamitero
que protagoniza la hilarante novela de Jonas Jonasson El abuelo que saltó por la ventana y se largó, reciente éxito de
ventas europeo.
La señora Sabine Moreau,
belga hasta los tuétanos, se ha defendido diciendo que, si ella se pone en manos
de un aparato en el que confía y que en otras ocasiones le ha funcionado, no se
le ocurre pensar que la pueda estar engañando. Se cuenta que en un pueblo de
Inglaterra, se pasaron varios meses sacando del río a automovilistas a los que
los sistemas GPS les guiaban hacia un puente que había desaparecido en una
riada. Tal vez los avances técnicos de los que disponemos de manera barata y
cotidiana, están consiguiendo que se nos atrofien algunos sentidos naturales, a
fuerza de no utilizarlos. A mí me cuesta hacer una multiplicación escribiendo
los números en un papel, después de años utilizando la calculadora. No digamos
una división. ¿Sabe usted hacer una división sencilla sin calculadora, querido
lector? Yo no.
Tal vez nos han engañado
generándonos la necesidad de estos artilugios. Antes, uno quedaba con su novia
en una plaza y, si no había llegado, mataba el tiempo leyendo un libro, observando
el tranquilo discurrir de los paseantes o admirando las tonalidades del cielo
del invierno. Ahora, desde que llegas hasta que ves a tu novia aparecer al
fondo, se han desarrollado al menos una o dos conversaciones de móvil, con
interesantísimos mensajes del tipo “Acabo de cruzar Montera y voy a empezar a
andar por Carmen, o sea que llego en unos siete minutos”. ¿Vale de algo esa
nube de mensajes absurdos? No. Pero nos los cobran.
Manuel Vicent, en el excelente
artículo del domingo pasado cuyo link les adjunto, plantea el advenimiento del
Hombre Nuevo, el que hará la revolución que todos soñamos. Es un sujeto fuera
de toda cobertura, al que no alcanza ninguna de las redes que componen la telaraña
que nos tiene atenazados. Les recomiendo
vivamente su lectura. Es cortito y maravilloso. Que ustedes lo pasen bien.
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