Entre todos los maratones del
mundo, sin duda el más especial es el de Nueva York, que se celebra
puntualmente el primer domingo de noviembre (el año pasado se suspendió por
primera vez en su historia, a causa de los destrozos causados por el huracán
Sandy). Yo lo corrí en 1987, seis meses después de acabar mi primer maratón en
Madrid. Es una experiencia, al alcance de cualquiera, que les recomiendo
vivamente, al menos una vez en la vida.
Es ciertamente una cita
excepcional. Para participar en algunos de los maratones más renombrados, a
menudo piden acreditar una marca mínima, lo que excluye a la mayoría de los
corredores populares. Por ejemplo yo, con mis registros, no podría haber
corrido nunca el Maratón de Boston. Sin embargo, el de Nueva York es diferente.
Uno puede apuntarse a través de cualquiera de los sistemas establecidos y, si
entra en la lista (que se va llenando por riguroso orden de petición), podrá
hacer el recorrido en el tiempo que quiera, andando, dando un paseo, parándose
cuando le dé la gana y llegando a la meta al día siguiente, si quiere. En todo
momento, mientras siga en carrera, estará cubierto por la organización,
protegido por policías en moto y bajo la póliza de seguros colectiva que cubre
a los corredores.
En Madrid, uno se beneficia de estas condiciones mientras se mantenga por delante del coche
escoba, que se mueve a la velocidad necesaria para hacer el recorrido en seis
horas. Si te rebasa el coche escoba, te quedas fuera del seguro, te abren el
tráfico y te quedas solo y jodido en medio de la ciudad recuperada para la
rutina, después del breve interregno de excepcionalidad y fiesta urbana, que
supone el Maratón. Porque eso es en definitiva el Maratón: una fiesta urbana
que paraliza durante unas horas toda la actividad de la ciudad.
El año en que yo corrí en New
York, mucho después de llegar a la meta, cuando regresaba a mi alojamiento,
abrigado con un chándal y cargando la mochila con mis cosas, presencié una
escena insólita. Un anciano de no menos de noventa, caminaba sonriente por la
calle 59, con su dorsal sobrepuesto sobre la camisa, a punto de entrar en
Central Park. Iba a buen paso, en medio de la noche neoyorkina, protegido del
tráfico por un par de motos de la policía. De vez en cuando levantaba una mano
para saludar, eufórico y feliz, a los transeúntes que le aplaudían. Otras veces
hemos visto en la tele participantes obesos, cojos, trasplantados de corazón, o
conectados a una bomba de suero, cuyo trípode arrastraban ellos mismos por la
calzada.
Para apuntarse a esta carrera hay
que tener la ilusión suficiente para compensar el costo del capricho, que es
bastante elevado (no les engaño). Los americanos tienen unas posibilidades de
acceder más factibles, pero los extranjeros deben apuntarse a uno de los escasos
viajes organizados, a los que la organización asigna cupos, muy al estilo
yanqui. En los ochenta, sólo dos personas disponían de esos cupos en España: Fernando Pineda en Madrid (con el que
yo fui) y otro en Barcelona. Desconozco si ahora hay algún otro, pero me temo
que no. En 1987 intenté que un amigo residente en NY me inscribiera. Aunque mi
amigo era nada menos que el Director de la Casa de España en Nueva York, pues
no consiguió burlar la estructura. Por otro lado, en ese fin de semana los
vuelos a la ciudad son los más caros del año (y los de los findes anterior y posterior, los más baratos, pista que amablemente
facilito a los no corredores).
La inscripción a través de Pineda
se cierra aproximadamente por estas fechas en que estamos, es posible que ya no
haya plazas. El paquete que te ofrecen incluye los vuelos en avión regular de
Iberia y estancia de tres o cuatro noches en un hotel de categoría alta cerca
de la meta de Central Park, así como transporte en autobús a la salida de la carrera, que
está en el lejano distrito de Staten Island. En esos días hay una serie de
actividades complementarias opcionales. El día antes hay una carrera de cinco o
seis kilómetros por Central Park y una comida de pasta multitudinaria. La
mañana de la carrera, el autobús ha de llevarte muy temprano, antes de
amanecer, para acceder al punto de salida con tiempo suficiente. El autobús,
que cruza a New Jersey para acceder por detrás a Staten Island, te lleva por un
recorrido fantasmal, vacío de personal (nadie madruga tanto en domingo), hasta
llegar a la gran explanada junto al Puente Verrazano.
En esa explanada, uno debe aguardar entre una y dos horas, en medio de una multitud que entretiene la
espera como puede (22.000 el año en que yo corrí, ahora creo que muchos más),
hasta que suena la señal de salida, en cualquier otra carrera un disparo de
pistola, aquí el estampido de un cañonazo, todo es más grande en NY. Como suele
hacer bastante frío, la gente pasa esta larga espera abrigada con jerseys y
chandals viejos que, al empezar a correr, se tiran al suelo. Voluntarios de la
carrera pasan después y los recogen con destino al Salvation Army. Las mujeres salen por un camino distinto y cruzan
por el nivel inferior del Verrazano, en dirección a Brooklyn. Los hombres van
por el tablero de arriba. Esta separación se hace para proteger a las mujeres
de codazos y empujones en la salida. Aquí pueden ver las típicas imágenes de la salida de Staten Island y el paso sobre el Puente Verrazano.
Ya en Brooklyn, se toma la Cuarta Avenida en dirección norte, una amplia vía con un bulevar central, que las mujeres afrontan por el lado izquierdo y los hombres por el derecho. Al final, ya todos juntos, hay que doblar a la derecha por Lafayette, hasta alcanzar la Bedford Avenue, que recorre el barrio de los judíos ultraortodoxos. La gente de la ciudad da el día por perdido para otros asuntos y sale a jalear a los corredores. Amas de casa sacan una pequeña mesa delante de su casa con naranjas cortadas en trozos, kiwis y rajas del melón francés que allí llaman cantaloupe, y las reparten hasta que se terminan. Los niños extienden la mano para chocarla con los corredores y todo el mundo apoya y se enrolla.
La carrera continúa hacia el
norte hasta el Pulasky Bridge, por donde se accede brevemente a Queens, el
distrito a priori más feo de New York. En ese puente está el indicador de la
media maratón. El recorrido se desarrolla sobre todo en los distritos de Brooklyn
y Manhattan, pero pasa por los otros tres de forma testimonial. Se accede a
Manhattan por el Queensborough Bridge, que atraviesa sobre la isla Roosevelt, e
inmediatamente se toma la Primera Avenida en dirección norte. Tras un breve
paso por el Bronx, se regresa a Manhattan, en donde se hace un largo recorrido
por Harlem, amenizado por bandas de jazz apostadas en todas las esquinas, que
tocan enloquecidamente temas bebop y
viejas marchas de New Orleans. Por la Quinta Avenida se toma el lateral del
Central Park, en el que se entra una vez superado el gran Reservoir Lake, para
recorrer varias de sus calzadas interiores.
Al sur del Central Park se sale un momento a la
Calle 59, hasta Columbus Circle, y se entra de nuevo en el parque, en donde
está la meta, al lado de la Tavern on the Green. Como de costumbre, te echan
por encima una manta térmica de aluminio y te atienden después de tu hazaña. El
recorrido es bastante llano, si bien los dos puentes que se cruzan en la mitad
del trayecto machacan bastante, por la pendiente de las rampas de acceso y por el
piso de rejilla metálica tipo tramex,
apenas suavizada por una alfombra roja. Los trozos en el interior del Central
Park tienen montañitas bastante puñeteras también y te pillan muy al final. El
resto es llano y fácil. Pero no es un lugar para hacer la marca de tu vida.
Lo que puedo asegurarles es que no
hay mejor forma de ver una ciudad que recorrerla a la carrera por las calles
libres de coches. La noche después, los que todavía conservan fuerzas se van a
la disco o a beber cerveza. El resto descansan. Al día siguiente recomiendan salir
a dar un trotecillo para soltar los músculos. Y negociando con Fernando Pineda,
puedes conseguir que te retrase el billete de vuelta para una semana después, y
quedarte a hacer una visita turística más larga, buscándote el alojamiento por
tu cuenta. Así fue como yo lo hice.
¿Qué? ¿No se animan a un plan tan
completo?
Ya me gustaría ya, pero con mi velocidad punta de 1,5 klómetros a la hora creo que no me esperarían ni al año siguiente...
ResponderEliminarNi en tu peor momento de forma hubieras llegado detrás del anciano que yo vi por la Calle 59. Y tan contento que iba el tipo con el dorsal medio enganchado en su vieja camisa. Sólo le faltaba un sombrero de cowboy. Si no fuera tan caro, sería cosa de repetir. Y nos podríamos llevar al Gustavo con la gaita. Wáter de Caballeros al completo. Un abrazo.
EliminarCómo se nota lo que te gusta. Si hasta escribes mejor!
ResponderEliminarun saludo
JULIAN
No querrás decir que los demás están mal escritos... Jajaja. Es broma. Querido Julián, echaba de menos tus comentarios. Aprovecho para recomendarte una película: Searching for Sugar Man. Te va a encantar. Creo que es una de las cosas más emocionantes que he podido ver en muchos años. Saludos
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