Algunos lectores me dicen que el
título de este Blog es engañoso, que cualquiera puede entrar pensando que voy a
hablar de zapatillas, estiramientos, velocidades medias o alimentación
eficiente, los temas que obsesionan al corredor popular, y llevarse un chasco
al ver que les doy gato por liebre hablando de Rajoy y otras menudencias. Eso me recuerda que tengo
pendiente explicar un poco los dos primeros rasgos de mi perfil de blogger:
escritor novel y corredor veterano. Vamos con lo segundo.
El título está elegido
con todo cuidado. Alude a mi intención de escribir una serie de reflexiones
apresuradas y no demasiado meditadas sobre lo que va sucediendo a mi alrededor.
Yo cuento mi primera impresión, a bote pronto, corriendo el riesgo de
equivocarme y meter la pata. Si eso sucede, lo reconozco y punto (ya lo avisé
en la entrada nº 1). Esto hace que escriba muchas entradas, que prime la
cantidad sobre la calidad. Pero quizá de ahí se derivan los valores del
Blog, si es que tiene alguno: agilidad, inmediatez, cercanía.
Otros escriben cosas mucho más
meditadas y fundamentadas que las mías, lo que conlleva una exigencia de
calidad que yo no tengo, y una producción forzosamente más escasa. Sus textos
se pueden seguir leyendo mucho tiempo después, porque son profundos y
transcendentes. Los míos son de usar y tirar, hay que leerlos en el momento,
porque un mes después ya suenan a viejo. África, mi agregada cultural, me
apunta que el título del Blog es en cierta forma un oxímoron (como un silencio
estruendoso), porque una verdadera reflexión requiere tiempo, paciencia y sosiego,
y es imposible hacerla a la carrera.
De todas formas, el título del
Blog juega con el doble sentido, porque es cierto que soy corredor, tengo a mis
espaldas diez maratones, todos terminados, y una larga colección de carreras de
formato más corto (entre 10 y 20 kilómetros) en las que todavía sigo
participando a pesar de los achaques de la edad. Corrí maratones entre 1986 y
2002 y voy a dividir mi relato en tres entradas: el antes, el durante y el
después. Porque el maratón es algo más que una distancia mítica. El maratón es
una forma de vida.
Mi relación con la carrera de
fondo y el deporte en general, es bastante tardía. Cuando yo era un
adolescente, allá por los sesenta, el deporte y la forma física no eran algo
que obsesionara a la gente, como ahora. En el bachillerato, la Gimnasia era una
asignatura de las llamadas “marías”, junto con la Religión y la Formación del
Espíritu Nacional. En mi colegio, que era laico, la religión la daba un cura,
la FEN la daba un falangista herido de guerra y la gimnasia un señor gordo y
medio adormilado, provisto de un pito de árbitro con el que intentaba acompasar
los saltos y piruetas obligatorios, que todos afrontábamos con desgana
indisimulada.
Cierto es que los fines de
semana, incluso en pleno invierno coruñés, a veces dedicábamos un día a jugar
al fútbol en la playa de Santa Cristina, donde se organizaban varios partidos
para gentes de todas las edades. Para ello debíamos tomar un autobús de línea
que cubría los cinco kilómetros hasta la playa. Allí nos desvestíamos, dejábamos
la ropa a cubierto por si se ponía a llover y jugábamos una hora descalzos, con
un balón bastante duro. Al acabar, sudorosos, exhaustos y con el dedo gordo del
pie derecho medio destrozado de chutar a puerta, nos bañábamos en el agua
helada y echábamos unas carreras extra para entrar en calor.
Al regreso de la playa, nos
bajábamos del autobús en la primera parada de la ciudad. Allí estaba y continúa
estando la vieja fábrica de cervezas La Estrella de Galicia (sólo que ahora la
ciudad ha crecido mucho, más allá de la factoría). En el bar de la fábrica, nos
obsequiábamos con un bock de extraordinaria cerveza de presión,
acompañado por unas pocas patatas fritas o aceitunas. Y nos fumábamos el primer
pitillo del día. Porque todos los quinceañeros de entonces fumábamos ya, para
emular a los mayores y hacernos visibles para las chicas, nuestro primer
objetivo en esos años de urgencias hormonales.
En esa época, uno tenía que
empezar pronto a fumar, si no quería que le tachasen de tipo “un poco rarito”.
Además, uno iba al cine y lo primero que le ponían era el anuncio de Marlboro,
en el que un cowboy veterano contempla las grandes llanuras de Arizona por las
que trotan hermosos caballos a cámara lenta, a la luz de una puesta de sol
fastuosa. Para tener una mínima posibilidad de ligar, uno tenía que emular a
Gary Cooper en Solo ante el Peligro. Yo empecé fumando celtas cortos,
que vendían sueltos en los kioscos, al precio de cuatro por una peseta. Aquellos celtas en los que, de vez en cuando, aparecían las míticas estacas, que hacían casi imposible aspirar el humo. Aún
recuerdo la conmoción que nos produjo el momento en que pasaron a venderlos a
tres por peseta.
Lo de no fumar era sólo uno de
los síntomas de que un chaval era “un poco rarito” (entonces la homosexualidad era
algo que ni siquiera se imaginaba). Otros signos de rareza eran, por supuesto,
no beber y no jugar al fútbol en la playa. Vean lo que dice la letra de una de
las canciones más repetidas en las fiestas: “El niño que tiene Asunción, ni
fuma ni bebe ni juega al balón (bis). Asunción, Asunción: ese niño va a ser
mari….nero (bis)”. La conclusión del segundo bis ya la conocen todos. Otros
signos de rareza eran estudiar inglés (todos elegíamos el francés en esos años)
y optar por la rama de Letras, que se consideraba propia de señoritas. Uno solo
de estos síntomas no bastaba para que te catalogaran de raro, pero en cuanto
se juntaban dos… ¡Malo, malo!
Cuando vine a Madrid y entré en
la Escuela de Arquitectura me encontré en un contexto en el que el deporte no
molaba. En aquellos años, finales de los sesenta, lo que más puntuaba a la hora
de que las chicas se fijaran en uno, era ser antifranquista, muy rojo y muy
contestatario. El deporte era cosa de pijos y de fachas. Un amigo mío, que
empezó el mismo año, llegó allí como gimnasta en posesión de varios trofeos
júnior, descubrió que eso ya no molaba, dejó bruscamente de hacer ejercicio y
engordó visiblemente. Además se dejó la barba, adoptando una imagen de
arquitecto de peso que todavía ostenta cuarenta años más tarde (además de la
imagen, es ciertamente un arquitecto de peso, en el buen sentido de la
expresión).
En esto había también una
excepción: el equipo de rugby, santo y seña de la Escuela, que jugaba en
primera división. Yo fui durante años supporter de ese equipo, aprendí
las reglas, descifré la terminología francesa (pilier, talonier, avant,
melée) de ese deporte tan anglosajón, y me convertí en un asiduo que no se
perdía un partido, animaba hasta quedarme ronco, insultaba al árbitro y me iba
luego con los del equipo a ponerme ciego de cerveza y salchichas bratwurst.
Nunca pensé en practicar ese deporte, para el que no tengo condiciones; yo
siempre fui muy delgado y con una cierta fragilidad general, excepto en los
tobillos.
Por lo demás, continué fumando,
en torno a una cajetilla diaria (ya me había pasado al Ducados), hasta los 23
años. Un día me sentí atufado y hastiado. De pronto intuí que el tabaco me
estaba envenenando, a pesar de que en los setenta seguía siendo obligado
fumar. Y lo dejé a lo bruto, sin seguir ningún programa. De un día para otro,
dejé radicalmente de comprar tabaco e inicié una penosa fase de mendigar pitillos. Después
de un tiempo, la gente me adjudicó una merecida fama de roña y empezaron a
poner mala cara cuando les pedía, sobre todo ante la justificación que les
daba: “Me he quitado de comprar, tío”. La vergüenza que pasaba me hizo
disminuir la dosis gradualmente, hasta dejarlo del todo.
Conseguí estar más de tres años
sin probarlo. Luego, a lo tonto como suele suceder, empecé a fumar otra vez,
esta vez tabaco rubio. Pero aquí ya lo tenía totalmente controlado: fumaba por
temporadas, nunca en gran cantidad, lo dejaba cuando quería (por ejemplo, cada
vez que me constipaba) y en esa tesitura anduve coqueteando con el tema hasta
los 35, la edad en que descubrí el maratón. Pero eso queda para una próxima
entrada.