Día después de la huelga. La
típica manipulación de cifras en relación con el número de asistentes a la
manifestación multitudinaria. Un millón largo para los convocantes. Treinta y
cinco mil para el Gobierno. Lo han leído bien: 35.000. Estuve en la manifestación
y puedo asegurarles que la cifra real se debió de aproximar bastante al millón.
Y digo yo: ¿se puede ser un país serio con un Gobierno capaz de ver un millón
de personas en la calle y decir que eran 35.000? Por qué no se pide el cese del
portavoz o pringao que lo anunció. O la rescisión del contrato de la empresa
que, pagada con dinero de todos nosotros, le dio el dato falseado.
Comprendo que la comparación es
inoportuna y pido disculpas, pero en este país sólo se piden responsabilidades
cuando hay muertos por medio. Si no hay muertos, sale un portavoz, dice que lo
blanco es negro y se queda tan ancho. ¿Para cuándo la posibilidad de empapelar
a un político por hacer una declaración manifiestamente falsa? Es más, es que
en esta tierra de nuestras desdichas, los políticos ya tienen el hábito de
responder a cualquier suceso con una declaración negando la evidencia, como un
acto reflejo, como una respuesta automática.
Eso es lo que le pasó al
vicealcalde Villanueva en la primera rueda de prensa después de la tragedia del
Madrid Arena. ¿Qué pasó después? Pues que la presión social y el hecho
irrebatible de que muchos votantes del PP tenían hijos e hijas en la fiesta de
Halloween, obligaron al Ayuntamiento a rectificar el mensaje, lo que desembocó
en que doña Botella le tuviera que “hacer un calvo” a su vicealcalde y
portavoz, y pido perdón por hacer bromas en un asunto tan trágico: es mi
estilo, no lo puedo evitar.
Volvía yo de la manifestación tan
contento por el lado izquierdo de la Castellana, circulando ordenadamente en
medio de la masa de indignados veteranos rumbo a la Estación de Atocha, cuando
empezamos a observar un clima de tensión contenida en la otra calzada. La gente
se erguía nerviosa mirando atrás, se oían ruidos de disparos y botellas rotas hacia
el norte, en la zona de Neptuno. Nos separaba de la zona caliente un estrecho
bulevar, pero los de nuestro lado continuamos caminando ordenadamente.
Estas cosas son normales en las
ciudades grandes. En el espacio urbano de pronto se trazan líneas invisibles y
sólo con cruzarlas se encuentra uno en un ambiente totalmente distinto. La
primera vez que fui a New York, la calle Canal era una de esas líneas. Cruzabas a la acera sur y de pronto te
encontrabas en el puerto de Shanghay, rodeado de chinos que te empujaban sin
dejar de hablar altísimo como suelen. Ahora el barrio chino se ha extendido a
todos lados y las dos aceras de Canal street son el centro de la
actividad comercial de la colonia asiática.
Mi problema ayer era que, al final
de la Castellana, tenía que cruzar al otro lado y retroceder hasta la esquina
de Almadén, junto al Caixaforum, para subir a mi casa. Me pillaron las carreras
y las avalanchas y tuve que subir la cuesta a toda velocidad, en medio de un
grupo de jóvenes aterrorizados, algunos de los cuales se refugiaron conmigo en
el portal, para esperar allí a que pasara la tormenta. Arriba, me asomé a la
terraza y vi algunas carreras más en medio de un olor nauseabundo a plástico
quemado.
Ya supe en ese momento que me
pasaría la primera parte de la noche con el helicóptero en la nuca. Es una de
las ventajas de vivir en Atocha. En Twitter hay un hashtag (ya ven que Lisardo
me tiene al día de la nueva terminología), al que los vecinos podemos subir
nuestras quejas, cuando ya no podemos más: @putohelicoptero.com. Pero no es
esta la única delicia del barrio. Para empezar, la mayor parte de los días es
imposible sacar el coche del parking por los motivos más diversos. Todas las
procesiones religiosas pasan por la zona de Atocha. Allí se estacionan los
tanques el día del Desfile de las Fuerzas Armadas, antes llamado de La
Victoria. Más las colas del Cristo de Medinaceli los primeros viernes de mes.
Y, por supuesto, todas las manifestaciones.
Digo yo que podrían diversificar
los recorridos, para que se repartiese un poco el coñazo. Pues, no. Todas por
delante de mi casa. Y cuando hay palos en Neptuno, los antisistema corren hacia
mi zona, perseguidos por los antidisturbios (observen que los dos son “anti”).
Resultado: esta mañana he salido rumbo al trabajo y me he encontrado los
contenedores de basura reciclable calcinados y reducidos a ceniza. Por eso olía
tan mal anoche. Los contenedores que han quemado los vándalos son los de la
esquina de mi calle, los que yo usaba para tirar el vidrio, el papel y el
plástico. Tanto esfuerzo de separar la basura en origen para esto.
El tramo Atocha – Antón Martín
debe de ser el lugar del mundo donde más manifestaciones se celebran. Cuando no
son los contrarios a la privatización de la enseñanza, son los que celebran el
día de la mujer, el Año Nuevo chino o el final del Ramadán, los antisistema que claman contra los banqueros ladrones, los
cuidadores de minusválidos o los que condenan la violencia contra los animales.
No es broma, éstos últimos la emprendieron con el pollero de la esquina, y el
pobre hombre tuvo que echar el cierre metálico. Al día siguiente, amaneció con
dicho cierre cruzado de pintadas insultantes. Asesino, le decían.
Además de las manifestaciones,
resulta que en la calle Fúcar está el CAD del distrito Centro. ¿No saben lo que
es un CAD? Se lo aclaro: centro de atención a drogodependientes. Es un lugar
bastante deprimente, en donde tienen un gran salón con colchonetas, sofás y
televisores. Allí acuden los yonquis más hechos polvo, porque se les ofrece un
lugar en el que pueden descansar sin que nadie les mire mal, ni se queje de lo
mal que huelen. También es uno de los dos únicos lugares de Madrid en que se
expende metadona. El problema es que es un centro de día, es decir, que por la
noche los echan. Este grupo compone la población estable de las calles de mi
barrio por las noches. No molestan demasiado, extienden sus colchones en las
plazas, se cubren con cartones, rebuscan en las basuras a la caza de restos de
comida y esperan a que llegue el nuevo día y vuelvan a abrir el CAD.
Los que sí molestan y mucho, son
los que componen la población flotante: los del maldito botellón. La sala
Kapital, antes Titanic y mucho antes cine San Carlos de sesión continua, es una
macrodiscoteca a donde acuden los quinceañeros más macarras de los barrios del
sur. Los viernes y sábados por la tarde la estación de metro de Atocha vomita
auténticas hordas de tipos con pendientes y flequillos de punta con la
testosterona a flor de piel, y jovencitas supermaquilladas haciendo equilibrios
inverosímiles sobre tacones superlativos.
Todos ellos gritan mucho, por el
exceso de ingesta alcohólica y la excitación presexual. Y una gran parte se
queda fuera de la discoteca y se desparrama a lo largo de la calle Alameda. El
callejón de San Blas, al que dan mis ventanas, es una trasera multiusos en
cuesta, a la que unos van a hacer botellón, otros a mear de forma torrencial
(el rastro queda en el granito de las aceras durante meses), otros a tirar botellas y otros a pelearse después
de haberse retado. A veces los yonquis de la población estable se retiran allí
para chutarse discretamente una dosis adicional y sufren los gritos e insultos
de esta población flotante de descerebrados juveniles.
Es curiosa la forma en que se
distribuyen en la calle, usando como mesas los capós de los automóviles y apoyándose
en la pared. Con lo que costó a nuestra generación conseguir la educación
mixta, paso decisivo para la integración de la mujer, resulta que ahora estos chavales
se ponen separados por sexos. Como los vascos en las bodas. Hace unas noches
volvía yo del cine y observé este fenómeno en el primer tramo de la calle
Alameda. Una panda de tres parejas se había instalado allí con sus botellas de
ginebra y coca cola, sus vasos de plástico y sus paquetes de panchitos y kikos.
Junto a un SEAT Toledo estaban los chicos presumiendo, galleando, vociferando,
diciendo muchos tacos, soltando sonoros eructos. Cinco metros más allá, las
tres chicas se disponían en torno a un Volkswagen Golf, con sus minifaldas y
sus tacones, dando sus grititos habituales superpuestos en un chillido horrísono
continuo.
Luego, en mitad de la noche, me
desperté en medio de un griterío todavía mucho más agudo. Primero pensé que
estaban por matar a unos gorrinos. Luego me acordé de las chicas del botellón y
creí que las estaban agrediendo o algo así. Me asomé a la ventana y descubrí un
espectáculo insólito. Las tres chicas estaban acuclilladas en corro en el
centro de la calzada en cuesta y tenían al aire sus blancos culos, que
resaltaban sobre la negra calzada como adornos de nata en una tarta de
chocolate. Estaban meando y era precisamente la excitación de la transgresión
que cometían lo que las hacía chillar de esa histérica forma.
Saqué mi voz más atronadora y
grité, a mi vez: ¡¡OS ESTAMOS VIENDO!! Entonces el chillido colectivo subió
casi una octava para alcanzar un sobreagudo portentoso, orgásmico,
extraordinario, que rasgó la textura de la noche como un cuchillo afilado de
sonido. Les juro que temí por la integridad de los cristales de mi ventana. Y
eso que son Climalit.
"Rasgó la textura de la noche como un cuchillo afilado de sonido", te ha quedado muy bonita la frase. Me acordé de tí pues sé donde vives, y me imagino las escenas perfectamente. Yo a veces me he quejado por lo mismo (vivo bastante cerca tuyo), pero lo tuyo es mucho más intenso.
ResponderEliminarEn cuanto a Canal Street en NYC, es una de las calles más fascinantes de la ciudad. Siempre me impactó. Los contrastes de esta calle son difíciles de encontrar en otro lugar del mundo: allí confluyen el barrio chino, el "Little Italy", la parte final de Broadway/Soho; el final del Bowery (la calle de los marginados sociales);marca el inicio de Tribeca, también en cierto modo el inicio del downtown Wall Street, y por último el inicio de lo que era la "zona modern in" bohemia del Lower East Side, territorio de músicos, artistas, latinos y demás fauna. O sea, la frontera de TODO.