Nos moriríamos allí algún día, vagos y
esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para
enriquecerse con el terreno y los ladrillos… (Julio Cortázar: Casa tomada, 1946)*
Es enero y lunes y todo tiene un aire fundacional, naciente,
embrionario. Una nueva época está empezando, los augurios no son precisamente
buenos, pero tal vez todo deba irse de una vez al carajo para que de las ruinas
emerja una nueva realidad más luminosa, transparente, digna de ser vivida. Hace
días que salgo a mediodía de mi despacho cargado con mis libros más queridos,
los que quiero salvar de la hoguera. Me amenazan con un traslado cada vez más
inminente a un edificio sin despacho para mí, en el que no tendré espacio para
mi amplia biblioteca, acumulada a lo largo de treinta años de trabajo.
No puedo quejarme, al menos tengo derecho a plaza de garaje.
Mi plaza en el sótano es el doble de grande que el espacio que me reservan
arriba, delimitado por estanterías de altura media. He pedido que me dejen
instalarme en el garaje con mis muebles actuales, que caben holgadamente. Así
podría salvar todos mis libros. Pero no me lo autorizan: dicen que eso va
contra las normas de higiene y salubridad en el trabajo. No estoy muy seguro de
que el puesto de trabajo que me reservan cumpla esas mismas normas, ni siquiera
las del sentido común.
La Gerencia Municipal de Urbanismo no existe
administrativamente desde hace años. Pero nosotros seguimos llamando al viejo
edificio La Gerencia, incluso La Geren, diminutivo que subraya el
carácter entrañable de un lugar donde hemos trabajado mucho tiempo. En el
edificio sobrevivimos apenas un diez por ciento de sus antiguos ocupantes,
agrupados en pequeños rincones vivideros, semiacondicionados con radiadores que
conectamos al llegar cada mañana. Para ir de uno a otro de esos refugios
residuales, hemos de esperar a que se haga de día y el sol alumbre los
despachos desolados. Porque a primera hora resulta acongojante circular por los
corredores helados al tenue resplandor de las luces de emergencia; uno tiene la
sensación de estar atravesando los pasillos aterradores de una cámara
frigorífica, el ambiente sobrecoge y la oscuridad propicia visiones de piezas
de vacuno desolladas, alineadas, colgando del techo fuertemente sujetas por
potentes ganchos de fierro.
Hablando de mataderos, el ordenanza que nos queda, antiguo
oficial mondonguero (ver post #76), aparece de vez en cuando sin avisar
y se lleva algún mueble o pertrecho con destino al nuevo edificio. Juro que lo
he visto cargar con la fotocopiadora sin demasiado esfuerzo y salir tropezándose con el marco de la puerta entre juramentos y maldiciones. En nuestro
despacho-cueva aguardamos temerosos el siguiente hito del desahucio, entre
ruidos de carritos de mudanzas que circulan por los pasillos. Con el corazón en
un puño los escuchamos acercarse amenazadores. Y luego el alivio, cuando pasan
de largo ante nuestra puerta.
Hasta aquí lo que escribía yo el lunes, pasando a limpio mis
notas para entretener el tiempo infinito, el prolijo discurrir de la mañana
eterna, en la que nada sucede, el teléfono no suena y nadie viene a visitarnos,
porque el guardia de la puerta los manda a todos al edificio nuevo. Ayer llegué
antes de lo habitual y, con el edificio a oscuras, decidí aventurarme por el
lóbrego pasillo antes de que llegaran los compañeros. Quería llegar a la
fotocopiadora más próxima para hacer una copia de mi recurso por la denegación
del premio de 30 años de servicio, un premio al que tuve derecho durante 29,5
años, hasta que llegó Rajoy con la tijera.
Tuve que conectar la fotocopiadora, que se despertó quejosa
con el repertorio de ruidos con que suele desperezarse. Ya entonces me pareció
oír otros sonidos a mi espalda, como vestigios de conversaciones susurradas.
Miré detrás de una estantería llena de archivadores vacíos, pero no había
nadie. Una especie de lamento angustiado surgió entonces por el fondo, antes de
que yo recogiera la última fotocopia y saliera corriendo hacia la puerta por la
que había accedido a la zona prohibida. Al otro lado, Amparo, una secretaria
amiga mía que se estaba tomando un café de la máquina, me dijo que cómo se me
ocurría entrar en esa parte del edificio antes de la salida del sol. ¿Es
que no sabes que esa zona está tomada? –añadió.
Me explicó que, a medida que se
iban desocupando sectores, se cerraba la puerta de acceso y se ponía un cartel
de “No pasar”. Lo que sucedía al otro lado nadie lo sabía, pero circulaba el
rumor de que las zonas abandonadas iban siendo invadidas por los fantasmas de
la antigua Gerencia. Estos fantasmas ocupaban la parte tomada y circulaban por allí libremente hasta el amanecer, cuando el sol disolvía sus figuras
evanescentes. La chica relataba estas confidencias como quien cuenta un chiste.
Pero mi curiosidad ya estaba irremediablemente desatada.
Hoy he llegado a las 6.30. He
aparcado mi coche fuera y he esperado a que el guardia abriera la puerta.
Enseguida he accedido a la zona prohibida. No he encontrado a nadie por los despachos hasta
que he llegado al viejo Salón de Actos, donde tantas veces he hablado a las
delegaciones extranjeras. Allí estaban los fantasmas de los viejos conocidos.
Tenían montada una fiesta fastuosa, en torno a un jamón de los que traía Matías, en los tiempos dorados de
Patrimonio. Por allí andaba Ibarrondo, el arquitecto aristócrata, a quien su
chofer traía un rato a las 11 de la mañana para que despachara la firma, antes
de llevarlo al Club de Golf. Y Contreras, el antiguo guardia civil con plaza de
administrativo, habitante de la zona de los ordenanzas, que solía ponerse en el
centro del pasillo con las piernas abiertas a pedirles la identificación a los
que venían a hacer alguna gestión.
Y Rosario, devota del Padre Pío,
que aprovechaba los tiempos de espera de los visitantes para hacer proselitismo
antiaborto. Y su hermana Quinita, capaz de dormir sentada en su puesto y
despertarse instantáneamente cuando entraba un administrado, para decirle: ¿Qué
desea? Y Óvilo, el arquitecto caído en acto de servicio, que retrocedió
hasta el centro de la calle para tomar perspectiva del edificio que
inspeccionaba, sin advertir que venía un coche a toda velocidad. Y el general
Barriga, que dirigía el cotarro como si de un cuartel se tratase. Y El Blanca Nieves, el jefe de la policía
municipal que no podía evitar tocarse la pistola cada vez que yo me acercaba a preguntarle algo.
Me encontré a gusto entre esos
fantasmas del pasado, que me acogieron como a uno de ellos. Comían jamón,
bebían vino tinto y reían con las viejas anécdotas. Bailaban viejos valses
entre torres de expedientes medio podridos, con sus ropajes llenos de telarañas
y las cabezas adornadas con guirnaldas de balduque rojo. Luego empezó a apuntar
una mínima claridad por el lado de Guatemala, y yo me dispuse a regresar al
mundo real, pero entonces comprobé que los fantasmas del pasado me tenían
sujeto, seguían contándome historietas y no me soltaban.
Una parte de mi mente me empujaba
a dejarme ir, a quedarme con esta gente a la que pertenezco y con quien viví
tantos tiempos gratos, con trabajo, con medios, sin crisis, sin recortes, sin
políticos corruptos, sin banqueros usureros. Estaba claro que yo era uno de ellos,
que mi mundo era ese, y no este otro desquiciado en el que cada vez me siento
más de prestado. Pero un último instinto de supervivencia me llevó a luchar
contra ese sentimiento. Logré desprenderme de las manos fantasmales que me retenían
y corrí a la salida.
Encontré desierto el siguiente
tramo y seguí a la carrera. A mi lado, Amparo corría también, empujando un
carrito con su ordenador y su impresora. Esta mañana han tomado el ala de
Puerto Rico –me informó, sofocada por el esfuerzo–. Vino el ordenanza, se llevó
al peso la máquina de café y apenas he tenido tiempo de salvar el ordenador
para seguir trabajando.
Amparo está ahora instalada en mi
despacho. Como no sabe qué tiene que hacer, me ha dicho que, si necesito hacer
fotocopias o que me pase algo a máquina, que se lo diga. Hace años que me hago
yo solo los escritos y las fotocopias, pero le he agradecido el detalle. Resistiremos
juntos hasta que tomen el sector siguiente. Después ya veremos donde podemos
refugiarnos.
*Casa
tomada es un relato de Julio Cortázar publicado por vez primera en 1946, en la revista Los Anales de
Buenos Aires, dirigida por Jorge Luis Borges. Posteriormente fue incluido
en su primer libro de cuentos, Bestiario, publicado en 1951, el año en
que yo nací. Los analistas se empeñan en asignarle un mensaje político, de
sentido antiperonista, algo que no fue confirmado ni desmentido por el
autor.